Revista América Latina

¿Qué hay con los negocios inmobiliarios en Cuba?

Publicado el 01 octubre 2016 por Ángel Santiesteban Prats @AngelSantiesteb
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Foto: Cortesía Archivos de Cubanet

Tras la supuesta apertura muchos cubanos, y hasta algunos extranjeros, han pecado de ingenuos en sus intentos de realizar proyectos independientes. De la noche a la mañana quisieron los isleños tentar a la suerte y dispusieron de sus ahorros aspirando a modificar sus casas para luego inaugurar cafeterías. En pocos días hubo más quioscos de venta que cederistas por cuadras, en los que se ofertaban pizzas, pan con croqueta, con mantequilla o mayonesa, refrescos instantáneos…

Lo malo fue que en menos de tres meses muchos de esos emprendedores quebraron sin que pudieran recuperar ni siquiera lo que invirtieron. Para muchos fue un fracaso total, insuperables las secuelas. Y era de esperar, en un país donde el Estado lo regenta todo, incluso las iniciativas más leves. Aquí no hay espacio alguno para la independencia.

Entre las miles de nuevas emprendedoras cubanas estuvo Sandra; una linda mulata que no quería quedarse atrás, y para conseguir el dinero de la inversión escribió a un amigo inglés, a quien había conocido en una visita que este hiciera a la isla con el propósito de apoyar a los cinco espías que guardaban prisión en los Estados Unidos. Ella le explicó que las circunstancias eran las mejores, y que la virginidad de Cuba en los negocios permitiría abrir cualquier cosa; el otro mordió el anzuelo.

Y cómo no iba a morderlo si creía ciegamente que Cuba era una isla encantadora donde cualquier cosa se podía conseguir, donde todo se daba fácilmente, hasta lo prohibido, gracias a su geografía, a su gente. El inglés aceptó el reto también porque recordaba la exuberante imagen de Sandra, esa que guardaba con cuidado. Por todo eso hizo de nuevo el viaje a La Habana, y vino para ultimar detalles de la inversión.

Todo le pareció perfecto; tras su llegada paseó con Sandra, se bebieron un daiquirí en el Floridita de Hemingway, y hablaron de buscar buenas opciones, y le propuso a la cubana invertir en un negocio inmobiliario. Unos días después ya tenían rentado un espacio en un apartamento en el Vedado y pagaron al Estado sus patentes, y comenzaron a buscar contactos, e indagaron entre los cubanos que tenían muchos sueños, esos que estaban dispuestos a vender su único tesoro, la vivienda, para conseguirlos.

El inglés regresó a su isla europea y envió las computadoras, los muebles y suficiente dinero para los gastos iniciales, y quedó a la espera de las ganancias. Y al parecer hubo algunas, porque Sandra se compró enseguida un pequeño auto de los años cincuenta en perfectas condiciones, y luego, cuando descubrió que todo iba cada vez mejor, se ocupó de la publicidad y contrató a un diseñador para que le creara una página en Internet donde promocionar el negocio, y colgó un cartel lumínico en el balcón de la vivienda que rentaba.

Salet, la dueña del apartamento, también quería que todo estuviera en regla, que en la ONAT supieran que ella les rentaba dos cuartos, un baño y un espacio de la sala que serviría como recepción; pero en aquellas oficinas aseguraron que no tendría que declarar ese espacio común porque lo usaban tanto la rentadora como la rentada. Salet insistió, quería tener todo en orden y no le gustaban las ilegalidades. Si se había decidido a rentar su casa era por sus angustias a la hora de contar su dinero desde inicio hasta fin de mes. Salet se licenció en economía y trabajó luego en un Banco, y luego hacía cakes que vendía a particulares para añadir algo a su entrada, pero no conseguía llegar a fin de mes, ni siquiera con los dolaritos que mandaba su padre, por eso su empeño en que todo fuera legal.

El negocio prosperaba también gracias a su empleomanía, esa que Sandra supo escoger muy bien. Para la recepción se decidió por una rubia despampanante que alegraba la vida a los clientes sin que se preocuparan mucho por el tiempo que esperaban para ser atendidos, y lo mejor es que era casi una políglota.

Y Sandra necesitó más trabajadores; el joven mulato y profesor de francés se encargaría de ubicar las viviendas, visitar a los vendedores, concretar los precios y colocar en la fachada el cartelito de: “se vende” después de preparar todo el dossier lleno de fotos. Lucía, la menos agraciada, pero íntima de Sandra, fue a dar al pantry.

