Revista Opinión

Reflexiones al filo de la edad (reedición)

Publicado el 27 octubre 2013 por Miguelmerino

La entrada de Dess, me ha traído a la memoria otra que escribí hace un par de años, en dos entregas y que hoy presentaré en una sola. 

Hoy (el hoy de hace más de dos años) cumplo cincuenta y cuatro años, seis meses y diez días. Con motivo de fecha tan señalada, me he parado a reflexionar sobre algunos aspectos de mi trayectoria vital. En concreto sobre los llamados vicios menores.

He cultivado, con esmero y espero que con elegancia, los llamados vicios menores, que a la hora de hacer las cuentas, cada cual incluirá en la lista los que tengan tal calificativo según su leal saber y entender. En mi caso me salen cuatro, a saber: fumar; beber; jugar y joder (en su primera acepción, que es la lúdica y por lo tanto susceptible de generar vicio).

Fumar.- Empecé a practicar este volátil vicio a la ¿inocente? edad de once años. Con el tiempo adquirí una habilidad tal, que las volutas de humo las expelía por boca, nariz y oídos con gracia y donaire; incluso formando figuras tan elaboradas, que de haber existido en aquellos años los móviles con cámara fotográfica como hoy, podría fundar un museo de fotografías de figuras efímeras. Como no era así, no os queda más remedio que fiaros de mí, que si bien es cierto que propendo a la exageración, no me tengo por más mentiroso de lo que está socialmente permitido. Afortunadamente, al cabo de los años, muchos, en concreto treinta y cinco, me di cuenta que jugar a escultor con el humo, además de efímero, era malsano, pues para que el humo saliera blanco y puro y pudiera formar bellas figuras, necesitaba dejar en mis pulmones y otros recovecos, el resto de las sustancias que acompañaban al humo, así que decidí dejar este virtuosismo, más que nada porque no compensaba. Lástima, porque enseguida llegaron los móviles con cámara y podría haber dejado constancia fehaciente de mis anteriores afirmaciones. Pero las cosas son como son y no como creemos que debieran ser.

Beber.- El vicio de trasegar licor, ya sea fermentado o destilado, lo inicié a la también temprana edad de trece años. Afortunadamente, en el paleolítico superior, no existían las leyes de protección a los menores y por tanto podíamos entrar en un bar y pedir un chato de vino sin mayores alharacas, o echar unas gotas, más bien chorrito, bueno, a lo mejor chorro de coñac en el café, pero es que, aunque parezca mentira, en Badajoz en invierno rasca el frío. También adquirí cierto virtuosismo en este arte y aunque no pueda afirmar, sin mentir, que nunca me ha visto nadie más perjudicado de lo que las buenas costumbres y el decoro aconsejan, si puedo parafrasear a don Juan Tenorio y afirmar que “en muchos, sino en todos, bares  dejé, memoria amarga de mí”. Claro que al día siguiente ellos dejaban su memoria amarga en mi estómago y cabeza en forma de amarga resaca. Resacas que en el momento de soportarlas, invariablemente arrancan de uno frases ilustres y originales, jamás dichas por otro resacoso, como aquella de: “¡¡¡más nunca!!!”, que debido a la fragilidad de la memoria, dura lo que tarda en diluirse un par de Alka Seltzer en medio vaso de agua. Para mantener vivo, guapo y lustroso este vicio, nunca le hice ascos a casi ningún brebaje, excepción hecha del mal whisky, que para mí es todo aquel que no provenga de la malta. Hoy, estoy casi limpio de este vicio, no por convicción metafísica, sino por falta de compañía suficiente y cualificada para practicarlo. Aquellos con los que no me importaba hacer el ridículo en las noches de humo y alcohol ya no están a mi lado, aunque no renuncio a que vuelvan, y mis nuevos compañeros, y algunos amigos, tienen una imagen de mí incompatible con las veleidades del alcohol. Así que por puro sentido del ridículo e incapacidad para sacar de su error a los que me rodean, bebo con moderación y buen propósito, que tengo para mí que no es buena manera de beber.

