Revista Cultura y Ocio

Sobre Alfredo A. C.

Publicado el 26 abril 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

A todos hay personas que nos han marcado. En mi adolescencia, hay más de una: está la chica que perseguí pero que no pudo ser mía, los colegas con los que bebí un par de cientos de noches, el hombre que veía desconocidos frente a sí cuando perdí a mi abuelo, y aquel otro que entró en clase y lo cambió todo: Alfredo A. C., el profesor de Lengua castellana y Literatura.

A mis diecisiete, él debía tener cincuenta y tantos, e imagino que, a fuerza de golpes, había echado mano de esa idea clásica del estoicismo, que recoge entereza ante la adversidad, pero también una pizca de indiferencia y de conformidad cuando toca. Al fin y al cabo, no éramos nosotros quienes lidiábamos constantemente con críos y crías que querían hacerlo todo muy fuerte, muy rápido y, sin saberlo, muy mal.

Otro Alfredo y yo
Como mi archivo gráfico es limitado, ahí va una foto de otro Alfredo con el que me escapé de algunas clases, pero no de Lengua castellana y Literatura (si pude evitarlo).

De las clases del primer año recuerdo bastante menos que del segundo; juraría que pensé que para qué habíamos comprado un libro de más, juraría que solo hicimos análisis morfosintáctico, y juraría que a la mayoría no le importó demasiado; también que no tuve excesivos problemas con aquello, y que disfruté de algo más de libertad e incluso de un atrayente soplo de poder, juzgando quién saldría a la pizarra y quién no.

Nunca entendí el porqué. Al principio, creí ver algún tipo de arma arrojadiza bajo apariencia de sarcasmo; más tarde, terminé por relajarme. Lengua se convirtió en un espacio más voluble; donde existía un punto de inflexión. Quizá Alfredo recordaba aquella famosa cita atribuida a Abraham Lincoln que dice: “Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”, y procuró los elementos suficientes para plantear un microcosmos distinto en cada aula de bachillerato.

Tras casi media vida, su imagen se distorsiona en la memoria: calvo, con gafas de pasta y siempre afeitado; arreglado conforme a los cánones que imagino exigen al jefe de estudios de un colegio de curas y el adjetivo mordaz encajado entre ceja y ceja. Un tío al que parecía que no podrías coger nunca por sorpresa, pero que estoy seguro de que se alegraba de equivocarse de vez en cuando; tanto cuando convertías una adversidad en ventaja como esas pocas veces que conseguías volver contra sí la naturaleza del propio sistema.

Era alguien; alguien alegre, liberal, muy de la Movida, y supongo que lo seguirá siendo con una década más a rastras. Alguien que sabía que las cosas no se han de forzar, que llegan cuando llegan, que son años malos para los del pupitre y que, si uno lo toma demasiado en serio, no saldrá vivo de ahí.

Pero eso no lo vi entonces, y quizá todo lo que hoy puedo ver no sea más que un pequeño fragmento de lo que fue. Es posible, pero ahí poco se me puede reprochar: vivimos así. Solo recuerdo una lección —solo una—, pero disfruto la gran suerte de que también esta se haya vuelto versátil a lo largo de los años.

Me enseñó que la lengua era cuestión de morfología y de sintaxis, y cómo estas debían actuar entre sí; me mostró la línea, la recta, la norma, para que más allá del colegio, de la selectividad, de la universidad, yo pudiese doblarla, combarla e incluso romperla. Nos enseñó lingüística, y yo aprendí literatura.

Así que supongo que fue un gran profesor, no lo recuerdo; pero ¡qué coño!, sé que fue una gran persona, o yo no estaría perdiendo una mañana de sol de un martes garabateando en una servilleta.

Allí donde estés, espero que sigas siendo tú.

Gracias, Freddy.


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