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REALIDADES Y FICCIONES –Revista Literaria–Nº 2 – Oc...

Publicado el 04 junio 2012 por Hectorzabala

REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria–Nº 2 – Octubre de 2010 – Año I
Sumario:
Literatura
• El nuevo abogado, de Franz Kafka. Cuento y análisis.
• El corazón delator, de Edgar Allan Poe. Cuento y análisis.
• La mano izquierda de la oscuridad, Ursula K. Le Guin. Pequeña reseña.

Y algo más…
• Un pequeño insecto casi olvidado por la Real Academia.
• ¿A alguien le importa la libertad de expresión?
EL NUEVO ABOGADO [1]
de Franz Kafka
Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.
En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.
Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.
ANÁLISIS DE “EL NUEVO ABOGADO” DE KAFKA
por Héctor Zabala ©
La obra –entiendo– es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho.
Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.
El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho.
Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos.
Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser.
Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio:
“…para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre…” Esto debe tomarse como una alegoría. Macedonia representa aquí a los estados europeos que se disputaban la hegemonía en tiempos de Kafka, pero que eran incompetentes para sojuzgarse unos a otros de manera categórica y definitiva. Esta maldición a Filipo sería por envidia; envidia de no poder realizar las grandes conquistas de aquel rey [3] o la de anteriores reyes europeos. Frente a lo hecho por Filipo, los logros fronterizos de los monarcas de fines del siglo XIX resultaban de una mezquindad patética.
“…tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín”. Estando ambos ya muy borrachos, Alejandro Magno mató de esta forma en Samarcanda a su amigo Clito, apodado el Negro, en el año 328 a JC, si bien después se lo recriminaría a sí mismo hasta el punto de intentar suicidarse. La discusión nació cuando Clito le achacó que Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, había sido mejor rey y general. [4]
“Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance…” En efecto, después de una campaña relámpago de ocho años en la que conquista los territorios de Asia Menor, Siria, Egipto, Mesopotamia, Persia y parte del Asia central, Alejandro logra invadir el valle del Indo derrotando a varias tribus locales y finalmente al rey Poro en 326 a. JC. Pero luego de esa última batalla del río Hidaspes, se ve obligado a replegarse y a evacuar la India por la fuerte posición de nuevos enemigos allende el Ganges y la rebelión de su propia tropa, desesperada al verse día a día más y más lejos de sus bases.
• El narrador descubre también cierta confusión, contradicción y hasta fanfarronería en los reyes europeos de su tiempo: “Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino…” Es obvio que usa la alegoría de las puertas del Punjab (India) para referirse a un dominio absoluto y casi mundial que rivalizara con el que en su tiempo tuvo Alejandro de Macedonia, inalcanzable para cualquier líder político o militar de fines del siglo XIX o principios del XX, por más bravucones y entorchados que aparecieran ante la gente común (“…muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas…”).
Si bien fue publicado años más tarde como parte del libro Un médico rural [5], este cuento fue escrito en el invierno europeo de 1916-1917, es decir en plena Primera Guerra Mundial, y no cabe duda la alusión a esta calamidad bélica cuando, otra vez en tono sarcástico, Kafka nos dice “[hoy]… hay muchos que saben matar…”
[1] En alemán Der neue Advokat.
[2] Kafka se doctoró en derecho en 1906, pero tuvo siempre la idea de alejarse de Praga, de sus padres y de toda obligación que le limitara escribir. Hay varias cartas que lo afirman. Una de 1912 quizá nos sirva de resumen: “Praga no me suelta. Es una madrecita con garras”. En 1907 fue contratado por la compañía Assicurazioni Generali y en agosto de 1908 ingresará en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, puesto en el que permanecerá hasta su jubilación anticipada en 1922. Dos años más tarde moriría de tuberculosis pulmonar.
[3] Si bien Alejandro Magno fue quien conquistó Asia, su padre Filipo II había sido quien organizara al ejército macedónico para ese fin, proyectara el plan general de campaña y sometiera entretanto las importantes ciudades de Grecia central y meridional (Atenas, Esparta, etc.). Estos preparativos echaron los fundamentos para las futuras campañas de su hijo, cosa que sabía todo el mundo. De ahí que este legado de Filipo implicó un tormento para la autoestima y prestigio de Alejandro, quien a menudo renegaba de la memoria de su padre.
[4] La hostilidad de Alejandro Magno hacia su padre fue proverbial. Ningún macedonio desconocía la anécdota del banquete de bodas de Filipo II con Eurídice, sobrina del general Átalo, en el que se había bebido demasiado, como siempre: ante una insinuación que ponía en peligro su herencia al trono, Alejandro le había tirado una copa por la cabeza a Átalo, insulto que Filipo intentó reprimir con espada en mano. Pero cuando el rey pierde pie y cae al suelo por la borrachera, la cáustica respuesta de Alejandro no se hizo esperar: “Miren [señalando a su padre], quiere ir de Europa al Asia y ni siquiera es capaz de pasar de una mesa a la otra”.

