Revista Comunicación

Sobre la foto que está conmocionando al mundo

Por Marperez @Mari__Soles

Juegan con nuestra paciencia y nuestra buena fe pero, algún día, podrían agotarse nuestras reservas de ambas y entonces… ¡uy, lo que podría pasar entonces! (No tengo ni idea de lo que podría pasar, pero marcarse un farol cuando no se ve una salida siempre ayuda a mantener un poco la autoestima, ¿a que sí?).

Tenemos tanto miedo a ser “malos” que preferimos ser “buenas víctimas”, mártires felices antes de correr el riesgo de equivocarnos.

— Walter Riso Quotes (@WRisoQuotes) Mayo 13, 2015

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Esto es lo que “ellos” (los poderes que manejan los hilos de la Historia) saben mejor que cualquiera de nosotros y nosotras. Por eso no es de extrañar que, a estas alturas, sigamos siendo títeres que bailan esta danza esperpéntica.

 Hortus Deliciarum - Marionetas

Nos creemos lo que nos cuentan. Nos dicen que nos engañaron, y creemos a quienes nos lo advierten. Nos indican las nuevas “fuentes de la verdad”, y volvemos a creer. Y, mientras, la verdad sigue siendo como el Santo Grial: ¿quién puede confirmar que lo ha visto realmente? Nuestra ingenuidad solo puede ser superada y, a la vez, justificada, en estos momentos, por nuestro deseo de creer en nuestra propia bondad y en la del resto del mundo. Hubo sabios que, hastiados de lo que llegaron a conocer de sus prójimos, se convencieron de que no existe la bondad humana: unos dijeron que era un invento de los poderosos para amansar a sus subordinados a través de las religiones y sus respectivos sistemas de premio/castigo para educar a las masas; otros, que era una mentira piadosa, creada para autoengañarnos y soportar mejor una vida consciente de su propia miseria; algunos, que lo único que existe es la maldad (“el hombre es un lobo para el hombre”), y otros, en cambio, que no existe nada, no somos nada, y no tiene sentido seguir dándole vueltas a nada.

Hoy en día se nos intenta convencer de que somos el no va más de la vida en el Universo: somos la especie más inteligente y, además, tenemos la suerte de haber nacido en la época de mayor esplendor en cuanto a conocimientos, tecnología, comunicaciones, libertades, nivel de vida…

¿En serio? ¿Alguien puede entenderme cuando digo que no me lo creo? Porque ya no creo en cualquier cosa que me digan. Porque ya, a estas alturas de mi vida, no me importa decir que no creo en las buenas intenciones de quienes nos dicen qué es verdad y qué no. Porque no tengo ni idea de cuál es la auténtica verdad, pero, desde luego, sí que tengo cada vez más claras cuáles son sus mentiras.

Hace dos semanas, una amiga me etiquetó en Facebook para que viera el horror de unas fotografías que llegaban desde una playa. Cuerpecitos de niños y niñas sin vida yacían en una orilla, bañados por las olas a la luz de la Luna, mientras eran fotografiados para que el mundo pudiera estar allí con ellos a través de aquel testimonio gráfico compartido por las redes sociales. Aquella visión me impactó tanto como otras de otros seres inocentes asesinados, tantas veces, en tantos sitios; volví a sentir el impacto que tantas otras veces me ha causado ser testigo (cercana o a distancia) de la violencia gratuita y de semejante desprecio a la vida, del horror de comprobar, una vez más, que existen monstruos capaces de hacer lo inimaginable contra los y las más inocentes e indefensos. No compartí aquellas imágenes en mi muro, porque me había negado siempre a participar en la multiplicación de ese dolor, y por respeto a esos angelitos (q.e.p.d.) y a sus familias. Pocos contactos míos se atrevieron a dar difusión a aquel álbum de muerte y oscuridad. Sin embargo, pocos días después, de pronto, en los muros de casi todos aparecía una foto que bien podría haber sido la de cualquiera de aquellos niños, solo que iluminada por la luz del día y con un solo protagonista, bien vestido y peinado, colocado de forma inusual según las voces expertas en salvamento (perpendicular y no paralelo a la orilla), y, sobre todo, bocabajo. No se le veía el rostro. Y, seguramente, esa fue la clave que permitió a la gran mayoría decidir difundir esa imagen: un niño al que vemos mejor, pero sin necesidad de enfrentarnos con su rostro. La luz del día, que nos quita muchos miedos y nos invita a sacar ese coraje que queremos creer que llevamos dentro. Puede que las imágenes de los primeros niños, aquellos cuyos rostros hinchados se nos mostraban desde el frío de una noche de luna, nos atemorizaran demasiado y no fueran lo “suficientemente correctos” como para compartirlos en las redes sociales, pero, por lo visto, alguien encontró la forma de conmover a la opinión pública de la forma más adecuada para conseguir máxima difusión y respuesta. ¿Son buenos, verdad? Ya tenían la chispa que haría centrar nuestra atención en lo que querían. Una imagen, un mártir, una bandera, una enseña.

