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Suave apocalipsis: La hora final (1959)

Publicado el 06 junio 2012 por 39escalones

Suave apocalipsis: La hora final (1959)

Tras la II Guerra Mundial y el comienzo de la tensión entre los bloques, y especialmente tras el desarrollo por parte de la Unión Soviética de la tecnología nuclear, el cine se ocupó reiteradamente de alertar de diversos modos y maneras acerca de los peligros de esa inconsciente escalada en la acumulación de material bélico destructivo por parte de las dos superpotencias, del camino de no retorno para la humanidad que suponía la amenaza de utilización de armas nucleares ante cualquier roce o conflicto internacional. Es imposible evaluar el grado de incidencia que tuvo la influencia cinematográfica en la corriente de opinión pública que alimentó el pacifismo de los años sesenta y el movimiento por el desarme nuclear que, inspirándose en Hiroshima y Nagasaki, cristalizó en diversas medidas de limitación de este armamento por parte de la URSS y los Estados Unidos, así como Francia o Reino Unido, y que ha derivado en inútil cuando países como Corea del Norte, Pakistán o India se han hecho con importantes -y no se sabe hasta qué punto seguros y controlados- arsenales nucleares, pero debió resultar muy importante en especial para la generación que no vivió directamente los combates de la conflagración mundial y que, por tanto, era menos receptiva a la propaganda oficial. Durante dos décadas y pico, Hollywood y las productoras de serie B crearon un gran número de películas de terror y ciencia-ficción que, directamente abordando la temática bélica nuclear, ya fuera en clave de drama -Punto límite (Fail-safe, Sidney Lumet, 1964) o en plan comedia delirante -¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, or how I learned to stop worrying and love the bomb, Stanley Kubrick, 1964)-, ya utilizando otros ambientes y subgéneros (invasiones alienígenas admonitorias, plagas de insectos gigantes, irrupción de criaturas colosales destructivas, zombis, monstruos, plagas, epidemias, enfermedades letales…) como clave metafórico-narrativa para volcar su mensaje de prevención ante un más que previsible holocausto nuclear, hicieron del temor a la pronta e irreversible destrucción del planeta materia fílmica con distintos grados de acierto y calidad. Una de las muestras más curiosas, interesantes y solventes de aquella corriente es La hora final (On the beach, 1959), dirigida por Stanley Kramer.

Dwight L. Towers (Gregory Peck) es el comandante de un submarino norteamericano que se dirige a las costas de Australia. El panorama no puede ser más desolador: un desastre nuclear (del que no llegan a saberse las razones ni el orden de acontecimientos que condujo a él, sin duda deliberadamente, para evitar culpas y descargar de razones o lógica a una escalada violenta que carece de ellas) ha acabado casi con toda seguridad con la vida humana en el hemisferio norte y una inmensa nube radioactiva. Uno de los pocos lugares civilizados en los que queda una estructura de gobierno organizada es Australia, y hacia allí se dirige el submarino con sus últimas órdenes recibidas desde Estados Unidos. Mientras las autoridades australianas intentan establecer el tiempo que la nube de muerte y desolación va a tardar a llegar al continente, con un país sumido en la depresión resultante de la espada de Damocles de una muerte cercana, colectiva, inevitable, el submarino recibe la misión de encaminarse al Pacífico central para hacer comprobaciones y también de acercarse al área de la ciudad de San Francisco, desde la que están llegando unas extrañas señales que pueden significar la esperanza de supervivencia humana, la desintegración progresiva de la nube radioactiva, y con ello, la salvación de la humanidad. El oficial de enlace de la marina australiana, el teniente Holmes (Anthony Perkins), intenta mantener en su vida de pareja el optimismo y la esperanza del futuro, en particular para impedir el desmoronamiento de su esposa (Donna Anderson) y proteger a su bebé de unos meses. Entre el grupo de gente que frecuentan Towers y Holmes mientras esperan embarcar se encuentran Moira Davidson (Ava Gardner) y Julian Osborne (Fred Astaire).

