Revista Opinión

Renacer

Publicado el 22 agosto 2019 por Carlosgu82

A once años del siglo XXI, desesperado por los apagones propalados por Sendero Luminoso que lo dejaban en la penumbra de la ducha enjabonado y sin agua para enjuagarse, consiguió inventarse una beca de estudios, no importa no subvencionada por gobierno alguno, y tampoco hacia un país desarrollado, pero al fin y al cabo una beca que le permitía escaparse hacia otro status social tal vez menos precario que el que le ofrecía Lima, y sin duda menos atroz; hacia el Caribe venezolano. Le tocó aculturarse a una vida migrante que no tenía la menor idea que dependía de innumerables gotas de sudor en su afán de agenciarse a la vida. Así, estudiar y laborar fueron parte de su rutina diaria. Pero antes de salir de su país natal, mucho le valieron sus experiencias periodísticas, tanto que un día casi sin proponérselo en su nuevo entorno social, terminó laborando frente a un micrófono y detrás de una pluma, escribiendo y relatando historias, muchas de ellas migratorias. Si bien es cierto nunca acumuló riqueza ni mucho menos, pero pudo ganarse la vida escribiendo, estudiando, haciendo entrevistas, narrando historias y dando clases en Institutos y Liceos, es decir, en centros educativos, irradiando su generosidad, conocimiento y buena onda a través de ondas hertzianas que lo irradiaban. De su relación con una venezolana tuvo a sus dos adorados hijos, en medio de un país que se debatía entre el fin y supuesto nacimiento de una renovada República.

Había cumplido ya casi tres décadas hablando caribeño, que pese a no ser otra lengua sino el mismo español, le recordaba que tenía más años de vida radicados fuera del mapa que lo trajo al mundo que los que había vivido antes de irse en su país natal. Era más de allá que de acá. Y la vorágine de los acontecimientos políticos que lo rodeaban una vez más lo ponían en jaque. Muchos de aquellos últimos momentos le recordaban los apagones aquellos que lo expulsaron de su país de origen. Todo volvía a repetirse, tal cual lo había vivido antes, las arengas reivindicatorias del pueblo pobre, y sin embargo, la aparición de nuevos ricos alrededor de un poder castrense que lo imponía todo, a fuerza de rodar a la aventura, no augurando libertad sino todo lo contrario, adormecían el panorama. Aun así, su voz en el aire fluía, su pluma se deslizaba con facilidad hilvanando una realidad  que todos querían conocer más allá de las fronteras. Los primeros años describiendo lo positivo de todo aquello, más adelante llegando al borde de sentir la mordaza de un sistema que había claudicado ante los cuarteles. Experimentó una sensación intelectual desconocida hasta ese momento: un mutismo y bloqueo existencial. Observaba el monitor del CPU y su mente no atinaba a hilvanar una idea válida o coherente con aquellos que de una u otra forma permitirían que un determinado parafraseo salga al aire. Ya un general de la aviación venezolana le había advertido aquel mutismo necesario, una tarde en la cual antes de salir al aire aquel castrense le entregara una hoja de preguntas preparadas para la entrevista en vivo que le realizaría. Ante la negativa de remitirse a aquel cúmulo de preguntas preparadas por el alto mando militar, caería su primer baldazo de agua fría que lo comenzaría a sacar del mapa venezolano.

Días, semanas, meses anduvo así, fuera del aire, incluso en su vida cotidiana el silencio copó su escena existencial. El agobio y este silencio forzado produjeron una especie de calambre intelectual, donde de una u otra forma pujaba por hilvanar unas palabras pero al mismo tiempo callaba, cual futbolista acalambrado con ganas de seguir jugando y dando la pelea, pero sin poder hacerlo.

La madre de sus hijos, quien muchas veces se había negado a salirse del mapa acostumbrado que la trajo al mundo, inquieta por aquel extraño momento, le propuso aceptar una migración total hacia su tierra. Desde el fondo de su forzado mutismo, él aceptó. En medio de ello, hubo un extraño melodrama sentimental que casi los separa, pero pudo más la incipiente formación familiar de los niños para criarse al margen del sistema acuartelado que los venía formando, que cualquier arrebato extrafamiliar.

