Revista Cine

Snowtown

Publicado el 21 abril 2012 por María Bertoni

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Especial. Cobertura BAFICI 2012
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Snowtown
Al menos por estas latitudes en las antípodas de Oceanía, Snowtown confirma la creencia de que el cine australiano y neocelandés tiene debilidad por las historias violentas: Mad Max es tal vez el primer antecedente y El amor y la furia o Once were warriors, el segundo. En este caso, la película de Justin Kurzel cuenta los entretelones de los asesinatos seriales cometidos entre 1992 y 1999 en la ciudad aquí convertida en título.

El largometraje suscripto a la competencia internacional del 14º BAFICI (a esta altura ya se sabrá si figura entre los ganadores) nos pone en la piel del adolescente de 16 años devenido en cómplice involuntario (si se me permite la contradicción) de la mayoría de los once actos de tortura seguidos de muerte y ocultamiento de cadáveres. El punto de vista elegido impide el desarrollo de argumentos facilistas que explican la conducta criminal como propia de monstruos ajenos a la especie humana.

Al contrario, Kurzel hace hincapié en el contexto donde madura la psiquis del protagonista: no sólo el entorno familiar donde, bajo la apariencia de una nueva figura paterna, irrumpe el autor material e intelectual de los crímenes sino de un ambiente sociocultural signado por el fanatismo religioso y por una combinación de verdades reveladas que reivindican la ley del Talión, y que por lo tanto justifican y alientan el ejercicio de una justicia por mano propia.

Además de los asesinatos que el film muestra sin piedad, asustan las reuniones barriales convocadas para armar listas de vecinos sospechosos, y para intercambiar opiniones sobre los suplicios que debería soportar un pedófilo u homosexual (qué diferencia hay) antes de ser ejecutado.

Las actuaciones de Lucas Pittaway y de Daniel Henshall (con su aire a Ricky Gervais) dan escalofríos, así como la fotografía de Adam Arkapaw. Por último, cabe destacar una excelente banda sonora a cargo del mismo director, y un guión cuyo origen literario (se inspiró en los libros Killing for pleasure de Debi Marshall y The Snowtown murders de Andrew McGarry) pasa desapercibido en una recreación absolutamente cinematográfica.


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