Revista Cultura y Ocio

Sin papeles – @BlasRGEscritor

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Su turno había comenzado con la máxima tranquilidad que un trabajo así podría brindarle. Y eso significaba con alguno que otro pegando gritos hasta arriba de caballo, pero, en esos calabozos, en esa precisa comisaría, de ese preciso distrito, era comparable a una relativa tranquilidad.

Paco miró su reloj. Era extraño, pero apenas llevaba unos minutos en el puesto y ya estaba deseando largarse. No solía pasarle con frecuencia. No es que adorara su trabajo, pero tampoco lo aborrecía. Sí, quizá no estaba en el puesto soñado por nadie que entraba en la policía, eso era evidente, pero quizá, a su edad, ya no estaba para los trotes mínimamente exigibles y quizá era mejor pasar la mayor parte de su trabajo sentado. Pero a pesar de eso, los turnos solían correr con cierta velocidad y cuando se daba cuenta, volvía de nuevo a casa, donde le esperaba una mujer maravillosa con una paciencia infinita.

Escuchó algo de barullo a punto de entrar por la puerta. Seguramente, otro yonki pasado de vueltas al que tendrían toda la noche retenido para que se le pasara la mierda. Nada nuevo.

Pero no. Dos compañeros entraron agarrando de los brazos a alguien de color. Su estado era deplorable. Su cara, hinchada y con rastros evidentes de sangre se asemejaba más a un Picasso que a un rostro humano. Apenas se tenía en pie, lo llevaban arrastrando —no sin cierto esfuerzo debido a la envergadura del tipo—. Su ropa también estaba manchada de sangre. Ese hombre necesitaba atención médica urgente.

—¿Pero qué coño hacéis? —Preguntó Paco alzando la voz considerablemente.

Uno de ellos, el más joven, lo miró sin detenerse. Siguieron hasta una de las celdas y lo llevaron hasta la incómoda cama improvisada que tenía cada uno de los habitáculos.

—¡Os he hecho una pregunta! —Volvió a insistir.

—Coño, déjanos al menos dejarlo en su sitio, que se nos iba a caer al suelo —habló uno de ellos.

—Precisamente. ¿Por qué cojones no lo habéis llevado a un hospital? ¿Qué ha pasado?

—¡Que no es para tanto! Además, ¿para qué tenemos un médico aquí? Las heridas no son graves, te lo digo yo.

Paco, que se había agachado junto al herido, levantó la cabeza y miró a su compañero. Enseguida entendió por qué no lo había llevado a un hospital. Porque la paliza se la habían dado ellos mismos, querían ahorrarse explicaciones. Pues si pensaban que no iba a dar parte él mismo, lo llevaban claro. Estaba harto de que la gente tuviera la idea de una policía represiva y de palo fácil por culpa de dos o tres descerebrados como aquellos.

—Le habéis zurrado vosotros, ¿verdad?

—Ha sido en defensa propia. Si él hubiera colaborado, nada hubiera pasado. Pero se puso agresivo cuando intentamos que sacara sus pertenencias del bolsillo, lo ha atacado, mira.

El más joven señaló el cuello de su binomio, apenas se podía ver una leve contusión. ¿De verdad estaban comparando una cosa con la otra? Además, ellos eran dos.

—¡Id a buscar al médico, coño!

—Vale, pero fírmanos el acta del calabozo, que si no, no podemos salir de aquí.

Paco deseó cagarse en los muertos del policía, pero lo importante, en ese momento, era socorrer al chico, que tenía los ojos cerrados y muy apretados del dolor. A regañadientes fue corriendo a buscar el bolígrafo y firmó el maldito papel.

—Ahí tienes la bolsa con sus pertenencias, regístrala —dijo el de más edad.

—¡Que vayáis a por el médico, joder!

Los dos policías por fin obedecieron y salieron abandonando en cierto grado la parsimonia que traían. Cuando hubieron salido, Paco se acercó de nuevo al muchacho. La celda estaba abierta, dudaba que echara a correr en su estado.

—Tranquilo, enseguida viene el doctor para curarte eso. ¿Cómo te llamas?

El muchacho abrió uno de los dos ojos. Al parecer, el otro le era imposible.

—Mira —insistió el policía al ver que no hablaba—, estoy aquí para ayudarte. Mi nombre es Paco, ¿cómo te llamas?

—M… Ma… Malik —contestó con dificultad.

—Vale, Malik, tranquilo. No me importa qué hayas hecho, ahora lo único en lo que nos vamos a preocupar es en que te pongas bien.

El joven torció con mucha dificultad su cabeza, pero no miró a Paco, lo hacía hacia su puesto, donde él solía pasar sentado casi toda su jornada. Casi como si fuera el mayor esfuerzo del mundo, levantó su brazo derecho. Paco, al ver su gesto de dolor, entendió que podría tener algún hueso roto. Señaló hacia la mesa de paco.

—La cinta…

—¿Cómo? —Preguntó Paco.

—La… cinta… la necesito.

El policía alzó la vista y fijó su mirada en la bolsa de plástico con las pertenencias del muchacho. Desde ahí no lograba ver nada que se pareciera a una cinta, probablemente estaría abajo del todo, tapada por algo.

—Tranquilízate —el médico viene ya—, no te preocupes por tus cosas, nadie tocará nada hasta que te vayas de aquí. Se te devolverá todo siempre y cuando no tengas en tu poder nada ilegal. Ahora, por favor, cuéntame, ¿qué ha pasado?

—No he… hecho nada. Estaba en la zona del puerto vendiendo bolsos… Sé… —tosió algo de sangre— que no es legal… pero no tengo otra forma de ganarme la vida… yo no tengo papeles…

—Espera aquí.

