Revista Opinión

Salieri contra Mozart

Publicado el 12 junio 2019 por Carlosgu82

¿Por qué buscar la rigurosidad histórica, cuando solo una pequeña masa de audiencia la apreciara, no sin alguna queja ni especulación?

Amadeus (1984), dirigida por Milos Forman, es una de esas películas geniales, poco recordadas por el gran público, que merece ser vista muchas veces; una gran obra cinematográfica que lucha, sobre todas las cosas, por “revelar al arte escondiendo al artista” (Oscar Wilde). Una ficción como todas las obras o proyectos artísticos, o nada artísticos. La revisión de la vida de un genio a través de la mirada de un crítico envidioso, contemporáneo del artista.

Les recomiendo ver un video que revisa la pelicula, mostrándonos otra perspectiva de la representación. Dejo aquí el enlace:

No criticare la película, ni mostrare curiosidades… Me limitare a narrarla. Quiero hacer algo parecido a las paráfrasis de Leon Felipe para con “Canto a mí mismo” de Whitman.

Amadeus es una película escolar, al menos en mi experiencia: los profesores de música, incapaces de involucrar a sus alumnos para tocar simples notas en una flauta, preferían gastar la hora o dos horas de clase en intentar entretenernos con documentales o películas, como si estas no se pudieran encontrar en otro lado. Yo la vi dos veces: la primera en sexto de primaria (claro que no me intereso nada) y la segunda, cuando cursaba la secundaria. Esta revisión de la película fue la que más impacto me género, aunque no encontré ningún significado más allá de la hermosa puesta en escena.

Pasaron unos años, la volví a ver y entendí, no solo la trama, también las pasiones y genio de los hombres de un pasado que, lamentablemente, se perdió. El final del Siglo XVIII, de ese esplendor europeo lleno de oro, festejos, vestidos enormes, pelucas extravagantes, opera, carruajes, muebles finos, e interiores de marfil y madera; excesos que provocarían el final de la monarquía y el nacimiento de las primeras democracias en el mundo. Y Mozart, el personaje más importante en la escena musical de esa época, un genio que desde los cinco años ya tocaba y componía: un hijo de esos tiempos donde el arte era muy importante, más que las banalidades de la masa (que, en Siglo XXI, incluso alteran a la economía mundial). Mozart fue uno de esos “niños prodigios” que toda Europa buscaba, y, sin duda, para su padre Leopold fue una bendición encontrar a uno en su vástago más pequeño.

Sin embargo, la época de Mozart fue demasiado ingrata con él. La monarquía, temerosa de que su pueblo ya no lo fuera, limito y censuro su obra. No de manera extrema, porque lo valoraban y hasta le querían.

Me fue difícil de admitir tal maltrato por parte de un gremio del pasado, que bebía de tradiciones convenientes ignorantes y fantasticas, que para mí siglo (con algunas excepciones que no hemos podido llevar a la guillotina) ya no serían admisibles. Pero en “Amadeus”, Mozart, aun con todo el genio con el que cargaba, no le servía más que como una máscara, tan extraña y superior, que a ojos de la mayor parte de sus contemporáneos era insoportable. A nuestros ojos (la generación que tampoco habría apreciado mucho un genio como ese, o habria ignorado completamente) toda la película muestra una época sin nada de lo importante que integra nuestra vida actual.

Las razones del protagonista de “Amadeus”, que no es Mozart sino Salieri, compositor de cámara en la corte del emperador de Austria, podrían parecer irracionales: una envida llevada a extremos asesinos por no tener talento, no parece la gran cosa. “Es demasiado subjetivo el asunto”, dirían quienes no han sufrido por y para el Arte, que en estos tiempos son tan pocos. Por eso “Amadeus” es una película olvidada, abandonada para proyectarse en escuelas secundarias con el propósito de “Hacer Tiempo”.

La película comienza con el intento de suicidio de un viejo y su traslado a un manicomio. Continua, siguiendo a un sacerdote. Este se presenta ante el viejo suicida y le habla de Dios. Salieri, nuestro viejo, observa con curiosidad a aquel “Ciervo del Señor”, como si supiera algo que él no. No contesta a su Pregunta con palabras sino con música. Una primera canción: “¿La conoce?”, pregunta Salieri. El sacerdote contesta: “Discúlpeme, pero no.” Incrédulo, Salieri vuelve a su piano y toca otras notas, y vuelve a preguntar si conoce la melodía. “No”, contesta el confesor. La incredulidad de Salieri, sin que lo sepa el Sacerdote, está respondiendo a su perorata cristiana. Salieri no se altera y vuelve a su pianola y comienza a tocar otra canción “Pam…  pam, pam… pam, pam ,pam…PAM… PAM… PAM… Eso lo conozco. Es hermoso. No sabía que era de usted” La respuesta de Salieri define toda una historia y contesta su Pregunta: “No lo es… Lo compuso Mozart. Wolfgang Amadeus Mozart.”

