Revista Videojuegos

Robert Walser pasea por Proteus

Publicado el 09 diciembre 2015 por Deusexmachina @DeusMachinaEx

Walser dota a las cosas cotidianas de cierta cualidad críptica, desconcertante, las envuelve en una atmósfera sensitiva y banal que en algo se asemeja a esos momentos en que nos encontramos en un lugar donde tal vez ya estuvimos, pero no sabemos cuándo, o si fue sólo en sueño.

Luigi Amara, en Letras Libres.

Cuando Ed Key y David Kanaga liberaron Proteus (2013) muchas de las críticas se dirigieron, por una parte, a opinar sobre si eso era un juego, y por otra (relacionado con lo anterior) sobre qué sentido tiene un juego en el que solamente se pasea.

Lo que llama la atención en Proteus, más allá de su estética de píxeles como puños y colores planos, es que se trata de un juego en el que únicamente se pasea por una isla ficticia. Este paseo lo realizamos desde una perspectiva de primera persona. Lo original de la isla es que, debido a su carácter procedural, cada vez que arrancamos el programa la topografía y localizaciones cambian. Aunque cada paisaje nos resultará familiar tras varios paseos, nunca dos partidas van a ser iguales. La escasísima narrativa que se extrae de Proteus se asienta en que durante el paseo podemos recorrer las cuatro estaciones del año en esa isla. Así es. Hay algo más pero no menor: la experiencia del juego es fundamentalmente sinestésica. Los objetos, plantas, árboles, fauna y demás de la isla emiten sonidos que se yuxtaponen a nuestro paso creando paisajes sonoros extáticos. Elementos estos, por cierto, que también varían según la estación del año. Pero, en efecto, las críticas señalaban algo cierto: desafía el concepto de juego y solo trata sobre pasear. Centraré mi atención es esto último: el sentido del paseo.

Un usuario anónimo, en una web sobre videojuegos, replicaba al crítico que alababa la elegancia y originalidad de Proteus con la siguiente reflexión: consideraba que aquello no era un juego ni nada (sic); si él quería explorar o ver paisajes sale a la calle a pasear y listo; además, la realidad tiene mejores gráficos. Aunque la respuesta del lector estuviese un tanto fuera de lugar esconde una pregunta fundamental que considero inherente a cualquier ficción interactiva como los videojuegos. ¿Por qué pasear en el videojuego si puedo hacerlo en la vida real? Destaca esta cuestión que parece ser que los videojuegos están para suplir esas cosas que no podemos (o no debemos) hacer en la realidad. De esta forma, tiene sentido jugar a GTA V (Rockstar North, 2013), porque podemos robar coches, ser un malote y disparar indiscriminadamente sobre civiles, mafiosos y autoridades varias en los mundos retorcidos y amorales creados por Rockstar; en cambio, Proteus es una pérdida de tiempo porque pasear es algo que todos podemos hacer sin impedimento alguno. En otras palabras, parece que jugar a algo que sea similar a la vida real es un sinsentido, porque para eso ya está la realidad. Viene a ser el equivalente en videojuegos de denostar el cine de corte naturalista.

proteus

Pese a que coincida en cierta medida con ese lector anónimo, resulta necesario plantear alguna objeción, aunque solo sea por el bien de los videojuegos. Por una parte, Proteus no es como la realidad. De hecho, lo único que tiene en relación con la realidad es que simula un paseo por una isla, y que los paseos y las islas existen. Pero, hasta donde yo sé, ni las flores, ni los abejorros, ni las nubes, ni la lluvia emiten sonidos como en Proteus y mucho menos se yuxtaponen para crear melodías cuasi chill-out (evidentemente tampoco comparten otras propiedades de su contrapartida real). Esto ya es, en sí, una experiencia estética que difiere considerablemente de la experiencia de un paseo por una isla real. Que a la persona que pasea le pueda parecer mucho más bonita, quedar más extasiado, que sea más memorable o emocionante la real sobre la ficticia es un asunto bien distinto. El componente onírico de Proteus es innegable como en Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino y eso es suficiente para justificar su existencia, incluso que alguien pueda disfrutarla aunque también pasee en la realidad.

