Revista Política

Quien tiene un barrio, tiene un palacio

Por El_situacionista
Quien tiene un barrio, tiene un palacio

Quizás podría ser que se estuviera viviendo una fase de la vida adulta en la que, después de pasar diez años centrados (casi) siempre en la crianza de la pequeña infancia, se echa de menos la multitud de amistades y de espacios que se tenían en la década anterior. No obstante, está científicamente probado -o, al menos, todo lo probado a lo que puede llegar la sociología- que la cantidad de amistades cercanas se ve reducida en el proceso de la crianza en sociedades occidentales. O quizás simplemente es que se está entrando de lleno en una crisis de los 40, la cual sólo puede acabar bien si desemboca en un Peter Pan. En cualquier caso, el libro Palacios para el pueblo, de Erik Klinenberg, ha tocado hueso o ha llegado en el momento oportuno.

La tesis de Klinenberg, como pasa en la mayoría de libros de este tipo, se resume en una sola frase: el espacio en el que nos relacionamos influye en cómo nos relacionamos. Desde aquí, Klinenberg analiza las derivadas de una idea tan simple como potente. Como ocurre con algunos estudios sociales, la tesis principal parece tan obvia que, en principio, cualquier neófito pensaría que no necesita de estudio o, mucho menos, de un libro. Sin embargo, es importante conocer hasta lo que parece obvio, para saber hasta qué punto se puede determinar su impacto. Y, como se comentaba antes, Klinenberg avanza varias cosas interesantes que, por lo que sea, han dado muy cerca de la diana.

¡Cuidado, jóvenes sueltos por las calles!

Una de las derivadas de esta tesis ya se comentó el otro día por Twitter, y es que pareciera que los y las jóvenes vivieran tanto dentro del móvil porque no han podido disfrutar de espacios públicos sin supervisión adulta. La visión absolutamente delictiva de cuatro jóvenes juntos haciendo de jóvenes, disfrutando de su relación de amistad sin responsabilidad ninguna, es asociada siempre a la necesidad de llamar a las autoridades competentes porque la calle, que es lo único que les queda, “ni es de ellos ni es para eso”. El fascismo del visillo -también conocido como control social del confinamiento- seguramente no habrá hecho otra cosa que intensificar este tipo de dinámicas.

Otra interesante derivada de la observación de Klinenberg es que, al ir cerrando los espacios de relación entre las personas que forman una sociedad, se crean nichos de relaciones donde sólo se mantienen conversaciones con personas que se parezcan a uno mismo. Por hacer una analogía, se han cerrado todas las piscinas públicas y las personas han tendido a construir unas privadas dónde sólo invitan a quienes no le suponen ningún reto social: sus amistades más cercanas. En cambio, tener espacios de vida comunitaria atrae personas de diferente nivel social, de diferente ideología y de diferente raza u origen, lo que incrementa la cohesión social de por sí. Es cierto que, en referencia a esto último, Klinenberg está absolutamente obsesionado con las bibliotecas, y puede que en Estados Unidos éstas hagan de epicentro de la vida comunitaria allá donde ésta ha sido arrasada. Pero esto no creo que sea extrapolable aquí, al Estado español en su conjunto. Quitando su obsesión por estos centros, y también su excesiva carencia por cómo lo arquitectónico determina las relaciones de las personas dentro de un edificio, la argumentación de Klinenberg me parece del todo oportuna.

En esta lucha desigual que vivimos desde los 70 entre la Comunidad y el Mercado, éste último ha ido conquistando espacios públicos de manera que el ser o el estar en ellos siempre pase por una transacción económica, por el consumo. Y cuando no ha conseguido conquistarlos del todo, como los pasillos del centro comercial, ha mercantilizado y externalizado la vigilancia social, substituyendo a los vecinos y vecinas por guardias de seguridad que, con sus prejuicios de raza, edad o clase, se encargan de mantener una falsa sensación de orden y seguridad.

