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Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)

Publicado el 27 febrero 2017 por 39escalones

Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)

Una película de intriga criminal en la que desde el principio se conoce la identidad del culpable y cuyo misterio radica en si la redención del delincuente será posible antes de que el largo brazo de la ley se pose sobre su hombro. Ese es el nudo dramático central de esta comedia detectivesca producida por Columbia en la línea de la mítica Ealing británica, es decir entre el costumbrismo y el humor irreverente, y protagonizada por uno de sus rostros más conocidos, Alec Guinness. El actor se mete en la piel del Padre Brown, el sacerdote-detective creado para la literatura por G. K. Chesterton, en una historia de robos y cuitas espirituales narrada en tono amable y con un fino y socarrón sentido del humor. A su lado, como oponente y oveja que reconducir al redil, el célebre ladrón Flambeau (Peter Finch), legendario y escurridizo autor de rocambolescos robos de valiosísimas obras de arte que, misteriosamente, nunca terminan en los circuitos de venta de piezas robadas, sino que parecen volatilizarse, desaparecer. Y es que Flambeau no es un ladrón con ánimo de lucro, sino un alma sensible y romántica que no puede vivir si no es rodeada de belleza.

Y el primer oficio del Padre Brown, aunque se trate de un detective aficionado absorbido por su afición las veinticuatro horas, es ser pastor de almas. Por eso no busca el mero castigo penal, sino la recuperación del pecador para los campos del Señor. Por tanto, se ocupa únicamente de delitos “blandos”, es decir, de pequeños robos, leves transgresiones de la ley, o de delincuencia de guante blanco, todo muy civilizado y comedido, sin espacio para la violencia extrema, la sangre a borbotones, el asesinato, los ángeles caídos de forma irrecuperable. A veces él mismo se convierte en herramienta para esa remisión de condena, como ocurre en el episodio que abre la película: sorprendido en una oficina, con la caja fuerte abierta y un maletín repleto de fajos de billetes, la policía lo detiene y lo lleva al calabozo, lo que da pie a una serie de divertidas confusiones de diálogos chispeantes, en la que más importante que el humor verbal es el lenguaje visual. Cuando el Padre Brown es despojado de sus objetos personales antes de ser encerrado, incluidos los propios de su oficio, su cara de tristeza, su mirada lastimera, se dirigen a ¡¡¡una chocolatina!!! Y es que, además del crimen de perfil bajo, su otra gran atracción son los dulces, y en particular el chocolate. Después de este prólogo, la película entra en materia: sin duda el famoso Flambeau, maestro del disfraz, a quien nadie conoce, cuyo rostro nadie ha visto, querrá apoderarse de la cruz medieval de madera tallada, una reliquia de San Agustín, que, cedida por el obispado, el propio Padre Brown va a llevar a Roma para su exposición en el Vaticano. Durante el viaje en tren, en barco y de nuevo en tren, las sospechas del Padre Brown se dirigen contra un dicharachero y campechano comerciante (Bernard Lee) del que pronto deduce que no es quien dice ser, y busca la constante compañía de otro sacerdote en tránsito a Roma para mantenerse a salvo. Sin embargo, despojado de su valioso objeto en una estupenda secuencia situada en las catacumbas de París, y ya de regreso en Inglaterra, el Padre Brown diseña una trampa para lograr la captura de Flambeau y la recuperación de su crucifijo: airear que el valiosísimo ajedrez de plata de su querida amiga y joven viuda, Lady Warren, va a salir a subasta. Por supuesto, Flambeau acude a la cita, pero esta vez tendrá una dificultad añadida para hacerse con el botín: hay una persona, el Padre Brown, que sí conoce su rostro.

La historia destila un finísimo humor que reparte estopa para todos: la jerarquía eclesiástica se lleva una buena parte, en especial durante la jugosa secuencia que el sacerdote comparte con el obispo, pero también hay munición de sobra para la policía (británica y francesa) y, particularmente, para la aristocracia. La narración transita por lugares lujosos y refinados, más allá de la parroquia donde Brown ejerce, ya sea en la casa de campo de Lady Warren, ya en el palacio francés de Flambeau. La funcionalidad de la dirección de Robert Hamer, que se limita a no interferir ostensiblemente con lo que al guión le interesa contar y, sobre todo al despliegue interpretativo de Guinness, el verdadero centro de la película, sirve no obstante perfectamente a los momentos más cómicos y atractivos del metraje, como la secuencia de la subasta, la fila de sacerdotes mareados en la borda del barco y, especialmente, aquella en la que Brown acude una biblioteca-registro en Francia para averiguar cómo localizar a Flambeau a través del escudo nobiliario de la que parece ser su familia. Una coreografía de movimientos entre el estrafalario bibliotecario y el atolondrado padre que entorpece decisivamente la investigación en un momento crucial. Y es que el Padre, tan hábil en sus razonamientos de sentido común, en bastante poco diestro en cualquier otra faceta. Naturalmente, tratándose de una comedia de buenas intenciones, aunque de verbo y subtexto afilados, todo apunta hacia la consecución de los deseos del cura y a la previsible conclusión con, además, un plus sentimental. Sin duda, es el duelo de inteligencias lo más interesante de la cinta, lucha de ingenios (y a veces también una lucha física, como en los subterráneos de París, donde el padre pone en práctica esas excéntricas enseñanzas de artes marciales que dejan perplejos a sus superiores) que no se trata solo de un debate artístico o legal, sino también espiritual, casi teológico. Son las secuencias que Guinness y Finch comparten, en las que prima el diálogo sobre la acción, donde la película se eleva y mantiene el interés. Cuando Hamer rueda persecuciones, secuencias en movimiento, todo parece más precario y deslavazado.

Se da una circunstancia añadida, en parte extracinematográfica, que dota a la película de una perspectiva adicional. En el tiempo en que se filmó, su protagonista, Alec Guinness, tal como cuenta en sus memorias, vivía una especie de crisis espiritual que con el tiempo le llevaría desde el anglicanismo a su conversión al catolicismo romano. De este modo, muchas de las posturas y de los argumentos que se manejan en la película, en particular los que provienen de su personaje, parecen responder tanto a reflexiones del Padre Brown como a dudas internas del propio Guinness en su tránsito a una nueva fe que le proporcionara paz de espíritu. Esa dimensión personal, el despertar de una conciencia (de Guinness durante el rodaje; de Flambeau en el argumento de la película), unida a la pericia cómica de Guinness en la representación del típico humor de flema británica, otorga a la película el adecuado tono burlón que, ensombrecido en algún momento por el sentimentalismo, religioso o amoroso, permite disfrutar con un entretenimiento inteligente y encantador.


Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)

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