Revista Infancia

Somos el mundo, somos los niños

Por Jmburson @jmburson
Somos el mundo, somos los niñosSomos el mundo, somos los niños 
Ayer finalicé la lectura del libro “La derrota del pensamiento” del ensayista francés Alain Finkielkraut, y me gustaría destacar el capítulo cuarto del libro que denomina “somos el mundo, somos los niños” que da nombre a este post, y que deducimos una serie de ideas sobre la visión social crítica de este pensador francés.
Reflexiona que una de las características de los tiempos modernos es la prioridad del individuo sobre la sociedad de la que el miembro Las colectividades humanas ya no se concibe como totalidades que atribuyen a los seres una identidad inmutable, sino como asociaciones de personas independientes. Sus adeptos no aspiran a una sociedad auténtica, en la que todos los individuos vivan cómodamente en su identidad cultural, sino a una sociedad polimorfa, a un mundo abigarrado que ponga todas las formas de vida a disposición de cada individuo. Predican menos el derecho a la diferencia que el mestizaje generalizado, el derecho de cada cual a la especificidad del otro.
¿Qué quiere el pensamiento postmodemo? Lo mismo que las Luces: hacer independiente al hombre, tratarle como un adulto, en resumen, para usar palabras de Kant, sacarle de la condición de minoría de edad de la que él mismo es responsable. Con el matiz suplementario de que la cultura ya no se considera como el instrumento de la emancipación, sino como una de las instancias tutelares que la obstaculizan.
Pero, para el individuo, el hecho de romper los vínculos que le ligaban a las antiguas estructuras comunitarias (corporaciones, Iglesias. castas o rangos) y de entregarse sin trabas a sus asuntos, no le hace ipso facto idóneo para orientarse por el mundo. Puede excluirse de la sociedad sin quedar por ello indemne de los prejuicios que acarrea. La limitación de la autoridad no asegura la autonomía del juicio y de la voluntad; la desaparición de las presiones sociales heredadas del pasado no basta para garantizar la libertad del espíritu: sigue haciendo falta lo que en el siglo XVIII se denominaba las Luces: “Mientras existan hombres que no obedezcan a su exclusiva razón, que reciban sus opiniones de una opinión extraña, todas las cadenas se habrán roto en vano".
Por otro lado, también aborda la escuela, en el capítulo que denomina “Una sociedad finalmente convertida en adolescente”. El autor concibe que la crisis actual de la educación es debido a que la escuela, en su sentido moderno, ha nacido de las Luces, y muere hoy al ser puesta en cuestión. La escuela es la última excepción al self-service generalizado. Así pues, el malentendido que separa esta institución de sus usuarios va en aumento: la escuela es moderna, los alumnos son posmodernos; ella tiene por objeto formar los espíritus, ellos le oponen la atención flotante del joven telespectador; la escuela tiende, según Condorcet, a «borrar el límite entre la porción grosera y la porción iluminada del género humano»; ellos retraducen este objetivo emancipador en programa arcaico de sujeción y confunden, en un mismo rechazo de la autoridad, la disciplina y la transmisión, el maestro que instruye y el amo que domina.
En relación a los jóvenes, reflexiona que los jóvenes: son un pueblo de reciente aparición. Antes de la escuela, no existía: para transmitirse, el aprendizaje tradicional no necesitaba separar a sus destinatarios del resto del mundo durante varios años, y, por consiguiente, no dejaba ningún espacio al largo período transitorio que nosotros llamamos la adolescencia. Con la escolarización masiva, la propia adolescencia ha dejado de ser un privilegio burgués para convertirse en una condición universal. Y un modo de vida: protegidos de la influencia familiar por la institución escolar y del ascendiente de los profesores por (el grupo de los iguales, los jóvenes han podido edificar un mundo propio, espejo invertido de los valores circundantes.  Como cualquier grupo integrado el movimiento adolescente sigue siendo un continente en parte sumergido, en parte prohibido e incomprensible para cualquiera que esté fuera de él.
En nuestros días, la juventud constituye el imperativo categórico de todas las generaciones. Como una neurosis expulsa la otra, los cuarentones son unos «teenagers» prolongados; en lo que se refiere a los Ancianos, no son honrados por su sabiduría (como en las sociedades tradicionales), su seriedad (como en las sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las sociedades civilizadas), sino única y exclusivamente si han sabido permanecer juveniles de espíritu y de cuerpo. En una palabra, ya no son los adolescentes los que, para escapar del mundo, se refugian en su identidad colectiva; el mundo es el que corre alocadamente tras la adolescencia.
El autor cita a Fellini para mostrar el asombro por el preeminencia social del joven: «Yo me pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que, repentinamente, hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los mensajeros de no sé qué verdad absoluta. Los Jóvenes, los jóvenes, los jóvenes... Ni que acabaran de llegar en sus naves espaciales [ ... ] Sólo un delirio colectivo puede habernos hecho considerar como maestros depositarios de todas las verdades a chicos de quince años.»
Para Alain el delirio del que habla Fellini no ha surgido de la nada: el terreno estaba preparado y puede decirse que el largo proceso de conversión al hedonismo del consumo emprendido por las sociedades occidentales culmina hoy con la idolatría de los valores juveniles. “El Burgués ha muerto, viva el Adolescente”.
El libro da mucho que pensar ....

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