“Viento en popa y a toda vela”, así iba el negocio, tanto que finalmente se pagó su curso para aprender a manejar y el auto quedó idéntico a cuando rodaba en los años cincuenta en la ciudad. Ese auto servía para transportar de un lado a otro a los clientes, en su mayoría extranjeros enamorados de cubanas o cubanos que serían los propietarios legales.

“Viento en popa y a toda vela”, así le hizo saber Sandra al inversionista inglés. Y más se consolidarían en los meses siguientes. Sandra por primera vez disfrutaba de su trabajo, y nutría sus sueños. Vestía, alimentaba y paseaba a sus dos hijos, y la posibilidad de subirlos a un crucero ya no le parecía tan disparatada. Hasta se alegró de pagar impuestos que aportaban al desarrollo del país. No volvería a vender su cuerpo, pero la felicidad dura muy poco en la casa del pobre.

Una mañana tocaron el timbre y la rubia despampanante de la recepción apretó diligente el botón que abría la puerta creyendo que se trataba de nuevos clientes. Varias fueron las personas que avanzaron mostrando sus identificaciones, esas que aseguraban que eran miembros de la Fiscalía General de la República.

–Aparten las manos de las computadoras y manténganse en silencio –dijo el que parecía jefe, mientras los otros ocupaban el resto de las oficinas moviendo los ojos con desconfianza. Un cliente chileno que se encontraba en el lugar no conseguía entender lo que pasaba, ya había visto horrores cuando Pinochet se hizo del poder, y temblaba como una hoja movida por el viento, pero se calmó cuando le dijeron a su novio cubano que se marcharan los dos, y bien rápido. Al cubano le revisaron el carné antes de que se marchara, y anotaron todo, le aconsejaron silencio.

Los funcionarios decidieron llevarse las computadoras pero antes anunciaron una “contravención”: exhibían tres pinturas en las paredes sin que tuvieran la licencia correspondiente. A la entrada del edificio estaba la camioneta que fue recibiendo cada cosa. Lo demás sería desconcierto y llanto, y Salet diciéndole a Sandra que ya había escuchado el rumor de esas redadas.

Días después todos serían citados a las oficinas del Departamento Técnico de Investigaciones (DTI), en 100 y Aldabó. Todos eran culpables. A Salet le aplicaron una multa de 1500 pesos, aunque un abogado asegurara que nunca podía ser mayor de 300. Una vez que preguntó el por qué, le dijeron que ocultó el alquiler de la sala para disminuir el pago al Estado. Quiso negar, decir que estaban equivocados; pero tuvo esa rara sensación de que todo estaba perdido y prefirió hacer silencio.

A los demás les fueron retiradas sus licencias; habían violado la prohibición de usar las redes sociales para promocionar el negocio, y además no podían acompañar a los clientes a la casa de los vendedores, tampoco estaban autorizados para tirar fotos a las viviendas, y mucho menos agruparlas en un álbum. “Tantas violaciones justifican la medida extrema”, dijeron amenazantes.

A Sandra la mantuvieron en las oficinas de investigaciones por más de doce horas, y preguntaron mucho sobre su relación con el “ciudadano inglés”. Los cinco oficiales estaban muy interesados en esa relación: “¿De dónde lo conoces? ¿Qué relación mantienes con él? ¿Por qué tanto interés en invertir en Cuba?”, así fue que la acosaron, y hasta intentaron que creyera que su amigo era enemigo de la revolución, y de nada sirvió que Sandra explicara de su gran simpatía por la revolución, de su apoyo a la causa de los “cinco héroes”, y de sus campañas para conseguir la liberación.

A Sandra le cerraron el negocio, le hicieron firmar las muchísimas actas de decomiso, y ni siquiera le permitieron llamar a su casa para tranquilizar a sus padres y a sus hijos. Llegó destrozada y con una idea fija; al día siguiente escribiría un mensaje a su amigo inglés, y eso hizo: “Nos estafaron. Los Castro nunca pierden. Sácame de aquí con mis hijos. Tengo miedo”.

De esta forma cerraron estos negocios inmobiliarios en la isla, cada oficina invadida por fiscales. Así son las cosas en la isla, debe ser que los negocios lucrativos están reservados únicamente para los más jóvenes con apellido Castro; la futura, ya muy cercana, oligarquía de Cuba.

Publicado originalmente en Cubanet, el 26 de septiembre de 2016


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