Revista Cultura y Ocio

Salamanca, 1936

Por Cayetano
Salamanca, 1936


Hacía poco más de cinco meses que se había iniciado la guerra civil.  En algunos lugares de la llamada zona nacional, controlada por los partidarios de Franco, se procedía a detener a las personas sospechosas de republicanismo y a desmantelar todo vestigio de la era anterior.  Salamanca era uno de esos lugares.  Y yo, Miguel de Unamuno, era por entonces el rector de su vieja y afamada universidad.  Aunque republicano de corazón, apoyé la sublevación militar de 1936. Los nacionales, siempre faltos de apoyos entre los intelectuales, aplaudieron ese gesto mío; lo que me valió el enojo y el distanciamiento de otros compatriotas republicanos que no entendieron mi posición en esos momentos. Inocente de mí, pensé que España estaba en peligro de desintegración y que necesitaba salvarse. Pensé que el levantamiento militar, además de respetar el sistema republicano, iba a consistir simplemente en un golpe para imponer el orden al estilo de los que se daban en el siglo XIX. Por eso apoyé a los que se autoproclamaban como salvadores. Confiaba en ellos. Evidentemente, pequé de ingenuo:  « Esta lucha no es una lucha contra la República liberal, es una lucha por la civilización. Lo que representa Madrid no es socialismo, no es democracia ni siquiera comunismo. Es la anarquía, con todos los atributos que esta palabra temible supone... En este momento crítico por el que atraviesa España, es indispensable que yo me sume a los militares. Son ellos los que mantendrán el orden porque tienen el sentido de la disciplina y saben imponerlo. No haga usted caso de lo que digan de mí. ¡Yo no me he vuelto un hombre de derechas, yo no he traicionado la Libertad! Pero, por de pronto, es urgente instaurar el orden. Usted verá dentro de algún tiempo, sin tardar mucho, que yo seré el primero en reanudar la lucha por la Libertad. Yo no soy fascista ni bolchevique. ¡Yo estoy solo!» (1)  Lo mío era un fundado temor de que España y de paso la civilización occidental acabara desintegrándose por el avance del comunismo. Frente a este peligro evidente, el mensaje de José Antonio y del mundo falangista era de renovación y de salvación: preservar lo español y llevar a cabo una transformación profunda de sus estructuras, impregnándolo todo de idealismo, patriotismo y generosidad. Muchas de sus ideas renovadoras podrían perfectamente ser asumidas por las formaciones de izquierdas del momento.  De hecho ya había tenido algunos contactos personalmente con José Antonio, en Salamanca, en mi propia casa, donde vino acompañado de Rafael Sánchez Mazas, inmediatamente antes de un mitin que iban a celebrar en el teatro Bretón el día 10 de febrero de 1935, al que, ante la alegría y la sorpresa de los propios falangistas, asistí.  Me resultaba atractiva esa combinación valiente de renovación y tradición. Esa simbiosis entre izquierda y derecha, entre socialismo y fe religiosa. Esa ilusión por querer cambiar las cosas que estaban mal y mantener lo genuinamente español. Ya apunté en una ocasión, cuando era joven:  «Me puse a estudiar la economía política del capitalismo y el socialismo científico a la vez, y ha acabado por penetrarme la convicción de que el socialismo limpio y puro, sin disfraz ni vacuna, el socialismo que inició Carlos Marx con la gloriosa internacional de trabajadores, y al cual vienen a refluir corrientes de otras partes, es el único ideal hoy vivo de veras, es la religión de la humanidad (...) pero el religioso y el económico son –acción y reacción mutuas– los factores cardinales de la historia humana (...) La economía es la lógica material, la fe el ideal de toda cuestión.» (2)  Creí en su mensaje social, anticaciquil, revolucionario, pero tremendamente español. Como creyeron muchos otros, convencido estoy de ello, incluyendo su propio fundador. El mismo José Antonio me hizo llegar un ejemplar del libro del falangista J. Pérez de Cabo, escrito el año anterior al estallido de la guerra, donde decía cosas como esta: “Aun así, no hemos de negarles el saludo de camaradas a cuantos, marxistas o no, sientan las inquietudes del espíritu en el campo de la sociología; porque camaradas consideramos a quienes, como quería Platón, vayan empujados por Eros (por el Amor) en busca de la verdad. Somos milicia, y hemos de hacer honor a nuestros juramentos; pero cuando hayan pasado nuestros tiempos heroicos y nuestras banderas regresen del campo de batalla ondeando al viento de la victoria, sabremos depositar una corona de siemprevivas sobre la tumba de cuantos hayan caído en defensa de un ideal, aun sobre la tumba de nuestros adversarios. Eran españoles, combatían a España creyendo defenderla, y generosamente vertieron su sangre por la doctrina que el error les presentaba como salvadora de España. Nuestro amor, para todos los españoles; nuestro respeto, para todas las lealtades; nuestra crítica, para todas las doctrinas; nuestro odio, para todas las farsas. Y todo por la gloria y la grandeza de España.”(3) 