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Franz Kafka

Quizá sea casualidad, pero esta lucha padre-hijo (por momentos soterrada, por momentos abierta), se reeditaría también en la familia de Kafka. Se sabe que Franz Kafka tuvo una relación bastante tormentosa con su padre Hermann, un exitoso comerciante de Praga pero al parecer bastante despótico con su familia (leerCarta al padre). También es conocida la desaprobación del padre hacia su actividad literaria, por considerarla una pérdida de tiempo.
[5] En alemán Ein Landarzt.

Franz Kafka
Nació el 3/7/1883 en Praga, Imperio Austro-Húngaro (hoy República Checa) y murió el 3/6/1924 en Kierling (muy cerca de Viena), Austria.
Sobre este autor, puede leerse más en REVISTA SESAM Nº 80
http://www.sesamweb.com.ar/
EL CORAZÓN DELATOR [1]
de Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez que la concebí, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo justo para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
–¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir –aunque no podía verla ni oírla–, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice –no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado–, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo– hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy afablemente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún delito. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ido al campo. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el punto exacto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
–¡Basta ya de fingir, malvados! –aullé–. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
[1] En ingles: The Tell-Tale Heart. Fue editado por primera vez en la publicación literaria bostoniana The Pioneer, en enero de 1843, de su amigo James Russell Lowell, y reeditado con algún cambio el 23 de agosto de 1845 en el Broadway Journal, del propio Poe.
En una de sus versiones aparece este epígrafe: El arte es largo, y el tiempo, fugaz, / y nuestros corazones, aunque fuertes y valientes, / sin embargo, al igual que tambores sordos, están luchando / marchas fúnebres a la tumba. Longfellow.
ANÁLISIS DE “EL CORAZÓN DELATOR” DE POE
por Héctor Zabala ©
Todo el cuento es una confesión. No sabemos si a un juez, a un psiquiatra o a un sacerdote. También podría ser a un carcelero o a un compañero de celda, pero no hay indicios que nos ayuden. Incluso, aunque en la traducción se optó por el pronombre plural, tampoco sabemos si el asesino se dirige a varias personas o a una sola, dado que en inglés el pronombre you no diferencia entre usted y ustedes o entre tú y vosotros. Quizá lo más lógico sería pensar que el asesino confiesa ante un tribunal o frente a un grupo de psiquiatras, pero no podemos estar seguros.
Ya desde el inicio de la obra, el hombre dice “¡Es cierto!” y esto puede tomarse como un adelanto inconsciente de una confesión plena. Pero lo curioso es que no tiene empacho en confesar detalladamente su crimen en tanto no lo tomen por loco.
Según el propio asesino, lo que más le molestaba de la víctima era uno de sus ojos y ese sería el motivo del crimen. Obviamente, se trata de un loco obsesivo cuyo trauma psiquiátrico llega a tal grado que termina oyendo los latidos del corazón del muerto.
El cuento constituye una obra maestra de la literatura y no deja de ser admirable la constante tensión y crescendo desde el inicio hasta el final.
INDICIOS DE QUE EL ASESINO ES UN LOCO
1) El narrador utiliza indicios inversos. El asesino niega su locura durante todo el relato. Para avalar esto, intenta demostrar que es inteligente, sagaz, y hasta hace hincapié en la prolijidad puesta en el mismo asesinato. Según el criminal, alguien capaz de ser tan detallista para matar nunca podría estar loco (“…los locos no saben nada”, dice). Por supuesto, parte de una falacia, pues un loco no es un tonto ni alguien que no pueda razonar en absoluto. Por ende, cabe la posibilidad de que algunos tipos de demencia permitan razonar e, incluso, razonar con bastante lógica ante situaciones determinadas.
2) También se utilizan indicios directos: el asesino se confiesa nervioso en extremo, hipersensible, de sentidos agudizados, etc., todas características de alguien posiblemente alienado.
3) Se da mucho énfasis a la cabeza del criminal. De hecho el propio asesino se refiere a su propia cabeza en ocho oportunidades, en tanto que apenas si se acuerda de nombrar la de la víctima. Por ejemplo, cuando dice “…aquella idea me entró en la cabeza”, “…pasaba la cabeza“, etc. Incluso, pone un excesivo acento en los pormenores que lo llevaron a poder introducir su cabeza dentro del cuarto en que dormía la víctima.
4) Su relato denota obsesión: “…aquella idea… una vez que la concebí, me acosó noche y día”, o bien “…me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre”
5) El motivo del crimen (le molestaba el ojo de buitre de la víctima) no sería atendible como causa lógica en una persona cuerda. El propio criminal se encarga de decir que no estaba colérico contra la víctima sino solamente contra uno de los ojos. Y de hecho durante siete días entra subrepticiamente en la habitación del viejo con una linterna sorda, pero no lo mata porque invariablemente encuentra ese ojo siempre cerrado. Sólo lo hace al octavo día, cuando por fin logra ver el odioso ojo tras la ayuda de un fino rayo de luz de la linterna.
6) “Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones…”: ésta es una actitud característica en un alienado.
INDICIOS DE QUE EL CORAZÓN DEL VIEJO SERÁ DECISIVO
1) El narrador nos va avisando que habrá un sonido que será determinante en la solución de la historia. “Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno”. Estas frases del primer párrafo pueden tomarse de dos maneras: por un lado, se apunta a que el hombre está muy alterado, probablemente loco. Pero por otra parte, la palabra infierno, además de la referencia al lugar donde irían las almas malas, también significa inferior; es decir se sugiere que algo quedará oculto (en este caso, la víctima y su corazón) bajo tierra o debajo del piso. Esto se compadece con una frase posterior (como a mitad del relato): “…el infernal latir del corazón iba en aumento”
2) También se pone un indicio inverso: “…una linterna sorda”. Si bien en principio la palabra sorda se usa para caracterizar a linternas con dispositivos especiales que regulan la emisión de luz, no se puede soslayar que dicha palabra resalta en oposición a sonido.
3) Antes de cometer el crimen escucha (o cree escuchar) un resonar apagado y presuroso, como un reloj envuelto en algodón, que eran los latidos del corazón del viejo. Esta metáfora se repite después, casi al final del relato.
4) El asesino nombra ocho veces la palabra corazón; de las cuales, siete se refieren al corazón del viejo y una sola al propio. Pero lo más interesante es que después del asesinato del viejo, se sigue refiriendo al sonido pero obviando la palabra corazón. Sólo al cerrar el cuento vuelve a nombrar dicha palabra. Éste es un claro indicio de que no se trataba de un sonido real proveniente del corazón muerto (tampoco lo oían los policías) y sólo era pura imaginación del homicida. ¿Acaso complejo de culpa? ¿Un efecto más de su propia locura?
5) También se habla de un eco en relación al pecho del propio asesino, lo que podría ser otra referencia indirecta al corazón que supuestamente habría de latir.
CULMINACIÓN DE LA HISTORIA
Llegados los policías, el asesino empieza a sentir un zumbido en la cabeza, cada vez más intenso. Y relata, ahora como una simple descripción de los hechos, el cumplimientos de los adelantos o indicios que se fueron marcando desde el comienzo del cuento: efectivamente, un resonar apagado y presuroso, un sonido como el de un reloj envuelto en algodón, etc. Estos sonidos, aunque es obvio que sólo estaban en su cabeza, los vive como reales y los supone creciendo continuamente. Al fin sus nervios colapsan y confiesa el delito.
OTROS DETALLES

