Revista Cine

Sólo el cielo lo sabe (All that heaven allows; U.S.A., 1955)

Publicado el 23 diciembre 2011 por Manuelmarquez

Sólo el cielo lo sabe (All that heaven allows; U.S.A., 1955)Grandes pasiones, sentimientosdesenfrenados, amores al galope desbocado; son los elementos queconstituyen el eje vertebrador de ese género que se da en llamarmelodrama, y del que Hollywood siempre ha contado con excelentesartífices (no todos y no siempre, evidentemente). Y, entre ellos,como referente señero, Douglas Sirk, al que el tópico, y esatendencia desaforada a poner etiquetas que a todos nos llega aaquejar en un momento dado, viene a señalar como el maestro demaestros, y principal cultivador.
Como suele ser habitual, no le falta supizca de razón al tópico, y, ciertamente, Douglas Sirk cultivó elgénero con fecundidad y delectación, además de con magníficosresultados en muchos de sus films. Pero no siempre ese melodramarezuma melaza dulzona por todos sus poros, ciñéndose exclusivamentea la materia que constituye su seña de identidad, sino que, aveces, también da cabida a matices más sutiles, a aspectos másponderados, o a elementos formales más sofisticados: ése es el casode Sólo el cielo lo sabe, una película que, sin llegar aalcanzar el grado de obra magistral, sí que constituye un ejemplobastante estimable de ese fértil género y una muestra significativade los talentos de su autor.
Nos encontramos ante una tramarelativamente convencional, al menos en su desarrollo: amor quesurge, amor que crece, amor que pasa por dificultades, amor queparece desplomarse definitivamente, para, al final, y cual ave fénixque resurge de sus cenizas, triunfar de manera irremisible. Lo queintroduce un elemento distorsionante, y que dará a la historiaocasión de entrar en cierta componente social, es la diferencia deedad de sus dos protagonistas: Cary Scott es una viuda que, aunsiendo bastante joven para ostentar tal condición (se casó con sólo17 años), ya se encuentra en esa edad media y fronteriza en la cualse empieza a vislumbrar el borde de ciertos abismos, mientras que RonKirby es un mocetón joven que, cargado de proyectos e ilusiones, aúnestá poniendo en marcha su proyecto vital como adulto. Esadiferencia de edad no será obstáculo para que surja entre ambos unapasión “comme il faut”: intensa, inexplicable (e inexplicada: nollegamos a descubrir en ningún momento las claves de su nacimiento)e irrefrenable.
Pronto surgirán las dificultades, quese abren en dos frentes diferenciados. Por un lado, está el entornosocial, ese estrecho mundillo de ricachones provincianos y cotillasque, en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra, envuelve a Cary –unaviuda, no lo olvidemos, de posición económica enormementeacomodada, gracias a la fortuna familiar- y la hará objeto de susdardos envenenados, con una mezcla malsana de envidia mal disimuladay prejuicios rancios (que Douglas Sirk retrata en pinceladasvigorosas, bastante esquemáticas –a veces-, pero bastanteprecisas, y sobre el que, especialmente, acentúa su caracterizaciónsomentiéndolo al contraste con el entorno social de Ron: gentellana, sencilla y asequible –en un retrato también bastantesimplificado, pero muy revelador-). Esta oposición, que se pone demanifiesto en toda su crudeza en la secuencia en que Cary y Ronasisten a la fiesta que organiza su amiga Anne, no supone ningúnobstáculo insalvable: puede más el amor que la convención.
