Revista Educación

Quejas

Por Siempreenmedio @Siempreblog

He decidido dejar de quejarme. No sé por cuánto tiempo porque, aunque el propósito es firme, hay quien dice que gruño más que hablo y eso me hace dudar un poquito de mis posibilidades. Lo que pasa es que últimamente he notado que mi medidor de quejas rompe todos los parámetros y me paso el día resoplando y perfeccionando mi habilidad para poner los ojos en blanco.

Me siento como si arrastrara una bola de hierro y, honestamente, me molestan hasta las palabras de ánimo que los amigos y conocidos bienintencionados me van soltando cada vez que abro la boca para quejarme.

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El caso es que mi día a día se ha convertido en una retahíla sin sentido de exabruptos que voy encadenando hasta llegar a la noche con la sensación de que voy a explotar en cualquier momento. Tengo quejas de todo tipo y para cualquier situación: amargas, sarcásticas, lastimeras, calculadas, espontáneas, iracundas -la mayoría-, cómicas y hasta irreproducibles en voz alta.

Para conseguir mi objetivo me he puesto a analizar objetivamente si de verdad tengo tanto por lo que quejarme y he llegado a la conclusión de que el 99 por ciento de mis lamentos me sobran. A mí y al resto. He comprobado que no tengo argumentos suficientes para defender ante mí misma esta actitud plañidera que me llena de negatividad.

La verdad es que lo realmente decisivo ha sido darme un golpito con la realidad, comprobar que cualquier situación que a uno le parezca negativa puede empeorar, haciéndole desear la vuelta a lo anterior. También llego a sentirme ridícula cuando me paro a pensar en el motivo de mis quejas y recuerdo que mi situación es de absoluto privilegio.

Por, tanto, no me propongo ir por ahí echando pétalos al aire pero sí voy a tratar de quitarme piedras de la mochila, empezando por las dichosas quejas.

Al final, quejarse es dar por hecho que las cosas le pertenecen a uno, cuando la realidad es que todo aquí es prestado y en cualquier momento se esfuma.


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