Jugar.- Siempre he sido jugador, aunque cobarde. Me explico. He jugado al tute, subastado y sin subastar, al mus con cuatro y con ocho reyes, a la ronda robada y sin robar, al cinquillo, al hijoputa (con perdón) y otros muchos juegos de naipe, pero jugándome las copas y las tapas, que es la única forma civilizada de jugar a las cartas que conozco. Pocas veces he jugado por dinero puro y duro. También he frecuentado maquinas tragaperras y en sus inicios pisé alguna que otra sala de bingo. Pero como quiera que el miedo a palmar lo que necesitaba para el mantenimiento airoso de los otros vicios, era superior a la ilusión de ganar, siempre hice apuestas pequeñas y miedosas, y ya saben el dicho musístico de: “jugador de chica, perdedor seguro”. Ese miedo cerval a perder en un minuto lo que me ha costado todo un mes ganar, me ha mantenido alejado de crupieres y ruletas rusas y he explotado con deleite y fruición la parte divertida del juego, que para mí no es otra que la de levantarle las copas a cuñados y amigos en general y pagarlas cuando es menester y las cartas vienen mal dadas. Y como me es tan grato invitar, como ser invitado, nunca he tenido mal perder, ni se me ha vuelto la sangre vinagre por un quítame allá esas cuarenta en bastos o un órdago a la grande con cuatro ases.

Joder (Coger si me lees desde Hispanoamérica).- Utilizo este verbo, y su variante panamericana, malsonante sí, pero susceptible de asociar con vicio, ya que los eufemismos al uso, como son: hacer el amor; practicar el coito o jugar a médicos y enfermeras, sobre cursis son anti vicio, como la famosa y televisiva pareja policial de Miami. Existe otro verbo de la primera conjugación que me hubiera servido igual, pero por aquello de respetar la igualdad, he preferido usar dos en “ar” y dos en “er”, por si la ley de paridad. En cuanto a este vicio, debo decir, aun a riesgo de rebajar a niveles aburridos el morbo de estas reflexiones, que siempre he sido consumidor casero. Ahora podría hacer un sesudo y documentado discurso sobre la fidelidad, el compromiso ético de la pareja, y otras zarandajas por el estilo. Pero si he de ser sincero, de nuevo el miedo al ridículo me ha mantenido alejado de comer fuera de casa. He mirado con ojitos concupiscentes (apetito desordenado de placeres, para que no vayan al diccionario) a más de una y a más de dos, y no descarto que algunas, aunque me barrunto que no las mismas, me hayan mirado a mí de igual manera, la necesidad vuelve bello lo grotesco y bien dice el refrán que la jodienda no tiene enmienda. Pero me ha dado por pensar que a lo mejor, si llegábamos al momento de ponernos al lío y juntar pechito con pechito, iba a necesitar de gollerías y florituras, que si salen bien te consagran como amador consumado, pero si fallas, quedas marcado no con la “A” escarlata de adúltero, que hoy hasta podría hacer bonito y vestir un curriculum, sino con la avergonzadora “T” amarilla de torpe o torpón, que te inhabilita in aetérnum para nuevos intentos y además, te convierte en la comidilla del barrio y alrededores, pues es deporte nacional bien conocido el reírse de los ridículos eróticos ajenos. Por eso, entre otras cosas, he mantenido vivo este vicio, pero en casa, en la dulce paz del hogar, donde cualquier intento acrobático y creativo, si sale bien, eso que te queda en el cuerpo y si sale mal, te echas unas risas con la parienta, un cigarrillo de después y te ahorras una pasta y muchas horas en divanes psiquiátricos. Éste es el único de los vicios que mantengo vivo de manera metódica, reincidente (no mucho, no exageremos) y vocacional y que me dure (dura) muchos años y si hubiera que recurrir a la pastillita azul, se recurre, que la química tiene múltiples, beneficiosos y caritativos usos que no tienen porque despreciarse. Y si cuando uno no levanta cabeza, se toma un complejo vitamínico, pues la cabeza metafórica no veo porque debe tener distinto tratamiento.

Y hasta aquí mis reflexiones sobre los llamados vicios menores, que son los únicos que merecen tal nombre, otros ya pasan a la categoría de tragedias y no estaría bien que me los tomara a broma.


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