Había que deshacerse de todo lo construido en años en menos de lo que canta un gallo. Así de literal fueron aquellos últimos días caraqueños donde la venta se convirtió en remate y el remate finalmente terminó en regalo. Enseres, ropa, recuerdos, hasta el negocio de comida en un pequeño centro comercial lo tuvieron que rematar con todo vitrinas y nevera. Y aun así, la precaria moneda caribeña a duras penas alcanzaba para comprar unos cuantos dólares. Ni hablar de los papeles de los niños. Faltaban pocas horas para abordar el vuelo a Lima y aún no terminaban de emitirle el pasaporte a su pequeña niña. Uno de los funcionarios susurró que era una premisa proteger el futuro de la nación impidiendo que los niños venezolanos sean sacados del país. De modo que no había pasaporte alguno que esperar, y con ello, tampoco viaje alguno, pues o eran los cuatro o ninguno los miembros del clan familiar a viajar. Sólo había una causal que podría romper aquel impedimento premeditado por la oficina de migraciones venezolana, y ese era nada más y nada menos que una causal de muerte de un familiar en su país de origen. Aquello realmente había acontecido algunos años atrás, y efectivamente un comunicado con la partida de defunción de la madre, abuela de los niños, era parte del archivo del escritorio familiar, al cual tuvo que recurrir el nervioso papá para que con la magia de fotoshop, cambie la fecha y le dé vigencia y premura a los recepcionistas de la misiva en la oficina de migraciones-Venezuela.

Con la niña a cuestas, para ver si los poco sensibles funcionarios de migraciones se conmovían, padre e hija esperaban religiosamente entregados a la memoria de su abuelita, que el bendito pasaporte les sea entregado. Y en el nombre de Dios se hizo el milagro. Se abrazaron y lagrimearon, mientras el reloj les jugaba en contra, pues ya casi no quedaban minutos para ir a terminar de preparar las valijas y conducirse al aeropuerto. El calor arreciaba y no había tiempo de escoger qué llevar o qué dejar de llevar, pues como sabemos los equipajes en los aviones son limitados y si te pasas del peso, debes pagar un adicional por ello. Así, al terminar de contar los paquetes, había tantos que faltaban manos para cargarlos. Y lo peor de todo, faltaban vehículos dispuestos a hacerles la carrera. Corrían los minutos y ya era poco probable llegar al aeropuerto dos horas antes del vuelo como exige el abordaje internacional. Por fin, un destartalado taxi se animó a llevar todo aquel cúmulo de bultos, y en medio de ellos, a la extasiada familia.

Tras llegar al aeropuerto de Maiquetía, nuevamente a correr al abordaje o bording pass, en medio del calor caraqueño, y luego de tanto esfuerzo, descubrir que habían cerrado el abordaje. Faltaba una hora para que despegue el avión pero dos horas antes como es norma de abordaje internacional, cierran la ventanilla y toda la tripulación se dirige al avión. Una vez más, retornaba aquella sensación de vacío existencial, de mente en blanco, pero ya no sólo en el protagonista de todo aquello, sino en el grupo familiar. Como que se habían contagiado unos a otros al darse cuenta que lo habían perdido todo y que aquel pasaje casi imposible de comprarlo en medio de un sistema que a diario cerraba empresas y líneas aéreas, literalmente lo estaban perdiendo. Ya LATAM anunciaba que ese era uno de sus últimos vuelos que salían de Caracas no sólo aquel crucial día, sino en los días sucesivos por venir. Dónde retornarían tras no abordar el avión, si lo habían rematado todo, repito, incluso el lugar donde vivían, el negocio que les permitía subsistir, los enseres, la cocina, lavadora, nevera, hasta las camas. Dónde, si se habían despedido de todo, dónde, “acaso vine a darme lo que estaba destinado para otro…”, susurraba el jefe del grupo familiar.

