Revista Comunicación

¿Qué le pasa a mi generación?

Por Marperez @Mari__Soles

Hay tardes, como la de hoy, en las que necesito sentarme a escribir para poner orden en mi cabeza, después de haber visto un telediario (y, sobre todo, después de haber echado el obligatorio vistazo a la actualidad en las redes sociales). Llega un momento en que me siento casi como cuando salía a la calle después de haber estado un par de horas bailando y quedándome afónica con mis hermanas en aquellas lejanas noches de sábado discotequeras: aquella sensación tan chocante que se producía al regresar al silencio de las calles cuando la puerta del local se cerraba y, sin embargo, el eco de las canciones permanecía en nuestros oídos hasta bien entrada la tarde del domingo. No quiero ni imaginar cómo serían aquellos despertares para quienes, además, consumían algún tipo de substancia de esas que es mejor no nombrar. En mi caso, lo único que “consumía” era música y risas, así que, al día siguiente, ese minicaos era hasta divertido; era el recuerdo (o la prueba) de una noche feliz, nada más, y si a alguien le quedaba resaca… ni era mi problema, ni me preocupaba. Cada cual era responsable de sus propias decisiones.

Algo así me gustaría poder decir hoy, pero no puedo. Hoy ese “ruido” que retumba, confunde y ensordece, no lo ocasionó la música, ni las risas; este dolor de cabeza no surge de haber trasnochado bailando y saltando con mis hermanas; estas ojeras no son fruto del rímel y el delineador, y este dolor de garganta no me lo gané desafinando con ellas como si no hubiera un mañana pegaditas a los altavoces (para que no nos oyera nadie). ¡Ojalá fuera así!, pero no. Los tiempos han cambiado. Los años, por desgracia, no han servido para mejorar, sino para empeorar, en ciertos aspectos.

En aquella época yo era más ignorante aún que ahora; no había móviles ni Internet, así que la mayoría de los problemas que ocurrían más allá de mis narices, simplemente, “no existían”. No tenía ni idea, por ejemplo, de que en algunos lugares se lanzaran animales desde las torres de las iglesias para matarlos “por tradición” y que, además, fuera gente de mi edad la que se apuntara a esas atrocidades “por diversión”. No sabía nada del “Toro de la Vega” (ni sabía que existía un lugar llamado Tordesillas”), ni tantas otras cosas. Era tan ilusa que creía que mi generación iba a cambiar todo lo que tuviera que ver con el maltrato y el sufrimiento, fuera animal o humano. Para mí era totalmente incompatible la idea de “alguien de mi generación” + “maltrato”. salvo casos puntuales (especialmente, en los casos de problemas de drogas o problemas mentales). Para mí, la “gente normal” (y yo me consideraba “normal”) era la que había tenido la suerte de tener una educación básica que nos permitía compartir una serie de valores y conocimientos para comprender lo importante que era el respeto a la vida en general. Era algo que, simplemente, me parecía obvio, algo incuestionable, algo que parecía que estaba muy claro. Por eso, para mí, era algo “natural” que se prohibieran las corridas de toros, las peleas de gallos o de perros, etc. Además, confiaba en que, con el tiempo, también se llegaran a prohibir todos los tipos de esclavitud, tortura y adiestramiento de animales. Creía (y sigo teniendo un poco de fe) que llegaría el día en el que a nadie se le ocurriría meter a ningún animal en jaulas, zoológicos, etc. y que se respetaría la libertad de todas las especies de seres vivos.

La “libertad”: esa palabra tan bonita que hoy peligra más que nunca, tanto si lo admitimos, como si no, y no solo la de los animales. A veces me gustaría poder usar una máquina del tiempo para volver atrás y decirle a aquella Mari de hace años en qué se estaba equivocando y en qué debía seguir confiando; pero otras veces, como hoy, no me apetecería nada volver atrás, porque se me rompería el corazón al ver su rostro ingenuo, soñador y confiado, sabiendo ahora lo que sé. Sé que no soportaría todo esto de golpe y, por eso, tal vez, me queda como consuelo que esto es lo bueno de haber podido vivir estos años hasta hoy. Tal vez ese sea el sentido de que nuestras conciencias encarnen en seres vivos pensantes pero temporales, con fecha de caducidad: esta vida hay que asimilarla poco a poco… y hasta un punto, o podríamos explotar en mil pedacitos por sobredosis de ‘sinsentidos’ y sinsentimientos* varios.

Si a aquella Mari de hace años le dijera, de pronto, que a sus taitantos* iba a vivir en un mundo como el actual, en el que gente “de su generación” y más jóvenes se divertían torturando “en nombre de la tradición y la ¿cultura?” en su propio país durante todo el año, o lanzándose toneladas de tomates, o quemando kilos y kilos de pólvora, mientras otros mueren de hambre, se suicidan por haber perdido todo, o huyen del terrorismo yihadista y los recibe la barbarie nazi, o que, aquí, en su ciudad, mientras muchos vuelven a repetir su propia experiencia de aquella época, viéndose obligados y obligadas a abandonar sus planes de vida por la crisis y viendo cómo los “dirigentes”, en vez de echarles una mano, prefieren ignorarlos y dejarlos en la cuneta, mientras reciben con los brazos abiertos y con todas las facilidades posibles a quienes vienen de fuera… Tal vez, a Mari no le habría apetecido tanto esfuerzo propio en vano. Tal vez, se habría planteado su vida de otra manera muy diferente. Tal vez, por eso, si alguien tiene una máquina del tiempo, prefiere que no se sepa.

Pero, sea como sea lo que nos toque vivir a la Mari de hace taitantos o a la de hoy, sigo creyendo que no debemos conformarnos con ese miedo y ese desánimo que nos transmiten las circunstancias, sean las propias o las que vemos en las noticias (que, además, en muchas ocasiones -ver fecha- ni siquiera se corresponden con la realidad -ver fecha-).

Es muy importante dedicar algo de tiempo a separar el grano de la paja en cuanto a la información que nos inunda la mente cada día. No todo lo que nos llega es cierto, y muy poco es bienintencionado. Y, para colmo, sufrimos, otra vez, las consecuencias de una nefasta política de comunicación por parte de quienes deberían informarnos de sus decisiones, de sus planes, de sus objetivos, de sus razones, lo que redunda en una mayor confusión y sensación de indefensión por nuestra parte, dando lugar así a rumores, dudas, toda clase de teorías conspiranoicas y sembrando, de paso, las semillas de las que se aprovecharán fascistas y dictadores de pacotilla que, con los suficientes apoyos, podrían llegar a hacer demasiado daño… ¡otra vez!

Como ciudadana, me molesta muchísimo que me tomen por idiota. Puedo ser (como dije ya) ingenua, soñadora, romántica, pero… puedo, también, entender una explicación clara y transparente. Y sigo creyendo que cualquiera de mi generación podría entenderla. El problema es que no existen esas explicaciones: no es que no las entendamos, es que no se atreven a dárnoslas. O no están a nuestra altura, o no se han enterado de para quiénes están gobernando. Y es una lástima.


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