Delicado en las formas y acerado en el fondo, Juan Antonio Samaranch, que a sus 82 años revive momentos de gloria en el décimo aniversario de su Barcelona’92, es el paradigma de los falangistas y franquistas apacibles y menos broncos, transformados luego en respetados demócratas.
El tardofranquismo fue una extraña galaxia en la que convivieron duros fascistas como Girón de Velasco, jóvenes lobos, como Adolfo Suárez, y figuras discretas y elegantes, como el catalán Samaranch.
La teoría de que hay dos Españas irreconciliables quedó herida con gente como él: ambas pueden sucederse, incluso en una sola persona.
De jerarca del Régimen, pasó a eficaz embajador en Moscú de la recién nacida democracia española cuando agonizaba la dictadura soviética.
Desde allí, mediando en la guerra fría oriente-occidente, ganó la presidencia del Comité Olímpico Internacional (COI), e hizo estrellas a Barcelona y a España del espectáculo olímpico.
Durante dos décadas, como máximo dirigente del COI, fue el español más influyente en el planeta, pues el deporte es mucho más que jóvenes deportistas: es sagacidad política, y Samaranch atenuó muchas hostilidades y enfrentamientos internacionales, lo que le agradecieron condecorándolo, prácticamente, todas las ideología y regímenes.
Dejó también para la historia su lucha contra la discriminación racial y el dopaje de los atletas, y una eficaz y rentable maquinaria olímpica.
Aunque siempre lo hostigaron con su pasado, su seny y habilidad negociadora lo consagraron, seguramente, como el mejor presidente del COI después de su fundador, Pierre de Coubertain.
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