Revista Cultura y Ocio

Quinto Sertorio (y 2)

Por Cayetano
Quinto Sertorio (y 2)


Por eso (Sila) se dedicó con saña a perseguir a los que no nos dejamos arrastrar por él o a los que éramos un impedimento en su camino. 

Y por eso también preparó un formidable ejército y ordenó venir a buscarme para acabar conmigo. Lógicamente, salí por pies hacia el sur, hacia Cartago Nova. Luego me lo pensé mejor y embarqué hacia África. 
Pero como por naturaleza soy muy testarudo, lejos de amilanarme recluté un nuevo ejército en la provincia de Mauritania y crucé el estrecho dos años después, con la intención de reconquistar Hispania, incluso intenté tomar Ebusus (Ibiza) con ayuda de los piratas cilicios de Anatolia, empresa en la que fracasé, pero que fomentó a mi costa el infundio o la leyenda del general romano traidor y pirata. No obstante, enseguida me volví a hacer dueño de la situación y en poco tiempo me gané a las tribus de Hispania y, tras lograr el apoyo entusiasta de los caudillos locales, en un año me convertí en el amo de todo el valle del Guadalquivir y de la Lusitania. Los lusitanos, como si yo fuera un nuevo Viriato, me acogieron con los brazos abiertos. Los iberos me querían. Estaban dispuestos a sacrificarse por mí. Una vez, ante un ataque de los romanos, acosado por sus armas, me rescataron en pleno combate y no haciendo aprecio de sí mismos, me levantaron sobre sus hombros y me fueron pasando de unos a otros hasta la muralla, donde quedaba seguro, y una vez allí se dieron a la fuga para no perecer a manos del enemigo. 
Quinto Sertorio (y 2)


Fui muy cuidadoso con las creencias de los iberos, respetar sus ritos y sus dioses, sus instituciones, sus costumbres. Y gracias a ello conseguí su apoyo incondicional. Un lusitano me regaló en una ocasión una cierva blanca y a través de ella la diosa Diana me transmitía sus deseos y órdenes que yo hacía saber a los iberos. Una vez se me perdió y todos quedaron consternados. Un esclavo logró encontrarla. Y yo le indiqué que no dijera nada y que la escondiera y que cuando le hiciera una señal apareciera ante todos con ella. Esperaba con ello dar a todos una grata sorpresa. Así fue. Estando en mis aposentos rodeado de mis fieles seguidores, les conté que tuve un sueño en el que la cierva volvía de nuevo a mi lado. Dicho y hecho. Hice la señal convenida al esclavo y la cierva irrumpió en la habitación ante la vista de todos, que quedaron asombrados. 

Con ayuda de mis amigos hispanos, como los valientes Urcebas, Tureno y Buntalos, logré tener el control de la península. Cuando las noticias llegaron a Roma, Sila tragó saliva pero aceptó el reto y envió a Hispania dos legiones, al mando de Quinto Cecilio Metelo y de Pompeyo, para terminar conmigo. Logré aniquilar en el valle del Tajo a las tropas de Marco Domicio. En el valle del Guadiana conseguí que las tropas de Metelo se replegaran. Resistí como un jabato en el valle del Ebro, en Calagurris, Ilerda y Osca. Parece que los enviados de Sila lo estaban teniendo muy difícil. Al final, hicieron como con Viriato, como no podían vencerme en el campo de batalla, decidieron comprar a algunos de mis lugartenientes. Fueron algunos de mis propios colaboradores, dirigidos por el envidioso general Perpenna, los que me traicionaron y acabaron con mi vida en el transcurso de un banquete que habían preparado concienzudamente. 
Un traidor. Eso era lo que decían de mí. Un enemigo de Roma que había hecho pactos con extranjeros. Eso contaban los que mientras hablaban de mí traicionaban la generosidad de Roma. Yo no luché contra mi patria, sino contra los que se habían apropiado del poder y habían tiranizado a mis compatriotas. Yo quise hacer romanos de los pueblos conquistados para que compartieran su grandeza y su esplendor. Para mí, Hispania era de verdad un pedacito de Roma. 
Quinto Sertorio (y 2)


Y me apliqué a ello con denuedo. Instauré un Senado similar al original romano, fundé una Academia en Osca, igual que las que había en Roma, para que los hispanos aprendiesen derecho y latín y, de paso, se civilizaran y se acostumbraran a llevar la toga como el resto de los romanos. Reuní también a muchos valientes hispanos que fueron reclutados y entrenados en campamentos romanos, vestidos, equipados e instruidos como tales. Así se forja un imperio, con tesón, paciencia y entrega. Sumando, no dividiendo. Logrando amigos, no haciendo nuevos enemigos. 

Como dijo un sabio romano del que ahora no recuerdo su nombre: 
“Por la armonía, los estados pequeños se hacen grandes, mientras que la discordia destruye los más poderosos imperios.” Yo quería compartir el festín, no esquilmar a unos para engrandecer a otros. El imperio no era una despensa al servicio de unos pocos. El Imperio lo éramos todos, romanos de todas clases e hispanos de toda condición. Todos con la misma ley. Todos iguales. Eso era lo que yo quería. Y por eso yo era un estorbo para los aristócratas que ahora mandaban en Roma. Por eso sobraba. 
Y fui traicionado por los míos. 
Durante aquel banquete fatídico, preparado para acabar conmigo, alguien dejó caer una copa de vino al suelo. Era la señal convenida. Inmediatamente se abalanzaron sobre mí y me cosieron a puñaladas. Corría el año 72 a de C.   

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