Revista Cultura y Ocio

Santa Isabel de la Trinidad y el perdón

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

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María del Puerto Alonso, ocd Puçol

Este es el primer año que celebramos el día de Santa Isabel de la Trinidad, pues fue canonizada hace menos de un mes, el 16 de octubre, por nuestro papa Francisco. La Iglesia nos la ha puesto como ejemplo y modelo de cristiana.

Esta hermana nuestra tiene la peculiaridad de que adquiere una evolución evidente en todo su pensamiento desde antes de entrar al Carmelo hasta su muerte. En el tema del perdón, no puede ser menos. Así observamos a través de su diario, que en las misiones a las que asistía, ella se dejaba llevar por el sentir de la época. Sensiblero y jansenista.

Isabel –de fuerte carácter que fue dominando con gran esfuerzo desde su infancia– se siente pecadora y necesitada del perdón de Dios. Esta necesidad del perdón divino la vive al principio de forma un poco dramática, influenciada, como hemos dicho, por la mentalidad de la época.Así se lee en su Diario:

“Después del sermón, que ha sido tan emocionante, el Padre ha recitado en alta voz el acto de contrición, durante el cual he llorado mucho. ¡Oh, Jesús, perdón! Perdón por mis pecados, por mis pasados arrebatos de ira, por mi mal ejemplo, por mi orgullo y por las faltas que cometo tan frecuentemente. Lo reconozco. No hay criatura más miserable que yo, porque me habéis dado tanto y no habéis cesado de colmarme de gracias. Perdón, Señor. ¿Cómo me atrevo a pedir perdón para los otros siendo tan culpable?… ¿Cómo no os habéis alejado de mí después de tantas ofensas? ¡Oh, Señor Jesús, mi esposo, mi vida, perdón!”

Pero lo que estremece más aún es la idea de Dios y del juicio que reinaba entonces. Así transcribe la joven Isabel en sus apuntes los sermones de su tiempo:

“¡Ah! Si la muerte es horrible porque nos parte en dos, sería una cosa poco importante si todo acabase allí. Pero hay que presentarse delante de Dios, darle cuenta de toda la vida, y esta vez no en función de padre del hijo pródigo, tan bueno y tan misericordioso, ni tampoco de Buen Pastor, sino de juez terrible e inexorable, que no perdona más…”

Pero Isabel entra en el Carmelo con 21 años. El contacto con nuestros santos: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresita del niño Jesús (contemporánea de Isabel de la Trinidad) y con la Sagrada Escritura y la vida intensa de oración le hacen experimentar un Dios muy diferente.

En sus ejercicios espirituales que escribe en su último año de vida, la diferencia de mentalidad y sentimiento es abismal. De este modo, cuando habla del pecado, tras varias citas del apóstol san Pablo, ella escribe:

“El pecado es un mal tan espantoso que no debe cometerse ni para conseguir cualquier bien ni para evitar cualquier mal.” “Ahora bien, nosotros hemos cometido muchos.” ¿Cómo podemos no desfallecer en adoración cuando nos arrojamos al abismo de la misericordia y los ojos de nuestra alma se fijan en este hecho: Dios nos ha perdonado los pecados?”. Él lo ha dicho: “Borraré todas sus iniquidades y no me acordaré más de sus pecados” (Is 43, 25). El Señor en su clemencia ha querido dirigir nuestros pecados contra ellos mismos y en favor nuestro. Él ha encontrado el medio de hacérnoslos útiles, de convertirlos en nuestras manos en instrumentos de salvación. Que esto no disminuya en nada ni nuestro miedo de pecar ni nuestro dolor de haber pecado. Pero nuestros pecados se han convertido para nosotros en una fuente de humildad”.

Aquí vemos a una Isabel serena y confiada en la misericordia de Dios y que reconoce que “todo es gracia” (incluso el pecado) para quien vive de cara a este Dios de amor. Consciente de que en su época se vive el miedo y la culpabilidad, no duda en ser una verdadera apóstol en sus cartas a sus familiares y amistades, tratando de transmitir esta experiencia de un Dios que perdona y nos ama. Para ello usa abundantemente citas de la sagrada Escritura en las que ella ha visto expresada su experiencia de este Dios amor.