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Edgar Allan Poe

También hay varias referencias a la muerte o a lo negro, que si bien no parecen necesarias como indicios (ya que el asesino nunca niega su delito), al menos ayudan a crear un clima de terror, otra de las características de la narrativa de Poe.
Edgar Allan Poe (Boston, 19/1/1809 – Baltimore, 7/10/1849, Estados Unidos).
Sobre este autor puede leerse más en REVISTA SESAM Nº 85
http://www.sesamweb.com.ar/
LA MANO IZQUIERDA DE LA OSCURIDAD (de Ursula K. Le Guin) [1]
por Héctor Zabala ©

Esta obra pertenece al ciclo Hainish o Ecumen de la autora, todas novelas independientes entre sí y cuyo único punto de contacto es el universo de ciencia ficción en que están ambientadas. Este universo lo constituye el Ecumen, una asociación de planetas con base central en Hain, que trata de establecer contactos y alianzas con los mundos que todavía están fuera de la unión. No se trata de un imperio militar o político sino más bien de una liga cultural, económica y social para beneficio de todos los humanos repartidos entre los distintos planetas-miembro.

Aquí, se trata de la historia, presentada en algunos capítulos con un introito a manera de título de informe, del enviado Genly Ay a un planeta en particular, Gueden (Invierno). Este enviado debe convencer a una determinada nación de ese mundo, Karhide (país en competencia con el vecino Orgoreyn), para que acepte ser parte del Ecumen.
Se dan muchas vicisitudes, en las que intervienen personas de ambos países que entran en contacto con el enviado. Algunos le creen y están de su parte, otros lo consideran un fraude y hasta no faltan quienes están decididamente en contra. Los motivos para estas diferentes posturas son múltiples y variados, y en todos los casos se deben a cuestiones políticas.
Un detalle importante es la rareza biológica de los habitantes de Gueden que, si bien son humanos, no tienen un sexo definido y permanente sino que sufren una suerte de transformación de corto tiempo hacia lo femenino o masculino en ciclos mensuales. Este detalle y otros como el sifgredor de los nativos (algo así como un acentuado sentido de la autoestima) o las bajísimas temperaturas, hacen difícil la misión, no obstante haber sido al principio recibido y alojado relativamente bien.
Una historia muy bien narrada, especie de alegato contra el racismo, el sexismo, la xenofobia y demás ideologías (incluyendo el imperialismo) que tengan por fundamento las diferencias irracionales entre los humanos y los pueblos. Sin embargo, se trata de un alegato que ni se nota. Un alegato en el que Ursula Le Guin hace un alarde de buena literatura, sin caer jamás en el discurso o diatriba simple y facilista.
Después de leer esta novela, las preguntas surgen por sí solas: ¿es posible un mundo sin guerras?, ¿es posible un mundo de humanos que se vean simplemente como tales, sin connotaciones clasistas, sexistas, religiosas, ni xenófobas?, ¿es posible un mundo sin fronteras, pero también sin la opresión de un imperio que las haya eliminado?, ¿es posible la abnegación absoluta de un ser humano por su semejante? En síntesis, un libro profundo, en el que la ciencia ficción es apenas una herramienta, un pretexto.
Quizá convendría hacer dos críticas. Un capítulo (uno sólo) que se hace un tanto largo y la falta de un mapa, al estilo de la Tierra Media de John Ronald Tolkien en El Señor de los Anillos [2]. En fin, en el primer caso tal vez sea sólo mi impresión y, en el segundo, un ardid de la narradora para darnos la posibilidad de dibujarlo nosotros mismos.
[1] The Left Hand of Darkness, 1969.
[2] The Lord of the Rings, 1965.

