Revista Cultura y Ocio

Ruidos II

Por Calvodemora

Al principio debió ser el silencio, una sustancia levísima de la que no se puede decir nada, un concepto ajeno al discurso de las palabras. De Dios, de lo que quiera que Dios pueda ser, se podría pensar que estuvo ahí, en ese inasible soplo y que después, aquí no sabemos usar los adverbios y después y antes o incluso ahora no valen para fijar un momento en el tiempo, llegó todo lo demás. No a la vez. Ni siquiera de un modo previsible. Sabemos que se podría inferir un relato, pero tendríamos la certeza de que es la ficción el que lo gobierne, la ficción canónica, la pura, El silencio como un poema en el que se contuviese toda la belleza posible del mundo, la de las cosas que nacen y la que tendrán cuando la vida inicie su singladura. Me parece que es la primera vez que uso la palabra singladura. Suena a viaje, me hace pensar en Kavafis, en una longitud maravillosa de ríos y de nubes, de montañas y de océanos. Todo lo que alcanzo a imaginar está en blanco. Como si fuesen fotografías. No les pone sonido mi cabeza. No hay música ni sé pronunciar las palabras con las que registrar todos esos prodigios. Después del estallido primero, del bang fundancional, el silencio ocupó un lugar secundario. Hace poco leí que unos científicos habían grabado el sonido del cosmos. Eran, al escucharlos, pequeñas explosiones sostenidas, una especie de teclado korg expandiéndose sin concierto, liberado de toda intención, Anoche acerqué el oído a la calle. La ventana, recién abierta, solo era una invitación a pensar en el frío, en la soledad de afuera, pero no aprecié el silencio. Aun siendo tarde, quizá las dos de las mañana, sin que ningún coche malograra mi propósito, no supe encontrar el silencio. Perceptibles, livianas evidencias de que la vida fluía por todos lados. Convine que el problema era enteramente mío. Pensar, probablemente, producía una diminuta interferencia, la precisa para que yo no pudiese adquirir mi silencio deseado. Después (volvemos a usar las palabras, regresamos al cómputo de las horas, al insobornable trasegar del tiempo) encontré un atisbo de esa plenitud acústica (o de su ausencia completa) cuando conciliaba el sueño. El cansancio me restituyó esa voluntad absoluta de silencio. En la quietud, en la franja perfecta en la que no estás despierto ni dormido, creí percibir a lo lejos los ruidos de la casa. No lo puedo asegurar. No soy capaz de escuchar el motor del frigorífico, en la cocina; tampoco el tic tac de los relojes, algunos hay, en las habitaciones. Lo último que recuerdo fue el ruido que hice al acomodar el cuerpo entre las sábanas. El edredón nórdico estaba confabulado para desbaratar mi empresa. Poco después de despertarme, ya a punto de salir al trabajo, escribí sobre el ruido. Ahora que el día se va acabando, escribo sobre el silencio.


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