Isabel había sentido una llamada especial a vivir como “alabanza de gloria” a la Trinidad en la tierra. Faltaba menos de un año para su muerte cuando escribe a un sacerdote amigo: “Para ser alabanza de gloria hay que estar muerta a todo lo que no es Él, para no vibrar más que con su toque, y la miserable Isabel tiene muchas desatenciones con su Maestro. Pero Él la perdona, su divina mirada la purifica y, como S. Pablo, procura “olvidar lo que está detrás para lanzarse hacia lo que está delante” (Fil. 3, 13)”. Una buena enseñanza, que sigue siendo actual. Isabel es consciente de sus “desatenciones”, pero no se detiene a lamentarlas. Mira hacia delante, mira a Jesús. Su oración es un cruce de miradas de amor, entre el maestro e Isabel. Y ella se experimenta perdonada, amada, purificada. Esto le da alas para continuar con redoblado entusiasmo, en lugar que vivir en las lamentaciones y miserias.

Arriba citábamos los apuntes de Isabel sobre la muerte y el Dios que no perdona más. La joven Isabel no se cansa de predicar otro Dios a sus amistades:

“Francisquita querida, cuando llegue para nosotras la hora decisiva (ya que permaneceremos durante la eternidad en el estado en que el Señor nos encuentre y nuestro grado de gracia será nuestra medida de gloria), no creas que Dios se presentará ante nosotras para juzgarnos, sino que por el hecho de la liberación de nuestro cuerpo, nuestra alma podrá verle sin velo en ella misma, tal como le poseyó durante toda su vida, pero sin poderlo contemplar cara a cara. Todo esto es verdad, es la teología. Es muy consolador, ¿verdad?, pensar que Aquel que nos debe juzgar habita en nosotras para salvarnos siempre de nuestras miserias y para perdonárnoslas. San Pablo dice claramente: “Él nos ha justificado gratuitamente, por la fe en su sangre” (Rom. 3,24-25). ¡Oh Francisquita, qué ricas somos en dones de Dios, nosotras las predestinadas a la adopción divina y, por consiguiente, herederas de su herencia de gloria! (Ef. 1, 5, y 1, 14-18).”

En otra carta consuela a una amiga que se siente triste por no hacer lo suficiente por Dios. Le invita a saberse amada y a gozar de su presencia. De nuevo insiste en pensamientos positivos. Y le pone como ejemplo una mujer del Nuevo Testamento: la Magdalena, que según la tradición, se creía era una gran pecadora. Define hermosamente a Dios como “salvador”. ¿Sabría Isabel que la traducción del nombre hebreo de Jesús es “Dios salva”?… Esta carta la escribe al año siguiente de entrar en el Carmelo. Su cambio de mentalidad ya era evidente:

“Querida señora, Él no quiere que su alma se entristezca viendo lo que no se ha hecho únicamente por Él. Él es Salvador; su misión es perdonar, y el Padre nos decía en los Ejercicios: ‘No hay más que un movimiento en el Corazón de Cristo: borrar el pecado y llevar el alma a Dios’. Ruego mucho por usted, pues la siento tan amada por el Maestro, y le pido que la tome, la atraiga a Él cada vez más, para que a través de todas las cosas goce de su presencia. Que su alma sea otra Betania donde Jesús venga a descansar y donde usted le servirá el festín del amor. Querida señora, amemos como la Magdalena. Además, dé gracias por su pequeña amiga a Aquel que la escogió la mejor parte…”

Isabel no nos habla del perdón al hermano. En gran parte, porque se sentía una gran pecadora y no le parecía que ella tuviese nada que perdonar a nadie. Pero es evidente que cuando alguien experimenta el amor y perdón de Dios de modo tan profundo, no puede menos que vivirlo con los demás. Si no perdonamos al hermano, es que no hemos experimentado en profundidad nuestra propia necesidad de ser perdonados. Isabel se sabe perdonada y eso le lleva a vivir en gratitud y amor a Dios. Vivamos así nuestra vida.


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