Revista Educación

Put your head on my shoulder

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Put your head on my shoulder

Esta semana me ha perseguido, desde ángulos variopintos, un asunto recurrente: el cariño. Cronológicamente ha sido así, creo recordar (si bien la ciencia y la cotidianidad advierten cuán poco fiables son los recuerdos): el pasado lunes, más allá de las 10 de la noche, me hallaba acodado en una esquina de la barra de la cantina del campo de fútbol de Tíncer, haciendo honor a un pospartido y observando enternecido a diversos sujetos que, barra abajo, charloteaban, comían y bebían; unos de mi equipo y otros del contrario, y no necesariamente estos últimos menos ajenos a mis afectos.

Al filo de la medianoche, de vuelta a casa, por la autopista solitaria que sólo unas horas más tarde será un lento hervidero de coches refrenados, pensaba en la amistad; en si se puede medir en grados (como se mide un esguince o un síndrome neurodegenerativo) o en momentos (durante las exaltaciones de las chuletadas en el monte o tras una hiriente mirada de quien no esperabas). Y ahí quedó la cosa.

Al día siguiente por la tarde, nos contaba la televisión a mí y a mis hijos varias cosas asombrosas: cómo un perro había sido adiestrado para olfatear y detectar excrementos flotantes de orcas sobre el mar y, en consecuencia, dirigir la barquilla de sus científicos adiestradores hacia la zona bajo la cual se ocultaba un grupo de estos delfines; pero sobre todo, nos enteramos del modo en que había sobrevivido un individuo lisiado de este grupo, lo cual hasta ese momento era un misterio para los estudiosos del asunto: resulta (y así pudo verse en varias emotivas secuencias) que sus compañeros, lejos de despreciarlo por ser una rémora, le cedían una parte del botín de sus cacerías marinas, propiciando una supervivencia que, de otra forma, sería imposible.

Anteayer me pedía mi mujer unas letras para la revista de la guardería del más chinijo de mis chinijos, “sugiriéndome” que por qué no aludía al inglés que allí le estaban enseñando; lo cierto es que nos había sorprendido días atrás, respondiendo a su manera y con naturalidad varias frases en tal idioma. Y pese a que comencé a teclear con la idea de hacer una loa al bilingüismo precoz, a medida a que pensaba (escribir es para mí una forma de pensar) las frases se me rebelaban y me llevaban hacia el apego, ese término académico de la pedagogía que significa, ni más ni menos, cariño, asunto clave para el buen desarrollo presente y futuro de un infante, tanto como calmar su apetito, como ratifican  numerosos estudios. Al final me salió que lo otro, lo del segundo idioma, está bien, pero que lo primero (el cariño, el buen trato, la ternura) era lo primero (y juro que no fue ninguna venganza por ser el dominio del inglés una de mis punzantes asignaturas pendientes).

Pero sigamos, que ya falta poco: una vecina nos pidió ayer un favor: su padre (también vecino) ingresa mañana en el hospital y le faltaba un donante de sangre. Claro, por supuesto, fue mi respuesta. Aparte que es, dijéramos, el abuelo suplente que cubre transitoriamente el hueco de los cuatro que mis peques tienen en otra isla, este señor me familiariza con el mundo rural en que me crié, entre corrales desvencijados y tierras de media en retirada ante la terciarización rampante, y que aún resiste. Él apareció luego con media calabaza y yo visité más tarde la unidad de hemodonación del HUC (hallándola cerrada. Volveré).

Cierra el círculo un nuevo episodio animal, esta vez sobre chimpancés, que pasaba este sábado el canal Disney CineMagic (sic) y en el que se contaba la historia de un pequeño primate, apodado Óscar por los documentalistas, cuya madre había sucumbido ante el ataque de otros semejantes con malas pulgas; tras unos días a la deriva de su propio grupo y tras ser rechazado por varias féminas potencialmente adoptantes, finalmente fue acogido, sorprendentemente, por el macho dominante de la manada, que le salvó la vida, le ofreció un máster de supervivencia y hasta le quitó las garrapatas, instante culmen en que me vinieron de forma inopinada a la mente Hobbes y Rousseau.

Y ahora no recuerdo a qué venía todo esto. Ah sí, por el tema recurrente que me ha rondado esta semana. Que cada uno saque sus conclusiones. Por mi parte, una aseveración: la tortilla y la carne fiesta de la cantina del campo de fútbol de Tíncer merecen la pena, de verdad.

Félix A. Morales


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