Revista Comunicación

Recuerdos. El castigo

Publicado el 16 marzo 2014 por Hluisgarcia

Sandro_Botticelli_-_Castigo_de_Coré,_Datán_y_Abirám_(Capilla_Sixtina,_Roma,_1481-82)

Reconozco que cuando aquella aparición me habló de repetir, una y otra vez, mi terrible pecado, quedé muy impresionado. Era el peor castigo que se me podría imponer; pero después de permanecer un rato en silencio, meditando, llegué a una conclusión que me hizo casi sonreír: Lo que me proponía aquel demonio era, sencillamente, imposible. Ni siquiera el mismísimo Satanás podría conseguir que aquello que yo hice se repitiera por segunda vez. ¡No existía esa posibilidad! Porque aún suponiendo que fuese capaz de hacerme regresar en el tiempo al segundo antes en el que todo ocurrió, ni siquiera así, volvería a cometer yo aquel crimen. Ahora veía perfectamente que no hay castigo peor que aquella terrible acción que me condenó, y es por eso que, nunca más volvería a repetirla. Mi idea de merecer un castigo forzosamente comenzaba a declinar, ya que, salvo el perdón por parte del señor de los infiernos, hasta ahora su enviado no había conseguido impresionarme con nada más. Y si aquel ser concluía que lo mejor era que fuese perdonado, el castigo me lo estaría imponiendo yo al no ser capaz de perdonarme. ¿Y quién era yo comparado con Satanás para infligir dolor? ¿Acaso mi nulo poder podía compararse con el suyo? Creo que el perdón tampoco me resultaría un castigo apropiado, porque no sería una acción redentora.

Pero medité un poco más sobre la proposición de repetir, hasta el infinito, mi pecado. Yo, voluntariamente, no lo haría nunca más, pero si el diablo me obligase a recrear una y otra vez aquella maldita escena, mi alma también descansaría, ya que no me sentiría culpable de aquellas acciones. Sería él quien me utilizaría como una simple herramienta y sería él el único culpable. Yo sería la otra víctima. No sería mi voluntad, sino la suya, la que decidiese pecar, por lo que yo sería completamente inocente.

Y con éste último pensamiento en mi mente, comencé a darme cuenta que quizás el terrible pecado que aquel espectro quería imponerme no sería tal. A aquellas alturas de la noche llegué a la conclusión de que era preferible retirarme airoso y contento de no haber tomado ninguna decisión desesperada, que mostrarme exigente y reclamar a aquel ser alguna conclusión. Pero la situación no me favorecía. Yo estaba allí, en aquel puente de los suicidas, con la intención de quitarme la vida. Aquel espíritu me había propuesto un castigo mucho más digno que la simple muerte, y yo había aceptado. Ahora, tras reflexionar sobre mis motivaciones, prefería marcharme de allí y darme un tiempo para pensar en todo lo ocurrido, pero tenía que deshacerme de la aparición para ello.

–He pensado que quizás no quiera ser castigado –dije con temor a aquel fantasma. Él se acercó aún más, levitando, en absoluto silencio.

–¿Te has arrepentido, maldito gusano? –me gritó– ¡No juegues conmigo, miserable!

–No quiero tomar una decisión ahora. Quiero meditar antes de comprometerme por toda la eternidad. Es algo que deberías de entender.

–¡Pues medita mientras caes al río! –me gritó, a la vez que una fuerza invisible me levantó y me arrojó desde el puente hacía las rocas. No creo que tardase más de dos segundos en tocar el suelo, pero se hicieron eternos. No pude meditar, solamente grité como un loco, hasta que sentí mi cara mojada por el agua y todo se volvió obscuridad.

Desperté en mi cama, empapado de sudor, temblando. Aunque aliviado porque todo había sido una pesadilla, sentí claramente que aquello había sido algo más que un sueño aterrador. Pero a pesar de ello, no le di excesiva importancia y reanudé mi vida. volví a mis actividades con normalidad, incluso con unas energías nuevas. Era como si aquella experiencia me hubiese enseñado que soy yo el peor de los jueces que me juzgará en la vida, y que, una vez pasado el trance de dictarme sentencia, la carga de la culpa quedaba muy aliviada. Y aquel primer día de mi nueva vida fue feliz. Una felicidad serena, consciente del daño que había causado pero aliviada de seguir vivo. Así que me obligué a mi mismo a olvidar por completo mi pecado y a esperar el castigo que se mereciera el día del juicio final. ¿Quién era yo para exigir justicia, sino un pobre pecador?