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Ursula K. Le Guin


Ursula Kroeber Le Guin (Berkeley, California, Estados Undios, 21/10/1929), siendo Le Guin su nombre de casada.
Ha incursionado en diversos géneros (poesía, infantil, ensayos) pero en los que más se ha destacado es en el fantástico y en especial en el de ciencia-ficción. Graduada en la Escuela Radcliffe de la Universidad de Harvard y galardonada con varios premios Hugo y Nébula, ha traducido al inglés diversas obras escritas en francés, castellano y chino.
Entre sus obras, se destacan:
Novelas del ciclo Ecumen (ciencia-ficción): El mundo de Rocannon, 1966; Planeta de exilio, 1966; La ciudad de las ilusiones, 1967; La mano izquierda de la oscuridad, 1969 [1] [2]; El nombre del mundo es Bosque, 1972; Los desposeídos: una utopía ambigua, 1974. Historias cortas del ciclo, agrupadas y publicadas como Cuatro caminos hacia el perdón (1995): Traiciones, 1994, El Día del Perdón, 1994; Un hombre del pueblo, 1995; La liberación de una mujer, 1995.
Novelas de la serie Terramar (género fantástico): Un mago de Terramar, 1968; Las tumbas de Atuan, 1971; La costa más lejana, 1972 [3] ; Tehanu, 1990 [2] ; En el otro viento, 2001. Historias cortas del ciclo: Las doce moradas del viento, 2001; Cuentos de Terramar [4].
[1] Premio Hugo.
[2] Premio Nébula.
[3] Premio Nacional Book Award.
[4] Premio Endeavour.UN PEQUEÑO INSECTO CASI OLVIDADO POR LA REAL ACADEMIA
de Héctor Zabala ©
En el Diccionario de la Real Academia Española, figura la palabra mariquita con varias acepciones. La que nos interesa para este artículo es la que se refiere a la primera acepción:
REALIDADES Y FICCIONES  –Revista Literaria–Nº 2 – Oc...
1.f. Insecto coleóptero del suborden de los Trímeros, de cuerpo semiesférico, de unos siete milímetros de largo, con antenas engrosadas hacia la punta, cabeza pequeña, alas membranosas muy desarrolladas y patas muy cortas. Es negruzco por debajo y encarnado brillante por encima, con varios puntos negros en los élitros y en el dorso del metatórax. El insecto adulto y su larva se alimentan de pulgones, por lo cual son útiles al agricultor. [1]
EN ESTA DEFINICIÓN DEL DICCIONARIO HAY DOS INEXACTITUDES.1º) En principio, ya casi ningún biólogo utiliza la palabra Trímeros para referirse a este suborden de coleópteros. Hoy por hoy, el suborden en el que se clasifica a la mariquita es el de Polyphaga y dentro de éste en la familia Coccinellidae. La nomenclatura de Coccinellidae parece no haber variado nunca, por lo que quizá sería conveniente citar la familia en lugar del suborden.
2º) Este insecto tampoco es siempre encarnado (rojo). Hay algunas variantes (porque se trata de toda una familia zoológica –Coccinellidae– con unas 5.000 especies clasificadas) que presentan otros colores de fondo en sus élitros o alas duras: amarillos o anaranjados con puntos negros, hasta negros con puntos rojos o anaranjados, verdes y negros, etc. [2]
En todo caso, el párrafo debería decir: ...negruzco por debajo y generalmente encarnado brillante por encima...
Y por si a alguien le quedan dudas de si hay especies con élitros no rojos, vayan como pruebas estas fotos bien significativas:
REALIDADES Y FICCIONES  –Revista Literaria–Nº 2 – Oc...

Incluso la mariquita de dos puntos (Adalia bipunctata) que, en principio sería roja como define el Diccionario de la RAE, también tiene variantes melánicas como muestra la figura de abajo a la derecha y no se trata de las únicas variaciones que puede presentar.
REALIDADES Y FICCIONES  –Revista Literaria–Nº 2 – Oc...
POSIBLE ORIGEN DEL NOMBRE.
Hay quienes piensan que el nombre de mariquita tenga relación con la Virgen y que hace siglos se haya querido significar algo así como bichito de María. Y es posible que estén acertados. Esta hipótesis explicaría de paso los sinónimos de bichito o bicho de San José que le damos en la Argentina, ya que al haber sido José el marido de la Virgen, sería coherente que el pueblo lo relacionara también con ese santo. Por otra parte, lo anterior estaría de acuerdo con el nombre que le dan en Inglaterra, ladybug, que bien podría traducirse como “bicho de la Señora”, en obvia referencia a la Virgen.

