Revista Cultura y Ocio

Roger Wolfe, unos poemas

Publicado el 12 diciembre 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Creo que descubrí a Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) en la biblioteca pública del pueblo de Collado Mediano, donde he veraneado tantos veranos de la infancia y la juventud, cuando tenía unos veintiún años. Allí tenían uno de sus primeros libros: Tiempo perdido en los transportes públicos. Su poesía directa, ácida y socarrona, aparentemente prosaica y sencilla, me sedujo desde el comienzo. Que nadie se deje engañar por su nombre y su lugar de nacimiento: Wolfe es un escritor que se ha criado y vivido en España y que escribe con un español muy de la calle.
Después he leído su libro de poemas Arde Babilonia y la antología El invento. Además del diario ¡Qué te follen, Nostradamus!, y el libro de relatos Quién no necesita algo en que apoyarse. De su obra me sigo quedando con esa poesía descarnada que posiblemente fue una de las primeras en introducir la estética –tan imitada después- de Charles Bukowski en nuestra poesía. El otro día, en la Fnac vi que Wolfe acaba de publicar un primer tomo de una serie de novelas autobiográficas. Tenía buena pinta el tomo. También sé que la editorial Huacamano ha publicado un volumen con su poesía completa que imagino que acabaré leyendo.
Roger Wolfe, unos poemas
Dejo aquí unos poemas de Roger Wolfe:
Te levantas de la cama y es la guerra  Suena el teléfono. Manolo. Me comunica que le han dejado un ojo como un plato. En una fiesta —cosas que ocurren, me dice, cuando uno se divierte. Algo que, como ya se sabe, no gusta demasiado a la mayoría de la gente. Que si salgo, me pregunta. Estoy trabajando. Escribo este poema, fumo, escucho a la vecina, que otra vez se ha puesto en pie de guerra con el crío, la merienda, los tebeos, la leche. Pienso que no me importaría nada ser el personaje de ese libro que hay sobre la mesa. Podría al menos conocer New York, coger el metro, disparar la Browning, romper todos los dedos de las manos a aquellos que más odio. Le digo que no puedo. Me atenazan el alquiler, las moscas, el verano, la ciudad, la gente, los semáforos. Pero que si quiere puede pasarse por mi casa. Bajaré a por unas latas, hay tabaco. Charlaremos.
La verdad, por fin Todo el día queriendo redactar este poema y ahora no recuerdo qué se supone que tenía que decir. Los buenos escritores —no hace falta repetirlo— son aquellos que saben siempre, exactamente, cuándo no deben escribir. Pero ése evidentemente no es mi caso.
Nada de particular Hundo la cuchara en la blanda firmeza del yogur y me lo como, lentamente, de pie, a la luz de la nevera abierta. Paladeo su frescor gratificante, su suave y precisa consistencia. Era el último. Quizá por eso me recuerda ese poema de Carlos Williams, el poema en el que habla de las fresas. O tal vez fueran ciruelas, no lo sé. Y constatar así que, en efecto, no hay ideas sino en las cosas. Es verdad: en las ciruelas, las fresas, el yogur que termino y desecho en la basura antes de encaminarme hacia la cama sin nada de particular en la cabeza.
 Nada de esto te viene en el manual  La ducha no funciona. La sartén convierte en picadillo lo que se supone que tenía que ser nuestra comida. Abro el grifo del fregadero y me quedo con él en la mano. El perro está cojo. La mujer con la que vivo ha terminado de ponerse mala de los nervios. El teléfono no deja de sonar. (He puesto un contestador y no he conseguido remediar la situación. Al revés. El que no sigue llamando se me presenta directamente en casa sin previo aviso.) Hace ocho meses que envié un manuscrito de hace dos años a un editor. Me dijo que me enviaría el contrato y un anticipo. Y todavía estoy esperando. Tengo trescientos folios encima de la mesa que tendría que haber tenido listos para hace dos meses por lo menos. Lo que queda de la cuenta bancaria está en rojo. Duermo cuatro horas, si las duermo, y aún así no parece haber manera de ponerse al día. (Y acordarme de Balzac no me sirve de gran cosa.) Me duelen los riñones, la espalda, los ojos, y me duele hasta la polla, y eso que tengo suerte últimamente si la consigo usar para mear. (Fui al médico y me preguntó que cómo me ganaba la vida. Garabateando, le dije. Quince horas de promedio delante del ordenador. Se encogió de hombros y me dijo que lo más probable era que acabara ciego poco antes de llegar a los cuarenta. Luego añadió que en cuanto a lo otro no le extrañaría nada que lo del análisis se tratara de un quiste hidatídico. Pero que podría ser peor.) Y finalmente llego a casa y el portero me comunica que los del ayuntamiento están a punto de declarar en ruina el edificio. Y luego suena el teléfono una vez más y un bromista me pregunta que si estoy escribiendo algo últimamente. Por supuesto, le digo. Incluso estoy probando una nueva técnica. ¿Una nueva técnica? Sí, ¿no la conoces? Se trata de meterte un bolígrafo en el culo y luego hacerte una paja sentado encima de un papel. No es realmente nada nuevo. Pero optimiza el tiempo que da gusto, y es catártico, además. Y aunque no parece demasiado convencido hay una cosa que sí puedo garantizar: con esa clase de respuestas te los acabas de quitar de encima de una vez por todas. Juro que no vuelven a llamar. En cuanto a las promesas de inmortalidad garantizada que te ofrecen sacándote en sus papeles, hace tiempo que dejé de preocuparme. A juzgar por las magnas biografías de los grandes personajes de la historia es más que evidente que con mis ridículos avatares cotidianos no doy la talla ni de coña.
   La última noche de la Tierra  El mirlo de todos los años ha vuelto a visitar mi casa y todavía sigo aquí. Su música no cambia y eso ya lo he escrito. Pero mi trabajo es constatar lo obvio y eso es lo que el mirlo me viene a recordar. El tiempo pasa, la gente se hace vieja, se muere, por su propia mano o con ayuda. Las palabras van bajando por el desagüe de lo que alguien ha llamado la intrahistoria. Todo fluye y se pierde, los ríos en el mar, el mar en la inmensidad inabarcable del cosmos, el cosmos en la nada de la que no debió salir. Mientras tanto tecleamos. Un sordo tamborileo contra siglos de muerte programada y un futuro de certera incertidumbre. Un batallón de patéticos amanuenses del olvido exigiendo dos camisas para el camino hacia el patíbulo. Pero no es el frío el problema, sino el miedo. Y es el mirlo, en su ignorancia, el que sabe la verdad. Cumple sin la más mínima estridencia el ritual que le ha impuesto la biología. Luego morirá. Sin epitafios, como éste, que se deshagan con una mueca indiferente entre las llamas de la última noche de la Tierra, cuando nadie entienda ya ningún significado, si es que algo tuvo sentido alguna vez.


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