Revista Libros

Sin creer en nada (trilogía), por Elvio E. Gandolfo

Publicado el 15 julio 2012 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Sin creer en nada (trilogía), por Elvio E. Gandolfo Editorial Puntosur. 206 páginas. 1ª edición de 1988. Estudio posliminar de Jorge Lafforgue.
Si leyera en e-book me perdería esto: encuentro en un puesto de libros de segunda mano de la cuesta de Moyano un ejemplar de Dos mujeres de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947) editado en Periférica. No he leído nada de Periférica y me apetece probar. El nombre de Gandolfo sólo me suena del prólogo de los Cuentos completos de Fogwill. Investigo sobre Gandolfo en Internet. Es traductor (entre otros de H. P. Lovecraft o de Philip K. Dick, dos de mis mitos adolescentes), es un reputado crítico literario en Argentina y también una especie de escritor secreto o de culto, que gracias a Dos mujeres y a la editorial Periférica llega por primera vez a España. Leo este libro y me gusta, busco en Iberlibro.com y veo que en la Librería Juan Rulfo tienen Ferrocarriles argentinos. Lo leo y me parece que algunos cuentos, como Un Error de Ludeña o Llano de sol, están a la altura de los mejores cuentos argentinos que he leído. Me sorprende que un libro como Ferrocarriles argentinos no se haya publicado en España. Sigo buscando en Iberlibro.com y anoto que existe otro libro de Gandolfo en España, Sin creer en nada (trilogía). Además tengo suerte, porque la librería que lo anuncia, Catriel, está en Madrid y si voy en persona (lo que siempre me resulta agradable) puedo ahorrarme los gastos de envío.
Me suena el nombre de esta librería, Catriel, ubicada en la calle del Barco 40, y recuerdo que hace años, al menos 5 o 6, ya intenté buscarla y no la encontré. Recuerdo que llegué allí, al portal 40 de la calle del Barco, a la sombra del edificio de la Telefónica, y no había ningún local, ninguna posible entrada a ninguna librería. Esta vez llamo por teléfono a la supuesta librería y me atiende un hombre con acento argentino. Me busca el libro, si quiero ir a recogerlo en persona tengo que acordar una hora con él, mejor por la tarde. Quedamos a las 17,30. Le comento que la última vez no encontré su local. Es fácil: en el portal debo pulsar el llamador del bajo. Llego justo a la hora. Llamo al telefonillo (no existe ninguna indicación con el nombre de Catriel, nadie desde fuera puede sospechar que allí se venden libros). Entro en el portal, un portal fresco, del Madrid antiguo, con techos altos. Avanzo hacia el patio: un hombre con aspecto de los países del Este europeo, con ojos claros y flequillo rubio y blanquecino me invita a pasar, con sutil acento argentino, a lo que parece un almacén, a lo que es un almacén. Entre el escaso hueco que dejan unas estanterías industriales, atestadas de libros –en gran parte sobre temas universitarios–, hay una mesa, con una silla a cada lado (en la esquina más alejada de la puerta, y cerca de una de las sillas, el salvapantallas de un ordenador aporta una escasa sensación de movimiento); y, sobre la mesa, hay un cenicero, con un cigarrillo a medio consumir (el olor del humo se mezcla con el olor a encierro y humedad que se desprende de los libros), y de cara a la silla más cercana a la puerta está colocado Sin creer en nada (trilogía) de Elvio E. Gandolfo. El librero señala esta segunda silla y me invita a sentarme. Me quedo paralizado y permanezco de pie cerca de ella, él se mantiene de pie cerca de la otra; las estanterías repletas de estudios lingüísticos o históricos nos rodean. Le hablo de mi interés por Gandolfo y le digo que mi novia le conoce (al librero). Cuando ella estudiaba su doctorado en literatura hispanoamericana en la universidad Complutense, una de sus profesoras le presentó a la clase, por si necesitaban libros de importación. Y hace bastantes años ella estuve en esta misma librería-almacén. El librero –se llama Ricardo– me dice que él se dedica a la importación de libros, y que desde Madrid distribuye los pedidos que le llegan por e-mail. Me dice que, en cualquier caso, cada vez se venden menos. Yo hablo de la crisis y del e-book y él habla de un