OMISIONES DE SINÓNIMOS REGIONALES EN EL DICCIONARIO DE LA RAE.

A este insecto también se lo conoce por otros nombres en diversos países de habla hispana. El mismo Diccionario de la RAE recoge los siguientes para esta familia de coleópteros: cochinilla de San Antón, cochinito de San Antón y vaca de San Antón [3], que obviamente son de uso común en España.
Pero, en cambio, el Diccionario no ha registrado los siguientes nombres de la mariquita: en Argentina se la llama vaquita de San Antonio y bichito de San José o bicho de San José; en Chile, chinita; en México, catarina; en Uruguay, sanantonio; en las Islas Canarias, sarantontón; en Galicia, marusiña; etc.
No estaría mal que la RAE los incorpore al Diccionario, con las aclaraciones nacionales o regionales en cada caso.
[1] El otro insecto, también llamado mariquita en España, no es un coleóptero y corresponde a la segunda acepción del Diccionario de la RAE (2. f. Insecto hemíptero, sin alas membranosas, etc.). Al no ser coleópteros carecen de élitros, alas duras. En la Argentina se los conoce como chinches de jardín. En general son mucho más grandes y con tendencia a la forma pentagonal o hexagonal.
[2] El Diccionario Enciclopédico Abreviado (Madrid, Espasa-Calpe) ya decía en 1957 que la mariquita “...en la especie más común del género Coccinella tiene los élitros rojos...”, dando a entender que había otros géneros o especies de mariquitas que no eran de ese color. La Enciclopedia de Ciencias Naturales (Barcelona, Editorial Bruguera, 1979) también habla de varios colores para sus élitros, según la especie, y también hace lo mismo la Wikipedia (ver Coccinellidae).
[3] Estas referencias en algunas regiones de España a San Antón para la simpática vaquita de San Antonio y los símbolos de la tao o cruz de San Antón (figura equivalente a una T, o mejor dicho a la tau griega mayúscula) en la “chinche” descripta en la acepción 2 del Diccionario de la RAE, quizá haya contribuido a que ambos insectos terminaran llamándose de igual forma por el pueblo, aunque no estén biológicamente emparentados ni puedan ser confundidos por su forma.
¿A ALGUIEN LE IMPORTA LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN?
de Héctor Zabala ©
Y AL PRINCIPIO FUE EL VERBO…
Los seres humanos aprendemos a hablar poco después de dejar el chupete. Comenzamos balbuceando cosas irreconocibles, salvo para nuestros padres, quienes, babero mediante y gran alegría –la más de las veces no justificada por los progresos concretos del vástago– hacen de traductores a sufridas parentelas y amistades.
Y más allá de que esta forma incomprensible de comunicación siga siendo patrimonio de unos pocos en la edad adulta, sobre todo de aquellos cuyas profesiones parecen haber sido inventadas para no comprenderse, digamos que para la pérdida definitiva de los pañales casi todo humano se hace entender mal o bien por los demás.
Esta facilidad del hombre para disponer de un lenguaje (no hay pueblo que no lo tenga) debería ser la razón ingénita para sostener también el derecho de decir (palabra más, palabra menos) lo que nos dé la gana sin que nadie se oponga. Es decir, así como aprendemos a comer y a caminar, y no se nos coarta demasiado tales libertades salvo por la seguridad o la salud del alimentado o caminante, también debería ser así en lo que a expresarnos se refiere. En síntesis, la libre expresión debería ser un derecho natural.
Sin embargo, apenas andamos practicando con la boca los primeros vocablos que nos llegan al oído, comienzan las limitaciones. “¡No, nene, que eso no se dice!” “¡Niño, que aquello se dice pero no de esa manera!” Y lo aceptamos por la conocida promesa de que en el futuro redundará en nuestro beneficio.
Entonces, además de indicarnos que no se pronuncia vridio sino vidrio y que tampoco debe decirse murciégalo sino murciélago (aunque ahora a la Real Academia parece que le da igual), nuestros padres, abuelos y tíos (no importa el sexo) nos previenen de las “malas palabras”. Por supuesto, por razones obvias nunca nos darán una lista de las palabras que uno debe resignar, pero la frente fruncida de los más altos ante la primera que no esté en el diccionario familiar y se salga de la raya –es decir, de nuestra boca– valdrá por mil censuras y por, digamos, otras mil palabras.
Tampoco los parientes nos dirán demasiado de las buenas palabras. Es más, ni siquiera se usa tal expresión ya que la cosa viene a resultar por definición inversa: toda palabra permitida (es decir, buena) viene a ser toda aquella que no es mala. Y más allá de que un agudo observador como Fontanarrosa se haya preguntado sobre el porqué de esa clasificación tan arbitraria y si las malas le pegaban a las otras [1], lo cierto es que uno deja de decir las malas o, si las dice, al menos lo hará con un sentimiento de culpa y a sabiendas de que no deben decirse, y ni hablar frente a la nona o bisabuela.
PERO DESPUÉS FUERON LAS IDEAS…
Terminado este cedazo previo en la niñez, ya estamos en condiciones de hacernos entender por el mundo, o al menos eso creemos. Y aquí, si bien la cosa no es igual para todo mortal, porque unos aprendemos más palabras y otros menos, el asunto es que todos, en principio, tenemos el derecho de usar las palabras aprendidas en estos primeros añitos sin más limitaciones.