Y aquella noche me fui a dormir tranquilo, sereno. Consciente de que era aún joven y con mucha vida por delante. Pero nada más cerrar los ojos, me vi nuevamente cometiendo aquel crimen. Mi vi ejecutando aquella aberración que tanto me había torturado hasta la noche anterior. Y repetí cada gesto, cada movimiento. De tal manera que cuando el remordimiento y la desesperación se adueñaron nuevamente de mi alma, cuando el grito más terrible que alguna vez salió de mi garganta rompía el silencio de la casa, desperté para comprobar que los primeros rayos del sol se hacían presentes. En aquel preciso momento, cuando aún el sudor corría por mi rostro, cuando apenas era consciente del lugar en el que me encontraba, en ese preciso momento comprendí que el sueño del puente fue algo muy real y que aquella pesadilla se repetiría noche tras noche. ¡Ese era mi castigo, repetir hasta la eternidad mi crimen! Y lo haría de la mejor forma posible. No personándome una vez más en aquel lugar para volver a tomar aquellas equivocadas decisiones que me condujeron al terrible desenlace, ni convertido en una simple marioneta del diablo que de manera mecánica representaría una y otra vez aquella tragedia, sino que lo haría de la forma más terrible: Rememorando, segundo a segundo, todo aquel horror. ¡El demonio siempre se sale con la suya!

–Pero no estaba dispuesto a pasar todas las noches de mi vida como había pasado ésta última, así que decidí venir a verlo enseguida, padre. Apenas me he vestido y he corrido por las calles del pueblo como alma que lleva el diablo, nunca mejor dicho, hasta ésta iglesia donde sabía que le encontraría. Necesito su consejo, conocedor, al ser mi confesor, como es, de mi terrible pecado.

El sacerdote, un hombre grueso y muy mayor, me miró con unos ojos claros, y no vi sorpresa en su mirada. Parecía estar esperándome, como si todo aquello que le estaba contando ya lo supiese hace tiempo. Incluso me sonrió.

–Hijo, tu pecado es terrible, no cabe duda. Tan terrible que creías que te merecías el peor de los castigos, el más severo. Y ahora que lo estás padeciendo, ¿no deberías de sentirte satisfecho? ¿Por qué te quejas y corres hasta mi como un niño asustado? ¿No buscabas redención?

Aquel hombre parecía alegrarse de mi desgracia; parecía disfrutar con ella. Pero, en el fondo, tenía razón. No estaba padeciendo nada que yo mismo no me hubiera buscado, no hubiera exigido. Aunque, tras haber pasado por aquella terrible experiencia de nuevo, había llegado a la conclusión de que nadie se merece un castigo así, ni siquiera yo.

–¡Padre, estoy arrepentido! ¡Me siento muy desgraciado por lo que he hecho, pero no sé que puedo hacer para dejar de sufrir! ¡Estoy en un profundo pozo del que nunca más saldré! ¿Cómo voy a rehacer mi vida? ¡Soy un desgraciado que no se merece ningún perdón! ¡Nunca encontraré la paz!

–¿Buscas la paz? ¿Y por qué lo haces comenzando una guerra contra ti mismo? Deberías de comenzar a pensar qué puedes hacer para arreglar todo el daño que has causado, en lugar de estar ahí, lamentándote de tu desgracia.

–Pero eso es imposible. Ya no se puede arreglar nada. Aquello que hice, hecho está y no tiene vuelta de hoja. Ni siquiera la víctima puede perdonarme, pues anulé su voluntad para siempre.

–¿Y tú puedes perdonarte?

Permanecí en silencio. Sabía perfectamente que no podía, que eso era imposible. Mi carácter y mis principios me impedían hacerlo.

–Tu castigo se basa exclusivamente en esa negativa a plantearte siquiera el que te perdones. Sé que lo ves como imposible, pero respóndeme: ¿Si fueras capaz de confirmar que tu víctima te perdona, intentarías perdonarte a ti mismo?

–Lo intentaría. padre.

–Pues yo te perdono en su nombre y en el nombre de Dios, hijo mío. Esta noche, cuando comience tu pesadilla, aprovecha la oportunidad que tienes de estar frente a tu víctima de nuevo, y pídele ese perdón, y si en sueños te lo concede, perdónate a ti mismo. Despertarás siendo otra persona. Marcada para toda tu vida, pero con una motivación distinta a la de castigarte constantemente. Quizás prefieras devolver al mundo todo ese bien que le has quitado. Y eso compensará tu dolor. Lo hará tolerable.

Y así lo hice. Aquella noche me acosté con una idea preclara en mi mente. Y cuando desperté, justo al amanecer, lo hice llorando de felicidad. Algo había cambiado en mi interior. Me sabía autor de algo terrible, pero había comprendido que todo fue un error. Mío, pero un error. Y aunque sus consecuencias fueron trágicas e irremediables, yo había sido una herramienta del azar, la causa de mi falta de experiencia o la consecuencia del maldito porvenir; pero no era el monstruo que quería ser. Y desde el momento en que comprendí aquello, mi castigo desapareció. Llegué a la conclusión de que no necesitaba a nadie, ni siquiera a mi mismo, para ser castigado. Era consciente de mi culpa y de que no existía ninguna solución a mi error, por lo que decidí seguir adelante. Me quedaba mucha vida y todo ese tiempo lo podría aprovechar en mejorar. En mejorar mi vida. En mejorar mi mundo.


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revista