Revista Viajes

Rio Gallegos y Ushuaia

Por Zhra @AzaZtnB

Rio Gallegos terminalTerminal de Rio Gallegos

Después de apenas 4 horas de autobús llego a las 6 de la tarde a la terminal Eva Perón en Río Gallegos. El alojamiento es carísimo y no encuentro albergues. Así que acabo pagando una habitación cutre individual con toallas manchadas, un radiador que gotea, una ducha con manchas extrañas y 4 manillas que no estoy segura como funcionan pero consigo ducharme. A pesar de todo cuando mi despertador suena a las 7 am para desayunar y coger el bus de 12 horas a Ushuaia lo golpeo y me doy media vuelta, 10 minutos más.

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Tanto Río Gallegos como Ushuaia son dos ciudades argentinas pero para llegar de una a otra en bus se ha de cruzar territorio Chileno. Y no se puede entrar en territorio chileno con fruta fresca, ningún tipo de grano, embutido etc. Yo sólo tengo dos kiwis (fruta, no animales!), un melocotón, un bocadillo de frankfurt y unos garbanzos en la mochila. Calculo que no me va a dar tiempo a comérmelo todo antes de llegar a la frontera así que en la aduana marco la casilla de “traigo productos frescos quítamelos y tíralos a la basura, total sólo es comida”. Nos hacen bajar del autobús dejando las mochilas grandes en la bodega y el conductor nos guía hacia el primer puesto donde nos cogen los datos y nos sellan la salida de Argentina, en el segundo puesto nos sellan la entrada de Chile y cuando intento pasar por aduanas el conductor del bus me dice que no hace falta y me envía al “colectivo”. En el bus está todo el mundo fuera esperando que los perros huelan todos los asientos en busca de tráfico ilegal. Cuando acaban nos volvemos a subir y yo sigo con toda la comida en la mochila pequeña, nadie me ha pedido el papel de aduanas y me siento una ilegal. Me quedo dormida hasta que nos hacen volver a bajar esta vez no hay frontera sino un canal de agua.

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Recuerdo el día que aprendí en el colegio que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador no era un producto de la imaginación de mi madre para que me quedara callada durante la cena sino un señor real. Ahí creí descubrir dos cosas. La primera es que la imaginación de mi madre no era tan buena como yo creía. La segunda es que todos los cuentos que me había explicado debían ser reales: Willy Fog, Magallanes, El ratoncito Pérez, Darwin, Marco Polo…. La puse a prueba y le pedí la historia de los 7 mares que yo sabía inventada. El resultado es que ella no se la sabía y yo creí en el ratoncito Pérez hasta los 25 cuando descubrí que en el Reino Unido era el hada de los dientes. Lo del transgénero no me importaba pero lo de las alas chirriaba un poco. Y aquí estoy ahora, frente al estrecho de Magallanes replanteándome otra de las historias que me contaba. Entonces es verdad que Fernando de Magallanes fue el primer europeo en navegar desde el Océano Atlántico al Pacífico y con ello Juan Sebastián Elcano dio la primera vuelta al mundo.

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El lugar me emociona hasta que pongo un pie fuera del bus y me arrastra unos pasos hacia el lateral donde se ha ido acumulando la piña de personas que ha bajando antes que yo. Una chica agarra su Canon y yo agarro el móvil con las dos manos dispuestas a salir de la piña y hacer alguna foto, al poco rato el resto nos siguen hasta que subimos al transbordador que nos ha de llevar al otro lado, todavía en Chile.

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La zona más amplia del barco está destinada a los vehículos mientras los pasajeros debemos ir en uno de los laterales sentados en nuestros sillones intentando ver algo a través de las ventanas. Uno de los camiones que sube con nosotros es un camión de dos plantas lleno de ovejas. No sé si alguien más pilla la ironía. Descargan primeros los vehículos y de vuelta en tierra firme corremos para resguardarnos del frío y el viento. El desierto se ha transformado en pastos con ovejas, patos y guamacos, un animal de la familia de la llama.