Pero aquí es donde descubrimos que no es tan así. Y no es tan así porque a posteriori la frontera de las limitaciones se extiende a lo conveniente y lo no conveniente, siguiendo quizá el consejo de San Pablo, “todo me es permitido pero no todo me es acepto”. [2]
¿Y qué es lo conveniente en cuanto a exponer ideas? Bueno, esto depende del mandamás de turno y entiéndese por mandamás a todo aquel que tenga cierto poder sobre la materia del habla y la escritura.
Y aquí empieza a tallar la pregunta del título porque apenas nos metemos en este terreno veremos que los intereses son muy distintos, dependiendo de la institución, del momento y de las personas de que se trate.
LOS ACTORES
Porque acá aparecen los periodistas, siempre quejosos de la falta de libertad de expresión en esto o aquello, salvo cuando tal libertad se usa contra ellos mismos en casos de calumnia o injuria evidente; los gobiernos, siempre recelosos de dar más libertad de la cuenta o por ahí de coartar todo lo que puedan; la iglesia, que nunca fue demasiada adicta a que la gente se expresara demasiado; las diversas organizaciones empresariales y sindicales que hacen lo suyo hacia un lado o hacia el otro y de acuerdo a los vientos interesados y, después, allá bien al fondo, la gente común. Este tira y afloja lleva a situaciones trágicas y hasta cómicas, según el tiempo y el lugar.
EL ESTADO
Hoy en el mundo occidental hay una relativa libertad de expresión y de prensa; libertad que no había en tiempos de la Inquisición (no importa cual de ellas) o cuando las monarquías se entusiasmaron demasiado con aquello de su derecho divino a gobernar y en especial con su derecho de hacerles creer ese sacro derecho a los demás mortales.
Sin embargo, esta libertad aumenta en tiempos de paz pero parece diluirse con los primeros sones del clarín, y muchas veces aunque el clarín quede bien lejos. No faltará quien me diga, Héctor, la Historia nos demuestra que la paz es apenas un tímido interludio entre dos guerras. Está bien. Pero por lo menos hoy por hoy en casi todo occidente gozamos de una cierta libertad de palabra que no supusieron ni en sueños nuestros bisabuelos y ni hablar de nuestros choznos.
En la España de fines del siglo XVIII y ante la inminencia (y evidencia) de que su imperio se venía cayendo a pedazos, Carlos III un buen día se decidió a dar libertad de opinión a todo economista de su país para que hablara y publicara lo que le viniera en gana. Eso sí, sin salirse de las materias económicas. Vamos, hombre, no vaya a ser que critiquen a la Santa Iglesia, a mi política o a mi real majestad, parecería decirnos desde aquel siglo XVIII este ilustrado monarca. Sin embargo, pese a esta suerte de semicensura, este rey iluminado no pudo evitar que se deslizaran algunas tímidas críticas, como cuando algún desaforado decía que un tercio de la población española por aquellos años o poco antes no eran más que curas y frailes célibes o gente que dependía de ellos, o bien que gran parte del problema era la excesiva piedad popular, incentivada por la religión, que hacía que llegaran a España mendigos de toda Europa. Críticas así, sea que se hicieran con violín o sin violín, eran inevitables porque la economía, la política, la sociedad y la religión interactúan, dado que jamás fueron compartimentos estancos.
Con respecto al Estado, en el siglo XX hemos tenido que soportar casos como los del comunismo ruso con su falta absoluta de libertad de expresión, salvo para el diario oficial Pravda, cuyo paradójico nombre (Verdad) ya era todo un anuncio. Es decir, al mejor estilo de las viejas inquisiciones, y más allá de que alegaran distinto signo en otras materias, especialmente en las teológicas, los líderes bolcheviques no hacían otra cosa que imitar a Torquemada [3]: la verdad es una sola, la nuestra.
No sé si el pueblo ruso sintió demasiado la censura, pues los zares tampoco habían sido un modelo de liberalidad en este sentido. Más si recordamos que León Tolstoi, por ejemplo, debió publicar –tras prohibición expresa– una que otra obra en la lejana Londres, en vez de intentarlo cerca de su casa. Es cierto que después no vinieron a buscarlo a la madrugada, como hubiera sido de rutina en tiempos de Stalin, pero la anécdota fuerza a reconocer que la censura política en todas las Rusias ya estaba instalada desde mucho antes del comunismo, que paradójicamente decía haber llegado para acabar con el despotismo anterior.
En otros casos, gobiernos como los de la Alemania nazi o la Italia fascista o la España falangista anduvieron por ahí y en ocasiones hasta los superaron. Incluso gobiernos dictatoriales en América Latina (¡y hubo tantos!) no le fueron muy en zaga a ninguno de esos modelos, y en un todo de acuerdo con la bajada de línea que venía del “democrático” norte que, como resulta obvio miraba para otro lado.
Sin embargo, los casos más curiosos de falta de libertad de expresión surgieron en los países donde paradójicamente se alardeaba de tener la mayor libertad de prensa del mundo. Me refiero especialmente a Inglaterra y a los Estados Unidos.
