Revista Cultura y Ocio

Qué desastre – @CarlosAymi

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Hoy no vengo con un relato bajo el brazo, hoy vengo con una arcada, con una exageración. Pero no descarto con ello encontrar algo de verdad: en estos tiempos que corren los niños son una especie en peligro de extinción. Y no me refiero a un problema estadístico.

Uno puede pasear por la calle y encontrarse a muchos de ellos, en las escuelas e institutos todavía hay bastantes ejemplares, e incluso en los parques de toda la vida (esos de tierra y columpio) queda alguno. Pero no nos engañemos, son más bien niños de pega, de cartón piedra que si se les rasca se les desfigura la escasa inocencia y lo que viene a surgir son códigos de barras en miniatura.

Los niños, qué desastre, quieren ingresar cada vez más pronto en ese club llamado  «ser adulto», y nosotros les empujamos ahí con nuestras acciones al tiempo que les decimos con nuestras palabras todo lo contrario, esto es, les decimos  que deben vivir su infancia pero no hacemos que crean en ella. Nunca nos hemos sabido mejor la teoría y hemos aplicado peor la práctica.

¿Quién de nosotros (hablo de adultos responsables, formaditos y con las mejores intenciones), no sabe que el reino de la infancia es sagrado y que hay que hacer todo lo posible por conservar la magia? Y sin embargo las estadísticas arrojan una sombra tras otra; cada vez los niños comienzan a beber antes, a fumar antes, a follar antes, a pegarse antes, a matarse antes y a «querer ser mayores» cuanto antes.

Quizá mi visión pesimista (la es, por si no había quedado claro) viene forzada por el sector de niños con el que trabajo, aquellos que se encuentran en riesgo de exclusión social. Pero sospecho que no hay excesiva diferencia con respecto al núcleo que podemos llamar, «niños criados en condiciones de normalidad» y es que después de todo, unos y otros comparten los patrones comunes de nuestra sociedad.

Al menos en el primer mundo, a menudo resulta más fácil llevarse a edad temprana un móvil al bolsillo, que a la boca un pedazo de comida saludable. Y por supuesto el móvil es un símbolo de la sobreabundancia tecnológica que se filtra por cada poro, ese exceso que ha hecho desaparecer las formas lúdicas tradicionales (¿quién ve hoy en día en un parque unas chapas, unas canicas y hasta un escondite?) ese que permite acceder a imágenes y músicas y vídeos de todo tipo a menudo sin control, y ese que puede adoptar los nombres de tantos «dispositivos» que resulta difícil estar al día y hasta a la hora.

Y si el gusto por la tecnología es un patrón, qué decir de la sexualidad, o mejor, de la hipersexualidad que padecemos. Están muy bien todos los talleres, asignaturas y discursos grandilocuentes y adaptados que se imparten sobre la educación en igualdad y sobre la no discriminación por sexos, pero la realidad es que el machismo campea en las aulas como nunca, la homofobia entre muchos jóvenes es moneda de cambio y las relaciones sexuales se experimentan a menudo desde la desinformación, el riesgo y hasta el miedo.

Llegar a la violencia tras el camino andado no tiene mucho misterio. El acoso, el bullyng, los suicidios infantiles, la cantidad de niños diagnosticados con trastorno disocial, la cantidad de ellos que serían diagnosticados con ese trastorno o con alguno similar si todos acudiesen a consultas psicológicas, sería escandaloso, casi demencial.

Digo yo que algo estaremos haciendo mal y muy mal y que tanto padres, como agentes sociales, educativos, como esa otra especie en peligro de extinción llamada políticos honrados y consecuentes, deberíamos hacer y logar más de lo que logramos y hacemos.

Permitidme que termine de vomitar poniendo mi última arcada encima de la mesa: Hemos derribado los puentes que separaban la distinción entre el valor y el precio, y hemos dejado a los niños en la orilla equivocada, una orilla equivocada en la que también estamos varados los adultos.

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