Revista Viajes

Recuerdos de niña

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Siempre creí que mi ansiedad de cuarentena se resumiría a mis ansias de viajar, a lidiar con el encierro que es, precisamente, lo que me hace moverme, a nunca querer estar aquí. Ahora que ya he cumplido siete meses de confinamiento, he entendido que la peor jugada me la ha hecho la soledad y que la inacción ha sido necesaria para entenderlo. Toqué fondo, vi de frente a mis demonios y no me pude levantar el día que nos hablamos cara a cara. Ya luego las lágrimas se encargaron de limpiar el alma y todo se lo he dejado a la perspectiva, a la insistencia de vivir el presente como arma absoluta. Y funciona.

Quien me conoce sabe cuánto me gustan los boleros. Muchas veces he contado a mis amigos que en las tardes de mi niñez me quedaba con mi abuela y el radio que estaba en la cocina -puesto en una repisita de madera- soltaba radionovelas y boleros de los que aprendí las letras cuando apenas sabía sostener conversaciones largas. Soy una nostalgia andante, un amor no correspondido, un odio sincero, un arrebato apasionado. Soy todos los boleros que me sé y que me definen. Esos momentos con mi abuela los recuerdo con olor a cartón, a ollas y a su sazón de arepa redonda y abombada. Ahora que escribo esto, me viene otro recuerdo: me veo en el patio de un colegio al que fui poco. Me veo a mi misma tomando agua directamente del grifo, a pesar de todas las veces que me dijeron que no lo hiciera. Ese patio, que también era una cancha de fútbol improvisada con algunas líneas dibujadas sobre el cemento, olía a empanadas, a jugo de naranja caliente. Mi vista desde la cancha era hacia todas las casas del barrio, de ladrillos rojos y desiguales. Desde donde yo lo veía, resaltaba la casa de María porque era la única azul con los bordes de las ventanas pintados de blanco. Ella me la enseñó un día y me dijo que tenía que ir y yo le dije que sí, pero nunca lo hice. María era mucho más alta que yo, de cabello corto, igual que su falda. Lo que sí hice fue escuchar mucha salsa. Me aprendí la letra de Panteón de Amor, de Pedro Navaja y de Dos Amantes, que no era salsa pero también la escuchaban mucho los niños de primer y segundo grado con los que yo andaba. Desde entonces, los boleros y la salsa marcan mis días sin siquiera yo advertirlo.

Recuerdos de niña
Mi abuela, en la cocina que nos habitaba

Como yo era sobrina de una de las maestras a las que más le tenían respeto -o miedo-, podía pasearme entre los salones a destajo. Allá va la sobrina de la maestra María y yo con los labios llenos de un raspado de colita, de agua de grifo y las manos rojas por los reglazos que me pegaba mi tía por alborotar al salón. Yo tenía menos de cinco años, pero ya sabía leer y escribir y por eso no me quedaba en ninguna clase. Andaba por los pasillos a deshoras, cruzaba los pasillos, el cuerpo me olía a lápiz, a sacapuntas, a merienda derretida. Me recuerdo con el pelo pegado en la frente, con el aliento agitado. Y también recuerdo a Alirio, un alumno con hidrocefalia al que yo le tenía mucho cariño y que siempre me decía que quería agua y yo sabía que no podía darle la del grifo, nadie me lo dijo, solo lo sabía. Y ahí llevaba yo a Alirio con su sonrisa grande a tomar agua de un termo. Y Alirio siempre sonreía muy grande, con la boca muy abierta y yo lo miraba con atención, con su suéter abotonado solo en el primer botón y su inquietud para pronunciar las palabras. También recuerdo a Deivis, a quien le agarraba la mano por debajo de la mesa donde cabíamos seis en unas sillas mínimas de madera. Eso era en el salón de primer grado, donde daba clases la maestra Elsa, que me dejaba salir cuando yo quisiera porque sabía que igual no me iba a quedar si no quería.