Por otra parte, podemos plantear la pregunta del lector desde una óptica diferente: ¿cuál es el motivo por el cual podríamos preferir quedarnos a jugar un juego en el que se pasea, o leer sobre pasear, o a escribir sobre pasear, en lugar de tomar un paseo de verdad? Para responder a esto en la medida de lo posible voy a tirar de uno de los escritores que hizo del paseo una forma de vida, Rober Walser.

Nacía en 1878 en Biel (Suiza) Robert Walser. Poeta y escritor, acabó sus últimos días en un sanatorio, no se sabe muy bien si por escapar de la realidad o por enfermedad mental crónica. Walser es bastante conocido entre los amantes de la literatura, pero nunca fue un nombre que haya llegado al gran público, al menos al mismo nivel de aquellos que le citan y se sientes deudores de su obra, como fueron Franz Kafka, Walter Benjamin o Italo Svevo. Amante de convertir en arte los sutiles detalles de la realidad, Walser destacó por su intensas imágenes y la profunda lucidez con la que conecta esas imágenes con reflexiones inmanentes sobre la condición del ser humano, siempre desde una perspectiva humilde y algo irónica. Walser era una amante del paseo, una de sus aficiones favoritas. Era de esas personas que habían convertido el paseo en una especie de obra de arte: el flâneur, el paseante, que vagabundea sin rumbo mientras observa y paladea el discurrir de la vida urbanita. Aunque Walser era más aficionado al paseo al aire libre, su obra emblemática sobre el flâneur, El paseo, se desarrolla en una pequeña ciudad alemana.

Cuando la figura del paseante aparece en la literatura como algo más que la simple actividad de desplazarse de un punto a otro nos encontramos que el paseo va unido, inevitablemente, a la observación pero también a la reflexión. Jean-Jacques Rousseau en su Las ensoñaciones del paseante solitario, relaciona reflexividad, rememoración y descubrimiento en el paseo. Ya no es una actividad, sino una acción que implica un ejercicio casi detectivesco sobre algún aspecto de la realidad, en este caso sobre él mismo (aunque el autor de El Contrato Social miente sistemática y descaradamente en estas “memorias”). Sería otro filósofo, Friedrich Nietzsche, el que consideró que había dos formas de hacer filosofía, la de sillón y la del paseo. Nietzsche siempre se consideró del segundo tipo: el lugar perfecto para que las ideas fluyan se produce al mezclarse con el continuo melódico del mundo. Sin embargo, en El Paseo de Walser el aspecto de observación parece estar muy por encima de la dimensión reflexiva. Pero esto resulta pura apariencia.

La trama de El Paseo es prácticamente inexistente: un escritor atribulado que podemos identificar con el propio Walser decide dejar su actividad, que le resulta un tanto angustiosa en ese momento, y dar un paseo por la ciudad. Durante el camino nos irá describiendo aquellos con los que se encuentra, algún que otro pensamiento errante y reflexiones variopintas sobre la vida y la naturaleza, hasta regresar a su lugar de trabajo. Bajo esta aparente sencillez se esconde una obra maestra de la literatura y, entre otras cosas, un espejo donde se reflejan todas nuestras alegrías, esperanzas y sobre todo, los miedos.