Pero está el segundo frente, que es elde los dos -malcriados y veleidosos- hijos de Cary, que, desde suegoísmo y su inmadurez, no están dispuestos a admitir la relaciónde su madre con un hombre mucho más joven, y, sobre todo, muyalejado en rango social de la posición de la familia. Y aquí, enlucha amor (filial) contra amor (pasional), la victoria se decantapor el que disponen los cánones (de lo contrario, Sirk hubierapergeñado un manifiesto rupturista contra los principios delmelodrama, y todo tiene un límite). Sólo cuando esa oposición sediluye, en el momento en que Cary constata de cuán ruin (y corta demiras) forma se han comportado sus dos vástagos, el amor resurgeimparable, y, previo pago de su peaje de rigor (todo error se paga),en forma de trastornos de salud de ella y accidente de él, terminainstalándose, robusto y vigoroso, en el lugar que le corresponde. Ycolorín, colorado... Son, no obstante, esas oposiciones, ysu superación, las que nos ofrecen un punto, ligero ciertamente,pero que ahí está –y no es usual en el género-, de críticasocial: la mezquindad de todos cuantos, desde una perspectiva deconvenciones pacatas e interesadas, se oponen a esa historia de amorqueda puesta de manifiesto con claridad y sin ambages, aunque Sirktampoco cargue las tintas de manera particularmente exarcebada sobre(o contra) ellos. En cualquier caso, un punto de interés y digno deser reseñado particularmente, habida cuenta que las circunstancias(estamos ante una producción serie A de la Universal) tampocohabrían de hacer abrigar esperanzas de hallarnos antepronunciamientos más rotundos, o más abiertos, y que el cine de hoydía hace mucho más factible (al menos, en lo superficial).
También hay un aspecto formal quemerece ser especialmente resaltado, y es el tratamiento de lailuminación: la puesta en escena se desarrolla en base a “zonas deluz” perfectamente identificadas, y bien delimitadas las unas delas otras, que apoyan la ambientación de las distintas situacionesque se desarrollan en plano, confiriendo al film una textura visualmuy curiosa, por lo llamativa que resulta y los excelentes resultadosque, desde el punto de vista narrativo, proporcionan al film. Nopodemos hablar de un hallazgo propio de Sirk –en materia de luz,los expresionistas alemanes de la década de los veinte ya habíanmarcado un camino por el que el cine negro de dos decenios despuésentraría a saco, explorando posibilidades sin tasa-, pero sí de losorprendente que resulta en atención a que, por un lado, se trata deuna película en color y, por otro, es una audacia formal poco acordecon el tono general –bastante convencional, he de insistir- en quecabe encuadrarla.
No quisiera cerrar esta reseña sinhacer una alusión, aun cuando sea breve, al capítulo interpretativo–al fin y al cabo, el star-system de los grandes estudios aún sehallaba en plena vigencia, y sólo en el marco del mismo cabeentender las opciones de reparto que nos encontramos en Sólo elcielo lo sabe-. En una historia de amor, es obvio que han de serlos dos enamorados los protagonistas y dueños absolutos de lafunción, y tal premisa se cumple rigurosamente en el caso que nosocupa: Rock Hudson y Jane Wyman asumen a modo y condición su rolestelar, y nos ofrecen lo mejor de sí mismos, lo cual no significa,evidentemente, que nos hallemos ante dos grandes interpretaciones.Tanto uno como otra acumulan suficientes carencias (cada cual con suspeculiares características) como para poder hacer una encarnaciónmagistral de sus personajes; más acusadas aún en el caso de Hudson,demasiado envarado y con escasa capacidad para variar el registro enfunción del tono de la secuencia (su sonrisa de anuncio dedentífrico parece hallarse pegada a su boca, de forma que la mismaestá ahí, tanto da si se dirige solícito y amoroso a Cary como siestá en un tris de liarse a mamporros con el baboso que, medioborracho, la acosa en una fiesta).
En definitiva, un correcto melodrama,una película que se deja ver agradablemente, y que, si bien noconsigue impactar a base de elementos deslumbrantes (de los quecarece), sí que nos proporciona una buena muestra del cine de ungénero y una época que, pasado el tiempo y llegados al punto en queestamos, ya nunca volverá a ser de esa manera. Para bien o paramal...

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