Amar algo que el mundo, o el mundo en el que vives desprecia, que no comprendan la pasión que “eso” promueve en nuestro corazón, ser y hacer algo que no parece lo correcto, no por vulgar o despreciable, sino porque existen otras cosas más “importantes” que lo que tu deseas. Estar atrapado en un lugar, en un tiempo y con la gente equivocada, es seguro que a todos nos ha pasado.

A Antonio Salieri le paso. Él adoraba la música pero su padre la despreciaba, o a los que trabajan para ella. Aquí Salieri le confeso al Sacerdote una oración infantil, un ruego lleno de solicitudes y promesas a Dios, para que un milagro lo convirtiera en un gran compositor de música. “Yo te serviré, Dios, con mi música” El candor de ese dialogo se perdió cuando Salieri dijo que Dios sí cumplió. La muerte de su padre, en un accidente doméstico, significaba, era la señal de un milagro. Ahora el incrédulo era el Sacerdote. Pero su historia no comienza cuando logra convertirse en uno de los compositores más respetados de su tiempo, hasta llegar ha adiestrar al Emperador que más adoraba el arte, sino cuando entra en su vida Mozart.

Salieri, por fin, va a conocer a su ídolo, Mozart, famoso en Europa por su trabajo en la música y por el padre que le educo. Salieri juega consigo mismo, y busca a Mozart en una fiesta, entre jóvenes rostros desconocidos. Cuando lo encuentra, se sorprende: un muchacho vulgar y lascivo, ¿pretende ser un genio musical? Salieri no lo puede aceptar. Sin embargo, la realidad supera al italiano, mira con rencor a Dios, y nombra a Mozart como «su instrumento».

Cuando Salieri se entera de que su gran amor, una cantante de ópera, la ha mancillado su nuevo enemigo, le declara la guerra a Dios.

“Mi plan era tan simple que me aterraba…”, le confiesa Salieri al Sacerdote.

Cuánto odio le guardaba Salieri a Dios, que parece patético, ¿injustificado? No es algo obvio, para mí sí es comprensible: la negación de un talento que ni el arduo trabajo de toda una vida humana podría proporcionar. Imagine la impotencia de haberse puesto al servicio de un Arte, y no solo descubrir que hay otro mejor que tú, sino tener la certeza de que estas en el mundo solamente para confirmar y soportar, también admirar, la maravilla que son todas las obras de este. Lo terrible es que Salieri, tal vez, era el único de su tiempo que vio y supo en que se iba convertir Mozart (desde las perfectivas de la ficción y la biografía).

Limitar sus obras, censurarlas o minimizarlas ante “la Gran Audiencia” (tanto la monarquía como el pueblo) no sirvió a Salieri, al principio, ante el talento de Mozart. Aunque rencoroso por las burlas de este hacia su persona, Salieri no lograría desquitarse, hacer escuchar a Dios su risa: Mozart moriría antes de querer exhibirlo.

Sin embargo, la decadencia es inevitable para Mozart, y las presentaciones  en teatros vulgares, para el pueblo, en las que composiciones maravillosamente divinas solo serán tocadas para oídos mortales, serán mal pagadas, exigidas en masa, ignorando el tiempo y la dificultad para completarlas, las deudas y el desprecio de la monarquía lo demuestran. Salieri, como dador de desgracias, se encarga de que se representen las obras de Mozart en pocos lugares y durante poco tiempo. Aquí surge una duda: ¿Mozart quería ser adorado solamente por el Poder? Entonces Mozart recibe la noticia de la muerte de su padre, y la cadena invisible que lo ataba a su estricto proceder se rompe. Pero es el hijo el primero en rendir honores a esa perdida, y Leopold es recordado en una oscura opereta. Salieri no pudo no ver esto.

Paso poco tiempo, cuando un extraño, que emulaba uno de los últimos disfraces que Mozart vio puesto a su padre, se presentó en la casa del compositor austriaco. Mozart se espanta ante la Aparición; esta (la voz no nos es desconocida) le encarga al artista una misa para muertos, entregándole al tiempo una bolsa con monedas. Mozart, todavía sorprendido, sostiene con avaricia las monedas en su mano y acepta componerla. En ese momento, la semilla se sembró, ahora solo había que esperar y ver como consume al portador.