Hasta que súbitamente, tal vez alguien leyó aquellas acalambradas mentes que se debatían en la duda de Hamlet, ser o no ser, leyó sus auras, y se apiadó de aquel cuadro familiar. Era una aeromoza que sigilosamente les dijo que iban hacer una excepción con ellos. Pasó sus maletas sin pesarlas y los dirigió directamente a abordar el avión tras comprobar sus respectivos tickets. Una vez más retornó el aire y la alegría a aquellos rostros, en especial a los niños que tras estos duros momentos parecían madurar antes de tiempo, parecían no estar preparados para ello, como era de suponerse, al arrojar una que otra lagrimita. Fueron ubicados en sus respectivos asientos y cuando todo parecía listo para el despegue, de pronto una maquiavélica voz por el auricular pide que baje del avión el representante del grupo familiar. La desesperación volvió a apoderarse de la madre rodeada por sus niños que no comprendían el por qué sólo su padre tenía que bajarse del avión. Papá con el rostro pálido era conducido por dos militares hasta el hangar del avión. Era una especie de sótano donde se encontraba el equipaje. Allí tras revisarlo minuciosamente sin mediar palabra alguna, procedieron a abrirle las maletas, una tras otra, desordenando sus cosas buscaban alguna prueba que lo involucre con algún tipo de sabotaje al sistema. Al no encontrar nada, atinaron a decirle por qué llevaba tantas cosas, acaso no pensaba volver? Se está llevando a los niños para siempre? No nos mienta, estas maletas no parecen de vacaciones? En esta ocasión aquel extraño mutismo y mente en blanco de alguna forma le sirvió para soportar el vendaval de insinuaciones y amenazas castrenses que lo tuvieron al borde de no volver a abordar el avión. Hasta que finalmente los militares entraron en cansancio y se dijeron unos a otros, déjalo que se vaya, el hombre parece estar diciendo la verdad. No había dicho nada, sólo su elocuente silencio no aceptando las insinuaciones castrenses habían hablado más allá de las palabras. Déjalo que él mismo termine de arreglar sus maletas y que un soldado lo lleve de retorno al avión. Cuando finalmente así lo hizo, el joven militar que lo condujo de vuelta al avión, al despedirse le dijo: amigo, usted cree que si alguna vez decido irme a Perú conseguiría trabajo? Se miraron fijamente y sin mediar palabra alguna se estrecharon la mano y en medio de ello, una tarjeta con su ubicación en Lima quedó en las manos del soldado. En esta ocasión, retornar al avión fue como subir al cielo, donde sus angelitos esperaban por la presencia de su amado padre.

Llegaron a Lima, a la casa de un amigo en Miraflores, con el dolor a cuestas. Ya habían venido en otras oportunidades pero de vacaciones, y habían sido recibidos por la familia, pero ahora a esta hora en la que la tierra trascendía a sangre amada y que era una venida sin retorno, fueron los amigos los mejores familiares. Por cierto, este amigo tenía una experiencia migratoria de más de dos décadas en la tierra del sol naciente, Japón, de allí que solidarizarse con este tipo de circunstancias no era más que parte de un paisaje conocido y sin duda sufrido. Allí estaba la polvorienta Lima, gris y húmeda, con el aroma de sus sabrosos potajes y su bulla característica que todo lo quiere vender y comprar. Abuelos solitarios, que difícilmente transitan por las calles caraqueñas, aquí van solos y bien erguidos, atravesando parques, árboles y arbustos secos. Casonas intangibles al paso del tiempo ponían en duda la tan mentada ciudad de los temblores. Una invitación hacia una congregación religiosa en la que la fe cristiana se canta y se baila formó parte de aquel terminar de aterrizar en la vieja ciudad de los reyes. Normalmente las misas católicas no cantan el himno, salvo en circunstancias especiales, sin embargo, estos hermanos en Cristo tienen como premisa entonar el himno patrio en cada una de sus reuniones. Cuando se inició aquel estruendoso “somos libres” el jefe del recién llegado clan familiar sintió que sus piernas comenzaron a temblar y sus ojos lagrimearon.

