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Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

Publicado el 24 abril 2017 por 39escalones

Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

Segundo capítulo de la “Trilogía del silencio de Dios” (empezada en Como en un espejoSåsom i en spegel-, 1961, y terminada con, precisamente, El silencioTystnaden-, 1963), la película se abre con la desasosegante y meticulosa secuencia de la celebración de la eucaristía durante una misa luterana en una humilde, y prácticamente vacía, parroquia rural. El pastor Ericsson (Gunnar Björnstrand) reparte con gesto y rostro escépticos la hostia consagrada y el vino entre unos asistentes aburridos, desganados, descreídos, triste público de un espectáculo hueco y rutinario (bostezos y miradas discretas que consultan sus relojes). La excepcional puesta en escena de Bergman, subrayada por la espléndida fotografía en blanco y negro de Sven Nykvist, y el hieratismo y el laconismo de los personajes conducen a la inexorable pesadez de la ausencia, a una atmósfera de desesperanza y agobiante presión espiritual que nace, precisamente, de ese silencio, de la revelación de que el Dios que a todos reúne allí, en realidad, no pasa de ser mera efigie adherida a las húmedas paredes de la iglesia. Esa humedad, el frío, la helada desolación de unas estancias desprovistas de calidez, de una austeridad desértica, se contagia a las relaciones humanas, ajenas a cualquier noción de empatía, de comunidad, de amor.

El centro de esa decadencia espiritual parece ser el alma de Ericsson, que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, abandonada por ese Dios en el que decía creer. El pastor ha perdido los dos mayores, tal vez únicos, alicientes de su vida, el amor y la fe, que se sostenían mutuamente. “Murió con ella”, le dice el sacristán de la parroquia a Marta (Ingrid  Thulin), la maestra del pueblo que, secretamente, ansía convertirse en la nueva esposa del pastor. Sin embargo, Ericsson, muerto por dentro, asesinado su amor por el descubrimiento de la inutilidad de su fe, no vacila en rechazarla de manera impertinente, arisca, intolerable. Ya no hay nada en el corazón de Ericsson, ni siquiera la posibilidad de una regeneración emocional, su práctica de la religión se limita a la reproducción formal de un ritual, fórmula interiorizada y repetida que ya no significa nada. De ahí que cuando uno de sus feligreses, el atormentado Jonas (Max von Sydow), le pide consejo espiritual ante las amenazas de destrucción que sacuden el mundo debidas a la Guerra Fría, Ericsson apenas pueda reprimir la confesión de su fracaso, de la inutilidad de su ministerio, y que por tanto el desamparado Jonas, en la línea de Stefan Zweig, no encuentre más alternativa a sus sufrimientos que un suicidio que, sin fe, ya no es un pecado y deja sin efecto cualquier condena futura de su alma inexistente.

Las imágenes de Bergman ilustran este pesimismo con una abrumadora sobriedad, de una poderosa e impactante gelidez que, proveniente del invierno del exterior, se transmuta en manchas y gotas de humedad que transpiran el interior de los muros de su parroquia. Desnuda de cualquier artificio, solo unos breves fragmentos de la música religiosa de Bach acompañan una banda sonora en la que el silencio y el diálogo son orquestados con el catarro que padece el pastor, sus toses, estornudos y su forma de sonarse y de limpiarse, que inquietan a todos a su alrededor y que no son otra cosa que síntomas externos y sus males internos. Igual que los muros de sus parroquias, igual de vacío el interior de su corazón que los bancos de sus iglesias en un día de misa, el cuerpo de Ericsson rezuma humedades, humores, mucosidades, deshechos. Esta angustia, la aspereza de una vida sin consuelo, sin esperanza, la comprensión de la realidad de un mundo absurdo y sin objeto, conllevan la asfixia bajo el peso de una exasperante soledad de la que, salvo Jonas, nadie huye por cobardía, en la que no queda más remedio que vivir en la amargura ante la falta de respuestas. De ahí, la irritación, la crudeza, el desprecio de Ericsson ante la declaración de un amor en el que él no cree, pero que existe. Solo eso explica que, a pesar de su desplante y de la humillación de la que ha sido objeto, la amorosa Marta siga acudiendo a misa y tomando la comunión, encarnación de una fe que no siente, de las manos del hombre que ama.

La película viene a contradecir la explicación sobre la naturaleza de Dios expuesta en la entrega anterior de la trilogía (aunque Bergman nunca reconoció como tal la existencia de la misma, y mucho menos aceptó su denominación), de la que el propio Bergman se arrepintió. Dios, por tanto, ya no es amor, solo es un vacío en el que prolifera la incapacidad de amar de los hombres, la imposibilidad de encontrar paz en el mundo en ausencia de la fe, de la creencia en un Dios que no es sinónimo de vida. De modo que la representación de Dios en Los comulgantes no puede ser amorosa ni complaciente, sino tétrica, siniestra, casi terrorífica. El Cristo presente en la sacristía posee un rostro desagradable, doliente, como consciente, asimismo, de la inutilidad de su sacrificio, de su equivocación irreversible, o tal vez del desperdicio de un acto de salvación de unos hombres que no la merecen, como Ericsson no merece el amor de Marta.

Y sin embargo, repetido como un ritual carente de sentido, vacío, a cargo de un autómata, oficiado sin ninguna clase de convicción íntima, continúa la representación de la misa como un teatro de marionetas (imagen tan querida a Bergman), observado con desinterés y gratuidad desde el otro lado de los bancos. El amor auténtico y la falsa representación de la fe compartiendo espacio pero sin posibilidad alguna de convivir. La ceguera del dolor nubla la visión de ese amor incondicional de Marta, la única esperanza, la única fe salvadora, la única posibilidad de que Ericsson llegara a superar su propio invierno.


Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

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