En Inglaterra se ejerció censura alguna vez sobre obras de Oscar Wilde (fines del siglo XIX), sobre el libro Rebelión en la Granja de George Orwell (mediados del siglo XX) y contra otras de varios literatos más. En general, la cosa parece acotada pero que ocurrió, ocurrió.
En Estados Unidos nadie puede ignorar lo que fue el maccarthismo, política de estado que desató por los años ’50 del siglo XX una verdadera caza de brujas. Aquí no sólo fueron prohibidas determinadas obras literarias y artísticas sino que corrieron listas negras para ciertos individuos “indeseables” al stablishmen. En tales listas negras, cayeron decenas de periodistas, literatos, guionistas, directores de cine y teatro, actores y demás yerbas. Alguien alegará, en particular aquellos que se creen en serio que los Estados Unidos son el arsenal de las democracias, que el senador McCarthy no mataba a nadie, como había ocurrido bajo nazis, fascistas, franquistas o comunistas, pero, bueno, no te mataban pero te dejaban sin trabajo. Ergo, te mataban de hambre, con lo que el resultado viene a ser el mismo, salvo que encima más lento.
A tal punto fue de duro el maccarthismo que aun hoy se puede reconocer cierto resabio en algunas películas “blancas hechas para familias” del cine norteamericano. Películas de una pacatería pastosa a la que se suma cierta falta de credibilidad. Películas que “deben terminar bien”, esto es: los buenos premiados y los malos castigados o muertos. Muertes que incluso pueden extenderse como premio misericordioso a algún arrepentido, molesto pero necesario al guión, y a fin de dejar bien en claro cómo tienen que ser las cosas. Todo esto no deja de ser intencional. Un verdadero mensaje para cierta gente de clase media que después sale del cine afirmando con la cabeza y muy oronda del brazo de su respetable matrona. Y es lamentable que por inocencia o sutil lavado de cerebro, esta gente olvide que la vida frecuentemente está muy lejos de ser así, al menos desde épocas sumerias hasta nuestros días, y que toda buena obra de ficción debería contener un viso de verdad.
LA IGLESIA
Hoy la Iglesia habla a favor de la libertad de expresión y de prensa pero no fue así hasta hace pocos siglos. Más allá de las persecuciones en que estuvo involucrado todo hereje, sea que así lo declarasen formalmente o no, la cuestión tenía su origen en la prohibición de la libertad de pensamiento que los papas y las jerarquías católicas sostenían como regla básica hacia la gente en general. Lo terrible fue que esto no se limitó al ámbito estrictamente religioso sino que al considerarse la fe católica (y más allá de que ésta a veces fuera cambiando) como la única verdad proveniente del Cielo, esta idea de totalidad abarcaba el universo de las ideas, tanto religiosas como de las otras.
De ahí que no quedaron ajenos al castigo divino (a través del brazo secular) quienes pensaran distinto en cuestiones filosóficas y científicas. De hecho, hombres como Giordano Bruno o Galileo Galilei fueron objeto de condena formal por sus teorías científicas; en el primer caso, de muerte en la hoguera (fines del siglo XVI), y en el segundo, de prisión (siglo XVII).
Por aquel entonces y hasta bien avanzado el siglo XIX el imprimátur era la norma que regía la censura previa de prensa. Todo libro literario, filosófico, científico, etc. debía ser aprobado por alguna autoridad eclesiástica antes de poder ser editado. Hoy nos parece absurdo que El buscón, de Quevedo, haya tenido que pasar por esa censura, pero en aquel entonces era la regla.
Mucha gente se asombra cuando lee que el Imprimátur llegó a mantenerse en el siglo XX hasta la muerte de Francisco Franco, aunque por entonces se tratara de un anacronismo. Actualmente, el Imprimátur subsiste en algunos países para casos de ediciones relacionadas con la fe pero dentro del propio catolicismo o para versiones bíblicas de ese origen.
Sin embargo, pese a este férreo control, algunas obras igual evadían la censura, sea porque se hacían clandestinamente, sea porque se imprimían en países no sujetos a la Iglesia. Fue entonces que se hizo necesario el Índex, es decir la lista de libros que la Iglesia prohibía, sin importar el motivo en cuestión. En su momento era obligatoria para todo el mundo, católico o no católico, hoy sólo lo es moralmente para los bautizados en esa fe.
EL PERIODISMO
Hoy las organizaciones que nuclean al periodismo en occidente son las más firmes defensoras de la libertad de expresión o al menos las más susceptibles. En general, tienen cierto éxito porque la política dominante de los Estados Unidos es la de intentar extender la democracia a todas partes (incluso a aquellos pueblos y gentes que no la desean) y la libertad de expresarse es uno de los pilares de la democracia. Pero, además, porque el periodismo tiene el monopolio de micrófonos y rotativas.
De todas formas esto no evita que surjan ciertas paradojas divertidas. Y una de ellas es que la libertad de expresión bien entendida es para el dueño del medio periodístico y no para el periodista individual, que si no está de acuerdo tendrá que buscarse otro trabajo. Claro que esto no impide que miles de periodistas sigan repitiendo orgullosos “a mí nunca me presionaron desde la gerencia”, aun cuando sepan de antemano que nadie les creerá.