Al día siguiente, el jefe del grupo familiar se levantó presuroso para abrir su laptop y comprobar si se atrevía a hilvanar ideas, parafraseos, como normalmente lo hacía, antes de aquel calambre intelectual que lo afligió durante los últimos tiempos allá en el Caribe. Escribió unas líneas sin dejar el temblor que últimamente lo acompañaba, cada vez menos muerto de miedo por saberse liberado de aquel cuadro castrense que le impedía discernir sus ideas. Las palabras fluyeron y llenaron las páginas, y en cada línea sentía una liberación, un desfogue.

Así nacieron estas líneas que acabo de resumir sucintamente, como si se tratara de algo normal hablar de mí en tercera persona y no en primera. Quizás así el dolor es menos doloroso y el caos sicológico que de alguna forma llevo conmigo, también. Redescubrir mi lenguaje habitual con todos mis barbarismos limeños, mi jerga olvidada, mi quechua, sustituido por el lenguaje aprehendido como inmigrante, que luego de aquel bloqueo traumático, redescubre mi acento natal, y a la vez recupera mi vocación que creía haberla perdido debido a los cuarteles.

Siempre tuve el espíritu vallejiano de ser un ciudadano del mundo, de aquellos que observa las líneas divisorias entre nuestros países como puntos de unión y no de división. Quizás lo más rescatable de las redes sociales y la globalización sea esto. Pero la verdad sea dicha, la lengua originaria en que uno aprende a nombrar a la familia y las cosas que nos rodean en este mundo, es la patria, que luego tras experiencias vallejianas uno va perdiendo, olvidando, confundiendo, siendo esa probablemente la situación más difícil por la que atraviesa cualquier inmigrante, esa multitudinaria ola humana que día a día se expande por el mundo, siempre, vallejianamente, valga el término, es decir, expansión migratoria que se produce ante el abismo existencial entre los países prósperos y los miserables. Había dejado mi patria enclaustrada en la miseria hacía casi tres décadas, y ahora me tocaba dejar mi segunda patria bajo matices similares, elevados a la enésima potencia. Ambos países subdesarrollados y sin embargo, uno había resurgido de las cenizas, mientras el otro se había sumergido en ellas. Había aprendido a vivir y pensar en lengua caribeña, pese a ser la misma lengua, es decir, en otro modo de entender y ver el mundo ancho y ajeno que nos rodeaba.

Da la impresión que fuera fácil transmitir todo esto que les cuento, pero conseguir integrarse a un nuevo país por más que sea el originariamente tuyo, tiene sus bemoles. Y ni hablar si no es el tuyo, integrarse y ganarse un nombre, es toda una odisea. Quizás por ello un viejo amigo venezolano antes de iniciar el retorno a suelo patrio me dijo: aquí te has ganado un nombre, y vaya que te ha costado mucho sacrificio. Allá serás uno más. El pueblo que dejaste ya no existe, ya todos se fueron o no están, incluida la familia. Piénsalo bien, de alguna forma tienes que estar dispuesto a renacer. Y si bien es cierto que con el paso del tiempo uno se mimetiza o renace con todas las costumbres y cultura del pueblo que lo cobija, también es verdad que pervive siempre, adherido posiblemente en lo más íntimo y secreto de la personalidad, esa raíz originaria, ese punto de partida, hecho paisaje, memoria, lenguaje, gentilicio, una nostalgia que cual caudal de un río, vuelve por su cauce natural a reclamar sus fueros, su familia, su pueblecito donde pasó su infancia, su ciudad que lo vio dar sus primeros pasos.

De primera impresión toda esta sensación patriótica está bien, siempre y cuando no se caiga en los extremos del caudillismo y la política. Si los estadios se llenan para aplaudir a sus clubes, a su selección, para aplaudir a sus deportistas, a sus artistas,  a sus chefs, y se canta, se baila, se degusta lo propio con orgullo, y lo más importante, se recibe y se comparte con solidaridad, y con todas las razas y credos del mundo, si se cumple con todas estas premisas, la patria será grande como la soñaron nuestros ancestros. Será un amor a lo propio sin caer en patrioterismos.

JCR

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