Lejos de angustias apocalípticas, de paranoias colectivas, de secuencias bélicas o de debates políticos, la película se concentra, con un tono lírico, intimista, en la manera en la que un grupo concreto de personas, como muestra de la colectividad, encara el más que posible fin del mundo. El tono es cercano, sensible, más basado en los diálogos y en la interrelación de personajes que en la acción, más reflexivo que puramente narrativo más allá de las cuitas sentimentales de los protagonistas. La película consigue recrear una atmósfera asfixiante y claustrofóbica (fuera del submarino, que tiene más merito) gracias al inmenso poder emocional que genera la situación descrita al espectador, que además de asistir a las evoluciones psíquico-emotivas de los personajes principales, también puede comprobar el grado continuo, persistente e incesante del deterioro de la vida colectiva de los australianos, si bien conservando en todo momento la calma y el orden (no hay saqueos, no hay estallidos de violencia o desesperación). En las amplias avenidas, en las calles luminosas, en los parques y espacios abiertos, las bicicletas y los carruajes tirados por caballos han sustituido a los vehículos a motor al haber disminuido las reservas de hidrocarburos y concentrarse éstas para el uso exclusivo de los servicios públicos. Los coches, los autobuses, se amontonan abandonados en las calles; las tiendas todavía ofrecen mercancías, pero hay cada vez más estantes vacíos. La calle es un continuo hervidero de gente que ya no acude con la misma regularidad y exigencia a sus trabajos y que sale en busca de alimentos, a encontrarse con seres queridos con los que compartir tiempo, o a concentrarse en alguno de los actos colectivos en los que clamar o rogar por su salvación. Los comités técnicos y militares trabajan en la búsqueda de soluciones que no existen, mientras que los militares se concentran en las que pueden ser sus últimas misiones. Este tono melancólico se concentra en dos relaciones de pareja, la de Towers, cuya esposa e hijos han perecido seguramente en el desastre nuclear, aunque conserve la realidad casi tangible de su recuerdo y sus fotografías en el billetero, y Moira, viuda que no ha conseguido rehacer su vida y cuya esperanza de conseguirlo está a punto de desvanecerse bajo sus pies, y la de Holmes, su esposa y su recién nacido, cuyo armonioso equilibrio familiar está a punto de convertirse en una lucha desesperada por mantener la cordura en un entorno que amenaza con derrumbarse. Por otro lado, seres solitarios como Julian, cuyo mayor aliciente en la vida es cuidar de su Ferrari de carreras, viven el desastre también en soledad, sin nadie a quien abrazar o por quien lamentar su próxima muerte. Narrada con sensibilidad, tacto y cercanía, la película hace más hincapié en las escenas familiares, los encuentros de pareja y los momentos íntimos que en la grandilocuencia de las decisiones políticas, las misiones militares o las cuestiones técnicas del horror. Solo cuando el submarino parte en su misión la acción ocupa el primer plano de la narración, si bien de un modo particular, conservando el tono pausado, reflexivo, claustrofóbico, el tono melancólico general de cierto abandono, de relajación cada vez mayor ante un final inmimente.

En este momento del metraje, y hasta su conclusión, tienen lugar los momentos más brillantes, impactantes y catárticos del filme, cuando asistimos al melancólico y pesaroso desenlace de la historia que no puede ser. Observamos el desastre en dos vertientes. La progresiva erosión en cada uno de los personajes va paralela a la desaparición física de la humanidad. La relación abortada entre Towers y Moira (magníficas intepretaciones de ambos, en especial de una Gardner ya casi crepuscular), nacida gracias a la guerra nuclear y cortada de raíz por sus efectos, el hijo de los Holmes (la de Anthony Perkins es la mejor interpretación, con diferencia, de la película), que no ha llegado a vivir plenamente, la juventud de ambos, truncada en lo mejor de sus vidas, la soledad de Julian (espléndido Fred Astaire, en cuyas arrugas y movimientos se adivina la armonía felina de otros tiempos), una constante que no se rompe ni siquiera en la sobrecogedora secuencia de su partida, o ese oficial australiano y su secretaria, secretamente enamorados uno del otro y que no se separan en los momentos cruciales con la excusa del cumplimiento del deber, pero amándose en silencio y echándose de menos por anticipado, encuentran su contrapunto en las devastadoras imágenes de un San Francisco desierto, con un Golden Gate trocado en monumento funerario, los restos todavía calientes de una humanidad, una fotografía en vivo con sus personajes súbitamente borrados, disueltos, invisibles, espectros de una humanidad incapaz de evitar su inmolación porque nunca ha aprendido a vivir plenamente. El último plano resume a la perfección el intenso espíritu antibelicista, el profundo sentimiento humano que alimenta una historia que incluso hoy sigue siendo una advertencia rigurosamente vigente.


Suave apocalipsis: La hora final (1959)

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