Resulta este un trabajo bastante contradictorio: se entiende que Walser deja de escribir y sale a pasear porque para él el ejercicio de la escritura le lleva a pensar en la muerte. El arte puede utilizarse como una forma de escapar de los pensamientos sobre la muerte, o lo justo contrario, enfrentarse a ellos. En el caso de Walser, el arte es un recordatorio funesto de lo inevitable, por lo que El Paseo es una exaltación de la vida mediante la observación y la interacción con aquello que el paseante se va encontrando. Todo lo que en El Paseo sucede se armoniza mediante un lenguaje preciso, cotidiano y poético, en tanto que la mirada de Walser trata de ir un poco más allá de la apariencia. Sin embargo, todo el relato se tiñe con extraños momentos en los que aparece el peligro, la vejez, el cansancio y la muerte. De hecho, el paseo puede leerse como un recorrido por las cuatro estaciones que, a nadie se le escapa, han servido como símbolo de las edades del hombre. Si la exultante primavera es lo primero que recibe al paseante, el frío de la noche, los sonidos lejanos, apagados y fantasmagóricos le acompañan en los últimos y cuasi-invernales momento finales de la historia. En definitiva, aunque durante el paseo logra esconder sus miedos sobre la muerte estos acechan constantemente en esas pequeñas señales que el lector y el propio Walser, tratan de ignorar.

Pero claro, Walser, que trata de evitar escribir y por eso pasea, lo que hizo fue escribir sobre pasear en lugar de hacerlo de verdad. Esto supone la peor pesadilla del lector anónimo que comentaba antes: ¿por qué me voy a poner a escribir sobre paseos si puedo pasear? Porque pasear, podría decir Walser, es una forma de evitar pensar en la muerte a través de un acto de entretenimiento entre la observación y la interacción. Algo que, por otra parte, no difiere demasiado de leer, ir a una exposición, disfrutar una película y, por supuesto, jugar un videojuego. Por supuesto, Walser quería enfrentarse a otra cosa. Así que para responder a la pregunta «¿por qué jugar a un videojuego en lugar de realizar su contrapartida en la realidad?» podría contestarse: para reflexionar sobre la tensión entre no pensar en la muerte y nuestra consciencia de que es algo inevitable.

En cierta medida Proteus es el equivalente en el mundo del videojuego de la obra de Walser: realizar una actividad en la ficción en lugar de en la realidad como ejercicio para escapar de pensamientos funestos que acaba por recordarnos que pese a la belleza del mundo (o precisamente por eso) todo termina. Pero Proteus es algo más místico que Walser y su final arroja cierta luz entre tanta melancolía: ese ascenso espiritual hacia la Aurora Boreal, que parece representar la otra vida, nos libera del silencioso y duro invierno. Somos izados con dulzura hasta alcanzar el cielo por una fuerza que no vemos ni sentimos mientras el rumor de unas voces rítmicas de tonos espirituales acompañan nuestro paseo final. Antes de llegar a este punto, Key y Kanaga nos permitieron pasear durante las cuatro estaciones. Observar la vida en su máximo esplendor en la primavera; la alegría y la astenia veraniega; el rumor de la melancolía otoñal; y la soledad tenebrosa de los bosques muertos del invierno.

Si nuestra experiencia como jugador nace en primavera la muerte sucede en el invierno. Tanto Walser como Key y Kanaga recurren a los mismos resortes sentimentales para que aquel que se asoma a la ventana del arte para escapar de lo funesto acabe por encontrarse que tarde o temprano todo tiene un fin, pero no por ello la vida deja de ser menos hermosa, o inquietante, o excitante, o… en fin, ponga el adjetivo que prefiera y más le convenga a su estado de ánimo; pues aunque la música de Proteus amansa a los jugadores de Call of Duty, el juego de Key y Kanaga no deja de ser un enseñar y esconder ciertas experiencias consustanciales a los miedos y esperanzas del ser humano.

Walser murió en el invierno de 1956 mientras paseaba. Su cuerpo fue encontrado por otro paseante. Estaba tendido sobre la nieve. Su sombrero había volado cerca de su cuerpo pero aún le acompañaba. Según dicen aquellos que han estudiado su vida, esa es la manera en la que le hubiese gustado morir. Su cabeza, ligeramente inclinada, señalaba al cielo.

Walser

La entrada Robert Walser pasea por Proteus es 100% producto Deus Ex Machina.


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