Revista Cultura y Ocio

Shinpu

Por Humbertodib
ShinpuVolvía de la ciudad a pie, como todas las noches de martes, viernes y sábados. No eran más de tres kilómetros, el primero lo hacía por una calle de asfalto que atravesaba el pueblo en toda su extensión, desde el río hasta la estación Iyo-Saijō, y los dos restantes por un camino de tierra que corría -en cierta forma- caprichoso, uniendo las casas de los que habíamos elegido vivir en la montaña. Algunas veces recorría el trayecto en bicicleta, pero la bicicleta siempre me ensuciaba los pantalones con grasa o con barro, o hacía que transpirara demasiado y no me viera tan aseado como mi trabajo lo exigía: yo era uno de los tres meseros del único restaurante decente de Shikoku.Ese viernes estaba bastante cansado, habíamos servido la cena anual del personal de la empresa Hayashi, unas treinta personas, y yo no había parado ni un segundo de llevar bebidas o de remplazar platos sucios por limpios, así que volvía a casa con la mente en blanco, tratando de no pensar en nada, menos en ese tipo de asuntos raros, aunque ahora todo me parezca raro y confuso. Cuando algún escéptico me pregunta si esa noche había bebido alcohol o si conseguía ver bien por dónde caminaba, siempre le digo lo mismo, no bebo ni una gota de sake cuando trabajo, y llevo una pequeña linterna en el bolsillo, pero es innecesaria, los que vivimos en las afueras sabemos que no hace falta, que la noche se parece mucho a un día despejado.Levanté la vista porque, justo encima de mi cabeza, oí un sonido grave y vibrante que me hizo temblar todo el cuerpo, incluso la tierra que pisaba, como si dios hubiera pronunciado una erre descomunal. En principio, pensé que se trataba de un trueno, pero no, aquello era un zumbido tan inquietante e irreal que casi no puedo explicar. Me agaché instintivamente y lo que vi pasar por el cielo no fue exactamente un avión, sino el esqueleto de un avión, una maqueta de aeromodelismo gigante hecha de un metal negro y opaco. Agucé la vista y me pareció que no había nada dentro, podía ver el cielo salpicado con algunas estrellas a través de aquel armazón pelado. Era todo muy extraño, no encontraba una explicación y la necesitaba con urgencia, lo primero que me vino a la cabeza fue que se trataba de un experimento del gobierno, de un nuevo prototipo no tripulado que había perdido el control. Lo cierto es que el armatoste siguió en picado unos doscientos o trescientos metros más y se estrelló al costado del camino. Cuando golpeó contra la tierra no hizo ningún ruido, pero se incendió de inmediato, y así de rápido también se extinguió el fuego. Yo sabía que alguna vez iba a presenciar un accidente, un terremoto u otra catástrofe, en realidad, era algo que había deseado ocultamente, pero en ese momento me resultó ominoso, como sucede con cualquier deseo prohibido o macabro que -por desgracia- se hace realidad. Estaba clavado en el lugar, sin animarme a dar un paso en ninguna dirección. Cuando apenas quedaban unas escasas columnas de humo tenue, vi que de los restos chamuscados salía un hombre, avanzaba hacia mí trastabillando, errático, con los brazos estirados, de manera implorante y, a la vez, amenazadora. A medida que se aproximaba, me di cuenta de que sus rasgos me resultaban familiares, demasiado familiares, tuve tanto miedo que cerré los ojos con fuerza y comencé a tararear la Canción de las rosas, al rato, cuando los abrí, todo estaba como si nada hubiese pasado.
Diario personal del Teniente Yukio Seki, 24 de octubre de 1944, 23.15 hs. Finalmente llegó, esta es la noche previa al primer ataque. Como no puedo dormir me entretengo pasando las páginas del manual To-Go de manera automática, sin concentrarme demasiado en lo que dice, pero no importa, ya conozco todas las instrucciones de memoria: Elimina cualquier pensamiento sobre la vida y la muerte. Sigue recto por la pista. Respira tres veces y di mentalmente Yah, Kyu, Joh. Sé alegre de corazón y alma. Acelera al máximo hacia el objetivo. Los dioses y los espíritus de tus camaradas muertos estarán contemplándote. Grita Hissatsu y lánzate, luego serás un dios... Pero no quiero ser un dios, ni estar en el Santuario Yasukuni, solo desearía volver a mi ciudad natal, a mi montaña con sus caminos serpenteantes, a los cerezos floridos, a los brazos de la mujer que espera un hijo mío; pero no, alguien me condenó a subirme a un caza Zero y a que, desde mañana, me estrelle una y mil veces, cada noche, a la hora en que los fantasmas se visten de premonición y salen a buscarle algún sentido a lo que ya nunca lo tendrá.

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