Cuando comencé el colegio como debía, me daban ataques de asma. Recuerdo a una maestra de segundo grado (nunca cursé el primero) sosteniéndome como una bebé, mientras yo intentaba respirar. Tenía los ojos grandes, como salidos de su órbita, el cabello enroscado y rojo. No logro sacar de mi memoria su nombre, pero sé que estaba nerviosa mientras hacía eso y se lo agradezco mucho, todavía. Para ese momento, yo estudiaba al frente de mi casa y poco a poco me di cuenta que de ahí no me dejarían salir cuando yo quisiera, que aunque las clases me parecieran aburridas me tenía que quedar. Aun así, tenía pequeñas concesiones y la verdad no sé bien porqué. Cuando tenía ganas de ir al baño, yo decía que me sentía mejor en el de mi casa y me dejaban ir. No todo el tiempo, pero me dejaban. Era cuestión de cruzar la calle y subir dos pisos. Yo lo veía sencillo, no veía porqué ellos no. Era raro que me dejaran hacer eso, no sé de qué manera los habré convencido. Recuerdo a mi abuela mirándome desde el balcón, asegurándose de que yo entrara al colegio. También lo hacía al salir. Una vez el timbre sonó a una hora y media antes de lo previsto. Yo estudiaba en las tardes y el timbre de salida sonó a las 4.12 pm. Todos nos miramos, pero yo fui la única que dije, pues ya está, agarré mi morral y le dije a la profesora que me iba. Y ella me dejó ir. No sé porqué me dejó salir. Cuando iba a mitad del patio, la directora me dijo que se habían equivocado y yo seguí caminando como si tal cosa y le dije, pues ya yo me quiero ir. Y me dejaron ir. Ahora que lo escribo no sé porqué me permitían tales altanerías de niña. Pero nada era forzado. Yo no quería estudiar, eso lo recuerdo bien, pero era porque ya me sabía las cosas. Y cuando me las preguntaban, yo respondía. Y cuando en el salón yo me acostaba a dormir y no anotaba y por fin me llamaban la atención, pues es porque eso también me lo sabía. Así tuvieron que aguantarme hasta que llegué a quinto grado que fue cuando comencé a prestar atención. La maestra Gloria tenía un carácter fuerte y yo no le iba a llevar la contraria y sabía un montón de cosas que yo no. Después de quinto grado, más nunca me volví a salir de un salón.

No, miento.

En el bachillerato me llamaron la atención porque en el colegio de curas donde estudié, me escondía en el baño para no ir a las misas y cuando comenzaban, yo sabía colarme, salía por una puerta detrás del auditorio y me iba. Hasta que me descubrieron. De ese colegio me botaron y nunca lo lamenté. Fue la etapa más amarga. Tres años absurdos de los que no guardo ningún recuerdo bonito. Solo sé que ya mi abuela había muerto y parece que era por eso que yo no me concentraba en nada y reprobaba en matemáticas. Pero cuando en el tercer año me botaron y mi mamá consiguió cupo en otro colegio, los números se me dieron con facilidad. Y fue en esa etapa donde supe que jamás me dedicaría a la política y que estudiaría periodismo. Tenía 13 años y algunas cosas claras.

Recuerdos de niña
Ella, la maestra cuyo nombre no puedo recordar
Recuerdos de niña
La velocidad de la niñez y la sonrisa
Recuerdos de niña
Aún sigo buscando el mar y posando igual (pero al menos, sonrío a la cámara)
Recuerdos de niña
Y creo que aquí se resume todo mi desenfado

Mi rebeldía de niña se me fue calmando con los años. Cuando entré a la universidad a estudiar periodismo, fui incapaz de faltar a una clase. Solo dejé de ir un día en cinco años, porque desperté con fiebre y llovía y no tenía ganas de nada. Esos años fueron los más felices de mis estudios. Esos y los de mi primaria a brincos. Cuando terminé mi carrera, dije que no estudiaría más. Nunca mostré interés por ningún postgrado, ni por reuniones de grupo ni por más láminas de papel bond para exponer. Lancé el birrete al aire con la convicción de que ya era suficiente y que aprendería otras cosas, de otra manera, pero nunca más en un salón de clases. Desde entonces y como siempre, he sido muy fiel a mi misma. Altanera, al parecer.

Casi inmediatamente comencé a viajar sola, a recorrer otros mapas que me traerían justo al lugar desde donde escribo esto y creo que todo este repaso involuntario de mi memoria deja en evidencia algo: nunca estoy donde no quiero estar. Y es curioso porque en mis años actuales, ya a un paso de los 40, el apego me tiene detenida y siento que en cada ciudad que conozco, cada pueblo, cada mar, algo de mi se va liberando. Sobre todo, intento deslastrarme de pesos innecesarios.

Pero me ha costado.

Creo que ya no tengo esa naturalidad de niña que se va del colegio porque el timbre sonó a una hora inadecuada. O quizá sí, pero no con tanto desenfado. Menos mal que los boleros y que la clave de la salsa siguen estando allí, que el viaje me ha construido y enseñado los atajos, las salidas y los callejones oscuros de mi mapa. Que hoy, en medio de una soledad absurda que intentó derrumbarme, abrazo a esa niña que siempre ha sabido hacer lo que quiere. Y le hago más caso que nunca. Hoy, más que nunca.


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