problema cultural: en realidad, vende más libros de autores hispanoamericanos a profesores universitarios de Francia, Gran Bretaña o de Estados Unidos que de España; igual les ocurre a los de la librería Iberoamericana, apunta. Antes, hace 20 años, se hacían tiradas de libros de filosofía de 2.500 ejemplares, 300 para el ámbito académico, y el resto se vendían. Ahora se editan 300 y no se venden ni siquiera en el ámbito académico (es decir, los profesores de filosofía de la universidad no se leen ni entre ellos). Ricardo me habla de la figura del humanista: el economista, el médico al que le interesaba la literatura, la filosofía… la persona con intereses culturales diversos en recesión. Estoy de acuerdo con él, y pienso en la generación de mi padre, en los que fueron jóvenes en torno a la época de la Transición, con sus ideales, sus discursos… Catriel, además de una librería y una distribuidora de libros, también es una editorial. Ricardo me habla de los manuscritos que una editorial tan pequeña como la suya recibe a la semana, de su cálculo de que en cada edificio de España debe haber al menos un escritor, y posiblemente bastantes menos lectores. Ricardo me regala Las mañanas sagradas de Sylvia Miranda, una escritora peruana de su editorial que ha dado clases en la Complutense. Quizás tu mujer la conozca, me dice. Efectivamente, Sylvia Miranda había dado alguna clase en la universidad a mi novia.
Por si alguien le interesa realizar una vista al local: ésta es la página web de la librería-editorial-distribuidora Catriel.
Y así, después de haberse consumido el cigarrillo en el cenicero y tras más de una hora de conversación, pago los 12 euros que cuesta Sin creer en nada (trilogía). En realidad, marcaba 12,12 euros; es decir, costaba 2.000 pesetas y su conversión exacta al euro implicaba esos 12,12 euros. El libro lleva en el almacén de Catriel al menos desde antes de 2002, y me atrevo a sospechar que llevaba allí casi desde que se editó en 1988. Sus páginas amarillentas están perfectamente impregnadas del olor del local: humedad y tabaco (este es un libro con personalidad, un objeto concreto, no una descarga en otro objeto). Así que puede que en 20 años nadie se haya interesado en España por este libro de Elvio E. Gandolfo, Sin creer en nada (trilogía): algo que nos habla del poder de la publicidad, del poder de las grandes editoriales para acercar sus libros a las mesas de novedades de las librerías o a los suplementos de los periódicos, y no de calidad literaria. Lo digo desde ya: es sorprendente que nadie en España haya publicado un libro de la talla de Sin creer en nada, y que hasta que Periférica editara un libro suyo en 2011, Gandolfo fuese en nuestro país un auténtico desconocido.
Sin creer en nada está formado por tres novelas cortas. El propio Gandolfo apunta en el prólogo: “Siempre vi estas tres novelas cortas como integrantes de un solo volumen, tres pasos de una trilogía urbana donde el clima narrativo se va haciendo progresivamente más espeso y menos atribuible a una ciudad concreta” (pág. 9).
El instituto, la primera novela corta del libro, está firmada en 1967-69; es decir cuando el autor tenía entre 20 y 22 años. Gandolfo ironiza en el prólogo sobre la ambición con que está escrita esta historia, ubicada en Rosario: “Yo creía haber empezado a escribir una novela total que iba a superar al Ulises de Joyce”. La novela comienza con una frase que inmediatamente me hizo pensar en Borges: “En un tiempo creí que el edificio del Instituto Inglés era infinito” (pág. 15). El protagonista acude al último turno de una clase de inglés para adultos, con escasos alumnos, y allí sentirá una fuerte fascinación por la joven profesora. El estilo es prolijo en recursos narrativos: se alterna la 3ª persona con la 1ª de varios personajes, que dejan fluir su conciencia. Y en las últimas páginas se plantea un cúmulo de posibles finales alternativos en los que explota al fin la tensión contenida en el relato. De El instituto destacaría la atmósfera de extrañeza y misterio creada, aunque son notables los titubeos (o las fuertes influencias joyceanas poco digeridas) del aún aprendiz de escritor.
