Revista Cultura y Ocio

Siete historias de histeria (IV)

Publicado el 20 agosto 2013 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

—Será una novela horrible —comenta—, la autoficción no tiene sentido en España tras escritoras como Martin Gaite. Jugar con un juguete viejo puede ser divertido, pero nunca atraerá como las novedades de la época.

—Bueno —concedo—, puedo ficcionalizar parte de la historia y alterar aquí y allá; no todo tiene por qué ser real ni todo tiene por qué ser ficticio. Cambiar de géneros sigue de moda; quizá cree un cosmos de fantasía donde se concentren géneros y mundos literarios… Podría juntar a vaqueros y extraterrestres, magos, tecnócratas, caballeros medievales…

—Creo que me está hablando de otro proyecto, señor R… —contesta.

Le miro sin comprender y prosigo:

—Existen muchos recursos: puedo borrar mi nombre como Martin Gaite, ya que la ha nombrado, o hacer que todo sea una historia dentro de un sueño; lo onírico tiene tirón y relación con lo fantástico y lo maravilloso. Lo extraño puede perder su condición bajo estas premisas, pero también ganarla. ¿Quiere que le sea sincero? —estallo.

—Por favor —dice, y lo acompaña de un ademán similar al que obtuve de mi mano, justo al inicio de la sesión. A veces, las personas y sus creadores tienen una originalidad limitada.

—Me parece que, literariamente, lo más inteligente sería disfrazar su apariencia como una simple oreja: eso son ustedes. Recuerdo un relato breve que escribí hace años. Hacía referencia al psicólogo como una simple oreja y al paciente como una boca, pues a diferencia de esta obra de la que hablamos, aquella era una visión foránea, en tercera persona. Prescindiré de descripciones introductorias y no me molestaré ni tan siquiera en describir la habitación en la que se encuentran. Además, el protagonista asistirá a una única sesión, ya que con ese tiempo será suficiente. Ahorraré tiempo de narración, y dinero al personaje. Quizá pueda extender el monólogo durante cientos de páginas como Delibes, pero lo más probable es que me canse antes y recurra a artificios literarios una vez cumplido el propósito.

—¿Qué propósito? —dice, noto un tono burlesco en su voz; creo que se ha dado cuenta de que no le necesito y me reta.

Añade: “¡Si es usted tan listo, largo de aquí! ¡Con sus pitillos y sus drogas! ¡Fuera de mi consulta!” Ahora, la Oreja cada vez se parece más a un yeti, a un Big Foot anciano y agresivo. Abandono el paquete de tabaco y retrocedo hacia la puerta que habría jurado que estaba cerrada para mayor intimidad, pero no es así.

No me atrevo a darle la espalda, pues de algún modo intuyo que podría hacerme desaparecer, aunque creo prever que la verdadera amenaza se halla siempre en un nivel ontológico superior e inalcanzable. Cuando alcanzo la puerta de la consulta me encuentro francamente mal; antes de perder el conocimiento creo ver una figura, peluda, blanquecina, amenazante… y un golpe en la cabeza.

 ***

Abro los párpados en un gesto que me recuerda a cualquier personaje noqueado por la Warner Bros. Un bastón pegado a un anciano se aleja de mi cráneo. En un instante, se dibuja una panorámica de mi aparatosa caída en el ascensor.

—Chaval, ¿piensas salir? Déjame algo de sitio. Voy al quinto.

Me incorporo. Subimos en silencio hasta el quinto y el viejo sale con infinita parsimonia, deja abiertas las puertas y, entonces, descubro mis anheladas pieles muertas y un marco de madera con su respectivo lienzo dándome la espalda.

Por alguna razón, intuyo que, si lo volteo, aparecerá una incoherente escena de caza ante mis ojos, así que desciendo con una ligera angustia hasta la planta baja y me limito a abrir la boca para deshacerme del cigarrillo, el cual lanzo con rabia contra el marco de madera. También yo dejo las puertas del ascensor abiertas cuando corro hacia la entrada principal del edificio, cada vez más rápido; finalmente, la alcanzo. Giro el pomo, pero la puerta está cerrada.

— Si yo pudiera alcanzarte… —maldigo levantando la vista. Después, el pomo cede, por azar o por benevolencia.


Siete historias de histeria (IV)

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