Las fiebres se ciernen sobre el trabajador Mozart y su pequeña familia. Su esposa lo abandona para irse a curar. Él se queda en casa, soportando el aliento de la muerte (inicio de la conclusión).

Mozart representa otra obra. Su malestar es evidente. Dirigiendo la orquesta, en un momento, mientras tocaba algunas notas agudas en una pianola, se desmaya. Salieri (quien, a pesar de su guerra, no había dejado de asistir a todas las representaciones de las obras del joven austriaco) lo ve y corre hasta donde está. Pide ayuda para cargar a Mozart hasta el carruaje. Antes de irse a la parte trasera del transporte, Salieri calma al impaciente pero sudoroso Mozart que no dejaba de preguntar por su obra.

Llegan a casa de Mozart. Salieri pide a un mozo que recueste al enfermo en su cama. El mozo se va, dejando a Mozart dormido.

Mozart despierta y se descubre en casa, con Salieri. Antes de agradecer cualquier cosa, tocan la puerta de entrada. Mozart recuerda su obligación para con la Aparición y le pide a Salieri que engañe por él. Salieri parece desconocer aquel trato… Por supuesto, el Espectador lo sabe todo. Salieri abrió la puerta.

Cuando regresa al cuarto del enfermo, Salieri engaña a su “enemigo”, y le da un saquito con monedas. ¡Según la treta debe terminar el Requiem! El genio, impulsado por ducados, decide acabar su “patética obra”. Salieri se ofrece a ayudarlo. Aunque tiene sus dudas, Mozart está demasiado enfermo como para negar el apoyo de un compañero compositor tan capaz.

Comienzan con algunas notas, pero es inevitable el intercambio de pensamientos entre esos dos hombres geniales. El dialogo donde Mozart duda de la existencia de un fuego que nunca se apaga… Pero estoy seguro que quien dudo no fue el Genio, sino la interpretación sobre “el personaje” Mozart de un incrédulo del SXXI puesta en el guión: ese siglo tan mecanizado, dogmático y paranoico, bárbaro, donde Dios solo reside en los silenciosos y convenientes lamentos de los hipócritas, no podría creer que una mente como la de Mozart pensara que era parte de una fuerza suprema invisible. (Mozart, en realidad, fue un profundo católico y masón; compuso música sacra). ¡Aquí encuentra, lector, la primera contradicción en este ensayo!

La escena en que Mozart y Salieri trabajan en la misa para muertos… La incredulidad de un mediocre Salieri ante la magna obra… De pronto, y tras un ataque nervioso, el italiano logra comprender y poner en papel “la verdadera voz de Dios”, antes de perder la razón. El Espectador escucha parte de la composición en armonía con la escena.

En ese momento, ¿hay un armisticio silencioso entre los enemigos, o el austriaco, como lo haría un Dios amoroso y piadoso, se compadece y perdona al envidioso italiano?

El compositor y su admirador-critico-enemigo, Dios y el Diablo, unidos por una noche en una danza mortuoria, extraordinaria, para invocar y crear algo inmarcesible, aunque incompleto.

Y una de las partes finales, cuando nos despedimos del cuerpo de Mozart, que se aleja transportado por una oscura carreta. En este conjunto de escenas, el genio cinematográfico del director se expresa mejor. Algunos personajes, conocidos del difunto, también para nosotros, muestran sus respetos y lloran la perdida, al tiempo que sus rostros resumen una vida ajena, la de Wolfgang Amadeus Mozart.

Salieri, el personaje fundamental de esta película,  habla de su castigo y completa su confesión criminal. Termina la película con él, dando un paseo entre la multitud de locos y desahuciados marginados, diciendo: “Mediocres de todo el mundo, yo los absuelvo… yo los absuelvo… yo los absuelvo… los absuelvo a todos” El santo patrón de los mediocres se pasea como el Papa Negro, irónico y cruel.

¿Por qué volver a esta película? ¿Por qué vuelvo yo a ella? Para inspirarme y creer y saber (la historia también me sostiene) que hubo hombres para los que el arte lo fue TODO.  Encima del arte no había nada (aunque manos ajenas los arrastraran por toda la tierra con sus dogmas y sus reglas), ni dinero, ni posición, ni siquiera la cordura valía más que la posesión de un talento artístico real. El no tenerlo, no poder crear obras magnas, era una verdadera tragedia. ¿Y la mía?

Escrito por José Ávila


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