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Vamos por una carretera de tierra que nos hace un masaje en todo el cuerpo y me entretengo jugando con el niño frente a mi asiento, mientras él patea a sus padres que intentan dormir. Cuando el autobús vuelve a parar, bajo y me pongo en la cola del baño que va extremadamente lenta. Ahora que me fijo un poco más es la misma cola para hombres y mujeres, es raro tener baños unisex pero estoy totalmente a favor. Realmente va muy lenta, a lo mejor es que sólo hay un baño. El chico frente a mí se aburre y saca su pasaporte, le doy un vistazo por encima del hombro, es japonés y tiene tantos sellos como yo. Pasito a pasito nos acercamos a la puerta y cuando llego veo que nos llaman desde unos escritorios, empiezo a dudar que sea el baño y busco entre mis bolsillos el pasaporte, lo saco y lo entrego, mejor no provocar un incidente internacional. Me acaban de sellar la salida de Chile y unos kilómetros más adelante la entrada en Argentina.

Ya hemos pasado Río Grande y nos acercamos a Ushuaia. El bus ha ido quedándose en silencio, de los 25 que nos subimos quedamos 13, todos extranjeros. Los argentinos se han bajado en Rio Grande. En uno de los recodos de la carretera puedo ver el valle verde y ocre al fondo del barranco, la carretera se transforma. Ahora vamos entre acantilados, montañas rotas y tierra corrida que ha dejado la raíz de los árboles al descubierto. Por el cristal se cuela el frío de fuera y pongo el pie en el radiador bajo la ventana. Se va haciendo cada vez más oscuro como si alguien bajara la intensidad de una bombilla hasta que un color gris lo envuelve todo. Ya no se ven ovejas, guamacos, patos ni arbustos amarillentos. Los árboles son altos, blancos y estrechos, hay charcos a los lados de la carretera. Pasamos bajo un telesilla sin nieve. Si no fuera porque la carretera ha dejado de ser de tierra para transformarse en asfalto pensaría que voy de camino al fin del mundo. Aunque de hecho un poco sí es así. En la entrada a Ushuaia nos para un control de carretera que comprueba el nombre de los pasajeros y nos deja entrar. Llego a las nueve de la noche y unas gotas sobre mi cabeza amenazan con empezar a llover a cantaros así que cojo mi mochila y salgo escopeteada con mi comida ilegal hacia el albergue.

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En Ushuaia hay un parque nacional, un glaciar y es la puerta a la Antártica. Por 4000 dólares puedes montarte en una de las excusiones que te llevan varios días a visitar el continente helado. Al glaciar Martial es fácil llegar caminando, puedes caminar desde el pueblo o coger un taxi que te deja en el camino a un par de horas de caminata. Al parque Nacional se puede acceder simplemente cogiendo uno de los autobuses que salen cada hora de la terminal y luego caminando por su interior o alquilando un coche para visitar las zonas más lejanas, que es lo que la mayoría de gente hace. La verdad es que el tiempo no acompaña a salir del albergue y en mi primer intento de llegar al glaciar me quedo a medio camino cuando un chaparrón me deja empapada de arriba abajo con temperaturas de 2 y 3ºC. Cuando por fin lo consigo, de vuelta en el pueblo veo un arco iris completo atravesando de punta a punta el pueblo pero me acuerdo tarde de la olla de oro que debería estar al final y me dirijo al albergue a por una ducha calentita.

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La verdad que Ushuaia, la ciudad más austral del mundo no me impresiona, los precios de todo están muy por encima de lo normal y especialmente el alojamiento. Me quedo con ganas de bajar a la Antártica pero será cuestión de ahorrar en el futuro.

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De todo me quedo con la gente del albergue. Sobre todo con Alicia, una mujer de 60 años que viaja con una maleta, su acento porteño y sus expresiones únicas entre las que destacan: No me rompas las petunias, sos unas amargas y estar caliente como una pipa. Su presencia me convence que viajar no es cuestión de edad sino de ganas y que en lugar de volver a Santiago de Chile lo que tengo que hacer es subir a Salta y Jujuy a ver la montaña de 7 colores entre otras maravillas de su país.

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De Ushuaia salgo a las 5 de la madrugada con 0ºC, la chaqueta y toda la ropa térmica que soy capaz de ponerme de vuelta a Río Gallegos donde cogeré un avión a Buenos Aires.

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