Hasta entonces, hasta que el mundo aceptó una foto a la que sí merecía la pena prestar atención, la llegada de inmigrantes a Europa solo se veía como una causa de problemas e incomodidades que tenían como respuesta vallas, disparos, albergues incendiados, camiones frigoríficos llenos de cadáveres abandonados al borde de una autopista… Pero, entonces, llegó la foto. Y acto seguido, la reacción. Por una parte, los grupos xenófobos organizaban actos para aterrorizar; por otra, los grupos de inmigrantes previamente establecidos en esos países receptores, comenzaron a movilizarse para acoger a los recién llegados. Y, de pronto, la prensa empezó a cambiar su discurso: dejaron de decir que eran inmigrantes recibiendo a refugiados, y comenzaron a decir que eran “ciudadanos europeos” (con sus correspondientes gentilicios: alemanes, griegos, austriacos) quienes organizaban las bienvenidas. Pero, no contentos con eso, el siguiente paso fue “Barcelona” o “Canarias” o “Valencia” o “Alemania” o “Austria”: no eran ya las personas, sino las comunidades oficiales (países, ciudades, provincias, regiones) las que abrían sus puertas, sus brazos y sus corazones a quienes venían pidiendo una oportunidad para vivir dignamente, lejos del infierno en el que alguien (¿quién?) había convertido su país, sus ciudades, sus pueblos, sus casas, sus vidas. Ahora todos quieren ofrecer a todas esas personas su hospitalidad. Todo, porque una foto “correcta” les hizo sentir que tenían que responder como almas samaritanas, aunque solo sea por… ¿por? ¿Por qué? Esa es la pregunta que lanzo desde aquí.

¿Qué diferencia hay entre un somalí que viene a nuestras costas huyendo de su propio infierno, un marroquí o un saharahui que se sube a una valla o a una patera, un español que pierde su trabajo, su casa, y le quitan a sus hijos, y se queda viviendo en la calle y pidiendo limosna porque los comedores sociales cierran o no tienen suficiente para todos, una madre que se ve obligada a volver con su maltratador para que los abogados de este no le quiten a sus hijos para dárselo a él, o cualquiera de esas personas de las que nadie habla, que se están quitando lo poco que les han dejado de vida? ¿Qué es lo que hace que, en estos momentos, todo el mundo se mueva para acoger a los paisanos del niño de la foto, y se les lleve comida, agua, ropa, se les prometan casas, y vidas dignas, en países donde no solo no se está asegurando nada de eso a otros sino que, además, se les está quitando? ¿A qué viene toda esta parafernalia y toda esta hipocresía, todas esas falsas promesas y todo ese lavado de imagen que pretende hacernos olvidar la presencia del nazismo o hacernos creer que se hará justicia con la reportera húngara, como si fuera un caso aislado que se resuelve diligentemente? ¿A quién quieren engañar con todo eso?

Ojalá fuera cierto que, gracias a la “foto correcta”, (la de ese angelito que vimos yacer en aquella orilla mientras lo fotografiaban en presencia de unos pescadores que parecían no inmutarse), nuestra sociedad esté dando muestras de su bondad, de su compasión, de su sensibilidad, su generosidad y de todas sus mejores virtudes en general. Ojalá. Solo digo eso: ojalá.

Pero, disculpen si les molesta mi inconformismo: no me basta. No es suficiente para que me lo crea. Para empezar a creérmelo, tendría que ocurrir algo más. Por ejemplo:

  • Que se acoja de igual manera a todas las personas que quieran solicitar asilo, vengan de donde vengan, sea cual sea su religión, su raza, su país, su ideología política, siempre que esté dispuesto a respetar los Derechos Humanos Universales (no digo nuestras leyes porque, últimamente, la verdad, como decimos aquí, “guárdame un cachorro”).
  • Que se ayude de igual manera a todas las personas de nuestros propios países, para que todos y todas tengamos las mismas oportunidades y, además, tengamos garantizados de igual manera nuestros derechos (salud, trabajo, vivienda, etc.).
  • Que se empiecen a aplicar las políticas y las acciones diplomáticas necesarias para acabar con las guerras, el terrorismo (político, machista, etc), las mafias, el tráfico de armas, de órganos y de drogas, la prostitución, el uso de animales en circos, zoos, etc. y todo lo que denigra a nuestra especie, crea esclavitud y sufrimiento.
  • Que se empiece a reconstruir el mundo con bases pacíficas, restituyendo a cada cual lo que le corresponde, desprivatizando los servicios y bienes básicos, los derechos, las libertades y la información que se mantienen en manos privadas, ajenas al uso y disfrute de la mayoría.
  • Y, por supuesto, que se haga justicia. No hay peor enemigo de la paz que la sed de justicia.

Mientras tanto, mientras solo vea planes de seguir destruyendo países, de seguir borrando de los mapas las huellas de los antiguos, de seguir fomentando la inestabilidad, la precariedad y el caos… lo siento, pero no me creo nada.


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