Revista Cultura y Ocio

Soy legión

Por Calvodemora
Soy legión
Weegee, Multitud en Coney Island, New York, July 1940
No hay manera de saber la razón por la que disfrutamos las mismas cosas. Deberíamos tener gustos individuales que nadie comparta. Cada uno una debilidad íntima, que no sea la de los otros o que no despierte el mismo interés, ni siquiera interés alguno. En cierto modo el hecho de que exista esa afición común, la de ir a la playa o visitar un museo o escuchar un concierto de música sinfónica, hace que no seamos tan exigentes, se diluye la responsabilidad, se rebajan las expectativas, de modo que no es tan importante que la playa no sea la que esperábamos o que el museo no tenga los cuadros que deseábamos ver o que el concierto no tuviera los intérpretes idóneos. Se comparte la decepción y esa división hace que el daño no sea tan evidente o que no haya ninguno incluso. Cuando pienso en qué tengo yo que sea enteramente mío, de lo que posea una propiedad de verdad privada, que no suscita la inclinación o la devoción ajena, no encuentro nada a lo que acogerme, ninguna cosa que me apasione y de la que tenga la sensación de que es rara o de que no alienta el favor popular. Hace poco, antes de que se derrumbara a peso el calor sobre mi pueblo, salí a pasear escuchando sinfonías. Esos paseos sinfónicos (Dvorak, Mozart, Sibelius, Brahms, que recuerde) no me dieron más placer que los ocupados con el jazz de siempre. Todo parece que conduzca a un estado de normalidad que, en cierto sentido, no me entusiasma. Prefiero la periferia, me siento bien lejos del mundanal ruido, ocupado en sentirme hospitalario conmigo mismo, consciente de que todos estos años de trasegar con mis manías han tenido alguna utilidad de la que ahora pueda extraer algunas más, por ver de qué soy capaz. Si podré entrar en contacto con el budismo o con el cine ruso del primer tercio del siglo XX (del otro, salvo el gran Tarkovski) o con el nihilismo o la paleontología. Si dejaré de sentir alegría cada vez que escucho valses de Strauss y me aficiono a la tristeza de la sinfonía número 5 de Mahler, que aprecié hace años y a la que vuelvo con absoluta prudencia. No conviene ingresar en la tristeza si no es estrictamente necesario, no está siempre uno con esa voluntad un poco excéntrica, en la que se administra a conciencia la pesadumbre, por ver cómo encaja, por observar de primera mano sus efectos. Uno es muchos, no somos el mismo a tiempo completo, no es bueno ni siquiera que seamos únicamente esa unidad estable, indivisible, como hecha un grumo sólido. Qué placer ser los demás, probar a ser otros, exponerse a las costumbres ajenas, darse sin que nos demos de verdad, involucrarse a medias, como guardando una porción personal en la confianza de que podamos sacarla y andar de nuevo a nuestro paso, al aprendido, al probado durante años. Qué enorme placer salir de nosotros mismos a capricho y saber el camino de regreso. Ser el que lee de noche a Baudelaire (anoche nuevamente Las flores del mal) y también quien pasea a solas su pueblo y ser dos personas diferentes y que ninguna sepa nada de la otra. 

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