Este privilegio, incluso, ya se ha trasladado a Internet, medio que parece ser la pesadilla de los demás medios porque amenaza con volverse popular y espontáneo, y por ende de difícil control. Aunque siempre hay una manera. Por ejemplo, en la Argentina existen cadenas periodísticas que se dicen paladines de la libertad de expresión, pero que cuando usted opina en Internet sobre una noticia que ellas mismas invitan a comentar, si su nota no está de acuerdo con la línea editorial muy pronto desaparece. Sí, no sea que la gente comience a pensar con su propia cabecita… Después, esa misma noticia o línea editorial tendrá una “aceptación” estadística de un 70 u 80% de los lectores de Internet. Y a esto se le llama formar opinión sobre la materia de marras.
Pero hay otros casos que serían divertidos si no fueran patéticos, como que el celoso periodismo occidental se ocupe diariamente de dos gobiernos caribeños y de sus restricciones frecuentes (o permanentes) a la libertad de expresión (cosa sin duda cierta), pero que casi nunca hable de la falta absoluta de esa misma libertad en China Popular. Con lo cual, los extraterrestres (si es que existen) recién aterrizados podrían inferir como muy grave que unos 40 millones de seres humanos carezcan del derecho de opinión pero que, en cambio, no lo sea tanto para otros 1.300 millones del otro lado del mundo. Evidentemente, en esto de colar el mosquito pero tragarse el camello (y un camello bien grande) el periodismo de occidente es genial. Colada de mosquito a la que no serían ajenos los anunciantes, por aquello de: no sea cosa que ustedes, los periodistas, hablen mal de los chinos y después ellos no nos compren a nosotros, los empresarios.
LAS CONSECUENCIAS DE LA HIPOCRESÍA DE PRENSA
Creo que todos sabemos, aunque pocos se atrevan a decirlo, que muchos aplauden y apoyan la libertad de expresión sólo cuando se trata de la opinión propia. El dicho “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo” [4] es casi siempre sólo eso: un dicho.
Y el resultado es nefasto: gente de derecha que se regodea cuando se habla mal de un tirano de izquierda pero acepta sin chistar al tirano de derecha, ¡que, por supuesto, también coarta la libertad de expresión! Y lo análogo ocurre con la gente de izquierda que acepta o apoya al dictador de su tendencia pero critica al de la opuesta.
¿Pero acaso las tiranías y dictaduras son buenas o malas según el signo? ¿No son tiranía y dictaduras tanto unas como otras?
¿Acaso los imperialismos son buenos o malos de acuerdo a quien impere?
¿O acaso matar a miles de personas es bueno o malo según la clase de verdugo? Pero, ¿acaso un genocidio no es un hecho degenerado en sí?
La falta de libertad de expresión genuina, obviamente tiende a generar o favorecer estas barbaridades en los gobiernos tiránicos.
Y cuidado, porque los delincuentes comunes, de los que tanto se habla en las páginas policiales, si bien matan a mucha gente y deben ser reprimirlos con la ley, al menos no se proponen a priori cometer genocidios. Las dictaduras y los imperialismos, en cambio, sí son capaces de planear genocidios y llevarlos a cabo, tal como nos ha mostrado la historia repetidas veces.
Creer que hay dictaduras o imperialismos buenos suena muy parecido al famoso principio "el fin justifica los medios", atribuido a Maquiavelo. Y justificar asesinatos masivos de dictaduras e imperialismos es similar al principio inquisitorial: “matemos el cuerpo para purificar el alma”. Y ya sabemos en qué terminaron todas las inquisiciones que se levantaron en tiempos medievales y modernos.
[1] Expresado por el humanista gráfico y escritor Roberto Fontanarrosa (Rosario, 26/11/1944 – 19/7/2007) en su charla titulada “Sobre las malas palabras” en el III Congreso de la Lengua Española (Rosario, Argentina, 20/11/2004).
[2] Carta a los corintios, capítulo 6, versículos 9-12.
[3] La frase no es de Tomás de Torquemada (Valladolid, 1420 – Ávila, 16/9/1498), Inquisidor General de Castilla y Aragón, y responsable de la quema de numerosa bibliografía no católica, aunque merecería ser de su autoría. Conviene recordar que en no pocas ocasiones, este inquisidor olvidaba separar a las personas de los libros, antes de echar a estos últimos a la hoguera.
[4] Frase atribuida con frecuencia a Voltaire, François Marie Arouet (París, 21/11/1694 – 30/5/1778), importante filósofo y escritor liberal de la Ilustración, aunque no hay constancia en sus escritos de que la haya usado jamás.
REALIDADES Y FICCIONES 
–Revista Literaria–ISSN 2250-4281
Director: Héctor R. Zabala
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Nº 2 – Octubre de 2010 – Año I

REVISTA:http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/ SUPLEMENTO:http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com/ [email protected] [email protected] (http://hector-zabala.blogspot.com/) 

(currículo: http://www.polisliteraria.blogspot.com/) 

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