Quien tiene un barrio, tiene un palacio

Un barrio puede salvarte la vida

Los meses antes de la pandemia, cuando veíamos las fotos de Wuhan entre divertidos y espantados, estuve ayudando a una serie de entidades sociales a hacer un plan estratégico de incidencia política. Allí volvió a salir lo que, para mis adentros, he llamado siempre el gran unicornio de la acción social del siglo XXI: la acción comunitaria. Muchas de las personas reunidas en las sesiones de trabajo que realicé hablaban de la necesidad de recuperar la acción comunitaria. Una necesidad que, en mi opinión, rayaba el wishful thinking, o pensamiento mágico: todo el mundo lo desea, nadie sabe cómo se hace. Y a esto se añade lo que, en términos medioambientales, se ha dado en llamar el síndrome del punto de referencia cambiante: nadie sabe exactamente a qué se refiere la otra persona cuando habla de acción comunitaria y de recuperar la comunidad. Porque, igual que pasa cuando hablamos de recuperar medioambientalmente un espacio, todo el mundo piensa en recuperar la comunidad que tenía como referente en su pasado, que es diferente a la del pasado de nuestros antecesores o al pasado de quienes nos sucederán.

Klinenberg inicia el libro hablando de su tesis doctoral, de cómo la vida comunitaria de las personas más pobres de Chicago habían salvado la vida a muchas de ellas en una de las más horribles olas de calor de la historia de la ciudad, y cómo en los barrios ricos, donde la capacidad económica permitía a las personas vivir más aisladas de su entorno, esto no había pasado. La función del barrio, de la comunidad, se transformaba aquí en un control de información -"¡Hidrátate!"- y en un control de salud -al vivir rodeado de gente, en un barrio de alta densidad y con espacios comunitarios, las personas podían evitar un golpe de calor al ser reconocidas por otras cuando lo estaban sufriendo.

Los barrios, las comunidades, se tenga en la mente el concepto ideal de ellas que se tenga, están en peligro de muerte, y lleva así desde hace varias décadas. Pero aún resisten el paso del tiempo. En el barrio siempre se generan interacciones que, de manera más o menos fuerte, nos ligan a unos con otros. Puede ser la mercería, o el bar de la esquina. La panadería, o la ferretería. O incluso la farmacia. En mi viejo barrio madrileño, por ejemplo, el farmacéutico sabía cuándo felicitar por el embarazo a su clientela, porque llevaba la cuenta de quiénes iban a comprar compresas -que entonces sólo se compraban en la farmacia. También pasaba que el dueño del PUB nocturno se pasaba la noche en la puerta y ejercía una función de guarda de seguridad para muchas de mis vecinas -a mi prima le salvó de algún susto- en una época en la que se habían producido diversos robos y agresiones.

Por mi parte, hace unos años, desde el último traslado, que me quedé viudo de barrio. No me había pasado nunca, ni cuando salí en dirección a Bilbao, ni en Barcelona. Ni siquiera en aquella terrible experiencia vital que fue vivir en Zaragoza. Y te hace sentir más solo.

Los barrios, y más concretamente las comunidades barriales, están en amenaza constante por la mercantilización del espacio o, directamente, por la imposibilidad para muchas personas de echar raíces en ninguna parte, debido a la precarización del trabajo y, sobre todo, a la especulación de la vivienda. No poderse asentar a un barrio no sólo impide tener una vinculación con el centro de salud, servicios sociales o demás estructuras del estado del bienestar, sino que impide conocer a otras personas y comprendernos a nosotros mismos en nuestra dimensión comunitaria, algo inherente al ser humano y que, como bien comenta César Rendueles en Sociofobia, no puede ser sustituido en ningún caso por redes digitales. Todo esto es aún más problemático en mitad de la confluencia de las diversas crisis ocasionadas por el cambio climático. Vamos a necesitar más barrio, más comunidad. Y lo vamos a tener que construir desde ya, pase lo que pase en otras esferas políticas, institucionales o sociales.

Quizás por eso el otro día, cuando salí a hacer un recado de esos que cuestan poco hacer en comparación a la felicidad familiar que generan, esperando en la cola a que me atendieran, me acordé de Carlos María. Carlos fue un buen amigo a pesar de que él siempre fue mucho más mayor que nosotros. Su figura de señor adulto responsable, con traje y corbata, o jersey de marca sobre camisa, era en realidad un disfraz para el síndrome de Peter Pan mejor llevado de la Historia. Entre sus muchas peculiaridades, Carlos María profesaba un enorme convencimiento sobre el ser amable y educado en todo momento. Hasta la extenuación, si estaba de buen humor. Le divertía poder retener al tendero de turno explicando cualquier historia antes de pedir exactamente lo que había ido a buscar. Carlos María era un señor pesado que se hacía el pesado a propósito, pero que también hacía barrio. A su manera, y sin espacio comunitario alguno, ya que vivía en el puritito centro de Madrid y era de familia adinerada, así que lo tenía todo en contra. Pero estoy seguro de que a Klinenberg le hubiera encantado.

Foto de portada de Nina Strehl


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