Paco se levantó y fue directo a buscar un vaso de agua. Volvió a la celda y se lo dio al muchacho. ¿Por qué tardaban tanto en venir con el médico?

El joven bebió y sonrió agradecido.

—Unos niñatos… han querido robarme, yo traté de… —volvió a toser, esta vez su gesto se retorció del dolor.

—Tranquilo, da igual, no me cuentes nada.

—Traté —insistió— de que no lo hicieran… y se me echaron encima. Yo intenté defenderme… y cuando me di cuenta estaba recibiendo golpes de los policías. Todo… todo ha sido muy rápido…

Paco cerró los ojos. Otra vez los putos prejuicios. A ese par de subnormales se le iba a caer el pelo. Por sus santos cojones que no volvían a vestir el uniforme de policía en toda su puta vida.

El médico entró corriendo en los calabozos. Fue directo a la celda.

—Aparta, Paco, por favor. A ver qué tenemos aquí.

El doctor Giménez empezó a examinarlo. Su gesto se fue torciendo a medida que revisaba el cuerpo del pobre muchacho.

—Paco, llama a una ambulancia. Tenemos que llevarlo corriendo a un hospital. ¡Rápido!

El policía obedeció y corrió hacia su puesto. Descolgó el auricular y marcó el número. Durante los pocos segundos de espera, fijó su mirada en la bolsa. En efecto, había una cinta de vídeo. Era de las muy antiguas —o relativamente antiguas teniendo en cuenta lo rápida que avanzaba la tecnología—. Paco recordó tener una cámara Sony que ya no usaba que utilizaba ese tipo de cintas de vídeo. Alguien contestó al otro lado y pidió la ambulancia. Sabía que apenas tardarían en llegar. Colgó y fue de nuevo hacia la celda. Los otros reclusos se habían callado. El silencio ahora era tremendamente siniestro.

La cara del doctor lo decía todo. Comprobaba el pulso del muchacho con gesto preocupado.

Miró a Paco y se incorporó a su lado.

—No ha habido suerte. Tiene el pecho reventado, me temía esto. Lo peor es que no puedo intentar la reanimación, no sé si le queda alguna costilla sin romper. Daré parte, espera aquí si quieres.

Dicho esto y dejando a Paco petrificado en su sitio, el médico salió de la celda en busca de ayuda.

El policía no podía quitar los ojos del cuerpo sin vida del pobre muchacho. No era la primera vez que veía un muerto, ni mucho menos, pero había algo en él que causaba que sus piernas no pudieran moverse de su sitio. No pudo evitar pensar en cómo había sucedido todo. Recordó las palabras de su compañero diciendo que se había puesto violento al intentar quitarle lo que llevaba en los bolsillos. De pronto, y recuperando el control sobre su cuerpo, se giró sobre sí mismo y miró fijamente la bolsa. Corrió como alma que lleva el diablo y la agarró. Abrió el cierre hermético y sacó la cinta. La metió en su bolsillo. Sabía que habían cámaras, pero no le importaba. La devolvería, pero necesitaba saber qué tenía esa cinta que aun en semejante estado le preocupaba.

La tarde se sucedió entre informes de lo ocurrido, testimonios, el equipo de científica tomando rastros —por pura rutina— y con mucha ansiedad por acabar cuanto antes y poder marcharse a su casa.

Cuando lo hizo y llegó a ella, ni saludó a su mujer. Ésta se extrañó al ver el rostro descompuesto de su marido. Intentó preguntarle qué pasaba, pero éste ya se había encaminado hacia la habitación donde guardaban trastos inservibles. Ella se asustó, nunca había visto así a su marido. Le preguntó en varias ocasiones el porqué de sus actos, pero éste no respondía. Salió de la habitación con la vieja cámara de vídeo que compraron en un viaje a Tenerife hacía ya demasiado y un cable en la mano. Fue directo al salón. Sacó una cinta de su bolsillo y la colocó en la cámara. Enchufó ésta, a su vez al cable y éste a la televisión.

Paco no sabía ni siquiera si todavía funcionaba, pero comprobó que la suerte estaba con él. Tomó asiento en el sillón, nervioso.

La imagen cobró vida en el televisor. Su mujer, atónita por el comportamiento de su marido se postró en la puerta con la mano en el pecho. Pronto le daría algo si no tenía una explicación.

Miró la televisión y vio a un muchacho de color que tenía en sus brazos a un precioso bebé. Hablaba a cámara, pero no entendía el idioma en el que lo hacía. Estaba sonriente, pletórico, feliz. La imagen empezó a moverse, como si la persona que sostenía la cámara la estuviera dejando en algún lugar. Cuando la imagen se estabilizó, se vio aparecer en pantalla a una mujer, también de raza negra que se unió al feliz padre con su bebé. Ella le dedicó una carantoña a ambos y él la besó en la mejilla. Siguieron hablando a cámara, pero ella seguía sin entender qué hablaban. La imagen se cortó.

Sin entender nada, se acercó hasta el sillón. ¿Por qué estaba su marido viendo eso? Cuando llegó hasta su posición y por fin pudo verle la cara, un impulso la llevó a abalanzarse sobre él y abrazarlo como nunca lo había hecho.

Paco lloraba desconsolado, como un niño pequeño. La rabia le salía por todos los poros de la piel. Se dejó abrazar por su mujer y emitió el grito más desgarrador que jamás el ser humano escuchó.

Su mujer seguía sin entender qué pasaba, pero siguió abrazándolo. Ella no sabía nada de Malik. No sabía nada de que había llegado sin papeles a España en busca de un futuro mejor. No sabía nada de que le habían dado una injusta paliza que le había costado la vida. No sabía nada de que solo había querido era proteger el único recuerdo que le quedaba de su mujer y de su hija. Ambas murieron intentando llegar donde él.

Paco volvió a gritar.

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