Salamanca, 1936

Lo que no podía imaginar entonces es que el autor de este libro empezaría enseguida a resultar molesto a los partidarios de Franco y que se lo quitarían de en medio en la primera oportunidad que tuvieran, acusado injustamente de estraperlista, ejecutado en el paredón reservado a los traidores de España.  Pero entonces, al inicio de la guerra, todos formaban una piña junto a Franco. No había fisuras. Eran tiempos en que el general no se había apropiado todavía del movimiento falangista.  Por estas y otras cosas yo les di un voto de confianza.  Pero mi apoyo duró poco más de dos meses. Del entusiasmo pasé a la decepción. Empecé a ver cosas que no me gustaban. Detenciones, persecuciones, ejecuciones. Fusilamientos tras juicios sumarísimos. Gente perseguida por sus opiniones o por su credo religioso… Ya en agosto, cuando arriaron la bandera republicana del ayuntamiento de Salamanca no acudí al acto.  Tras el envío de la Legión Cóndor por parte de Hitler en apoyo de Franco se me despejaron todas las incógnitas: nadie quería salvar la república ni la cultura occidental librepensadora que se había consolidado en Europa. El objetivo era instalar un régimen autoritario fascista al estilo de Italia o Alemania.  Comenté en alguna ocasión: ”Cuando se sepa la historia contemporánea, la actual, la de hoy, de aquí a cien, a quinientos, a mil años, y los de entonces se enteren de cómo la estamos viviendo sus actores, se asombrarán de nuestra ceguera.” (4) Eso dije una vez y lo mantengo. En efecto estábamos ciegos. Yo, el primero de todos.  No podía dar crédito a lo que estaba viendo y viviendo en aquellos días desde que estalló la guerra. No había intención de salvar a nadie, de recuperar la esencia de la patria, de reconstruir nada. Lo único que vi por todas partes era sed de venganza, violencia, ajustes de cuentas, rapiña… Así no se rehace un país tan castigado como el nuestro.  Fue el miércoles 12 de octubre cuando tuvo lugar el incidente en el Paraninfo de la Universidad. Allí concurrían altas personalidades académicas y militares afectas al golpe. En el estrado estábamos Millán Astray, la esposa de Franco y un servidor. Yo no tenía previsto intervenir, pero la cosa vino rodada.  Aquello no era otra cosa que la escenificación de otra página absurda y grotesca de nuestra existencia y de nuestra historia. El hombre, en su finitud existencial, es un ser lanzado al teatro del mundo, situado en la tragicomedia del existir. Con paso vacilante se mueve entre la luz del ser y las tinieblas de la nada. Caminando angustiado entre la niebla de su existencia, se pregunta si todo no será más que un sueño. Y en ese sueño probable, el único lujo que se puede permitir es el de ser auténtico y sincero consigo mismo y con los demás. Porque de razones vive el hombre, de sueños sobrevive y de honradez perdura en la memoria de los demás. 


(Continúa)
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(1) Suárez, L.: Franco. Crónica de un tiempo, Actas, Madrid 1999. 
(2) Carta enviada a Valentín Hernández el 14 de octubre de 1984, citado por Dolores Gómez Molleda en El socialismo español y los intelectuales. Ediciones Universidad de Salamanca. 1980. 
(3) J. Pérez de Cabo, Arriba España. Madrid 1935. Prologado por José Antonio Primo de Rivera. 
(4) Ayer, hoy y mañana, artículo publicado el 27 de marzo de 1936. 
Fragmentos de un capítulo de "En la frontera"

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