De más enjundia narrativa me han resultado las otras dos novelas cortas del volumen:
Caminando alrededor, firmada en 1970, es ya una novela madura, con los elementos que definen el estilo de Gandolfo ya perfectamente medidos. Un hombre vive en los pisos más altos de un edificio, en la parte clausurada que amenaza ruina. Llegó allí de forma temporal y el piso ocupado se ha convertido en su hogar. Su trabajo –como al que casi siempre parecen abocados los personajes de Gandolfo– es aburrido, alimenticio, profundamente rutinario: consiste en copiar de forma precaria listas y actas. A pesar de la apatía del personaje, que parece relacionarse tan sólo con su jefe, y con unas pocas personas de su edificio, la realidad social y política de su entorno acabará afectándole: “El de la ceja partida me preguntó si militaba. Le dije que no. Preguntó por qué y le contesté que no tenía ningún trabajo ni estudio fijo, o sea una ubicación concreta desde la cual partir, y antes que luchar por deporte, prefería esperar hasta que surgiera un lugar donde encajar” (pág. 93). Además del clima de extrañeza que crea el hecho de que el edificio donde vive el protagonista amenaza ruina, una realidad fantástica da un particular toque onírico y amenazante a este relato político: los habitantes de la ciudad comentan que se están encontrando con una raras hormigas azules que caminan sobre las dos patas traseras y que pueden matar a cualquier otra hormiga. El recurso de introducir un único elemento fantástico o anormal en un relato realista (o casi realista) me ha recordado al que empleó, años después, Roberto Bolaño en su relato El gaucho insufrible: aquí unos conejos agresivos.
La reina de las nieves, firmada en 1977, es la novela corta más extensa de las tres. En ella un hombre que ya ha traspasado la barrera de los 50 años recibe el encargo del señor (su antiguo empleador) de acudir a la ciudad, en la que vivió hace años, para encontrar a su hija, con la que el señor desea ponerse en contacto. El protagonista sólo cuenta con una foto y unas escasas direcciones. El planteamiento de policial clásico pronto se diluye en un policial metafísico, pues las pesquisas del narrador no parecen nunca acercarle a la persona buscada, sino más bien a algunas claves sobre su pasado o sobre sí mismo. El protagonista es un lector de policiales, y ahondando en la idea comentada en la anterior entrada que escribí de Gandolfo sobre el “lector salvaje”, en la página 158 se describe su método de lectura: “La leyó con demasiada rapidez: repetía con esmero escenas y diálogos de veinte novelas anteriores, y había partes que salteaba enteras, con la seguridad de no perder nada. Cuando el detective entraba en una habitación y la acción se hacía lenta, pasaba directamente a las últimas líneas del capítulo, para saber si le pegaban con una cachiporra o lo rozaba un balazo, o lo desmayaban con un caño envuelto en arpillera”. En la página 163, sin embargo, el protagonista empieza a leer una novela corta que no es un policial, una novela de la que no puede saltarse ninguna línea, y se nos narra, como si se tratase de un cuento, el argumento de esta novela.
Al leer esto no me podido evitar pensar, de nuevo, que Roberto Bolaño –aunque no lo cita en ningún momento en Entre paréntesis– había leído a Gandolfo y se había visto influido por él. Igual que no pude dejar de pensar que Mario Levrero había leído este libro y que su influencia se siente, por ejemplo, en su novela Dejen todo en mis manos (1996).
Sin creer en nada me ha parecido un libro valioso, con una gran cantidad de registros y matices, mezcla de géneros y ambientes, un libro rabiosamente moderno, que considero que ha podido influir en escritores de la talla de Mario Levrero (también escritor semioculto) y en el actualmente muy famoso Roberto Bolaño; y considero también que constituye un pequeño escándalo literario que ninguna editorial española lo haya publicado nunca en nuestro país.

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