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"Sympathy for the Devil"

Publicado el 01 marzo 2012 por Sap
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(Con agradecimiento a los señores Jagger y Richards)
Llegar por lo absurdo a dejar de prestar atención ala tragedia. Así, concentrado en la contemplación de una de mis uñas deseabacomo nunca haber tenido unas tijeras a mano. De la misma manera, observaba cómoen la punta del cigarrillo se producía la combustión que llevaba al papel y lashebras de tabaco a convertirse en ceniza rodeada por el anillo negro dealquitrán. O jugaba a las palabras. En orden alfabético, objetos propios de unquirófano: Anestesia, Bisturí, Cubeta, Drenaje... Y que pasara el tiempo; sobretodo que pasara el tiempo y acabase con los lamentos, con el continuo uhh uhhdel llanto, con el chirrido de las suelas sobre el parquet y que al levantar lavista hubiesen desaparecido los treinta y siete féretros que se alineaban sobreel piso barnizado del polideportivo.
 Volvíamos a la gradadesde el reducto de las sillas plegables que ante cada ataúd, habían sidodispuestas para los familiares. Me movía el despejar a Maite del ambienteespeso de las flores fúnebres, del histerismo subterráneo de los pañueloshechos bolas, del uhh uhh que como letanía minimalista saltaba de uno a otrogrupo sin interrupción, y de mi propio horror.Nada pude objetar a la decisión de aquel funeral común, a laconsiguiente espera del ministro de turno y del pleno municipal que mostraríansu dolor institucional a las cámaras de televisión y a los flashes de losfotógrafos de prensa. La víctima que me correspondía era mi cuñado menor, unomás de los pasajeros del autocar despeñado.
 El recinto se iballenando de parientes y curiosos que se repartían por el graderío o semezclaban con las familias allá abajo, haciendo que en el silencio, el roce delos zapatos multiplicados de eco aportaran sonidos de partido de baloncesto.Maite apoyaba la cabeza en mi hombro y yo jugaba a las palabras o miraba lasidas y venidas de un vejete por entre los grupos que levantaba apenas unsombrero casi ridículo en un pésame ceremonioso. Me sentía colapsado pero enningún momento tuve un recuerdo para mi cuñado. Volvíamos a las sillas pararegresar otra vez a las gradas en un continuo ir y venir que suavizaba lamortificación del uhh uhh de los llantos. El anciano de antes, como si fuerafamiliar de todos los fallecidos, zigzagueaba por entre los féretros, sepresentaba a los dolientes y daba leves abrazos de condolencia. Coincidí con élfrente a la máquina expendedora de café y me ofreció un perfil deformado talvez por el dolor y por una dentadura postiza mal encajada que le claqueabacuando repetía al señor que estaba a su lado "Qué tragedia, don Pablo, quétragedia..." En ese instante tuve la certeza de conocerlo, de haber vistosu cara en otro lugar que se me escapaba.
Volví con los padres de Maite ofreciendo el consueloimposible del café caliente. Las mujeres de la familia interrumpían el uhh uhhdel llanto para entregarse a los gritos desgarrados, a la gestualidad dislocadadel dolor que hizo a otros desplomarse en el suelo entre convulsiones. Lacobardía me llevó a pensar que el fallecido era solo mi cuñado y regresé a lasgradas asustado de mi poca entereza dejando a Maite frente a su hermano. Miréotra vez mis uñas, jugué a las palabras, encendí otros cigarrillos y desde laaltura contemplé de nuevo los movimientos del vejete como una posibilidadnarcotizante. Por un momento, el esfuerzo por ubicarlo en el tiempo y endeterminado lugar se convirtió en un juego mental que me aisló en el vacío.
Treinta y siete cadáveres. De manera irrespetuosacomenzarían a descomponerse entre los tableros de las canastas, sobre lasgeometrías delimitadoras de las áreas y contemplados por un marcador estropeadoque con números luminosos mostraba el tanteo del último partido. Un entorno dedinamismos roto ahora por las cintas negras con letras doradas, por la quietudmortuoria y terrible de las coronas de flores. Desde mi altura, la mano deMaite acariciando la madera del ataúd de su hermano se interpuso en mi búsquedavisual del anciano con sombrero. Lo encontré finalmente en un rincón apartado yen una actitud que me proporcionó todas las claves. El hombre, ajeno porsupuesto a mi vigilancia, miraba en torno suyo desde su discreto escondite a lavez que sobre la punta de los pies, bajaba y subía los talones con suficiencia,en un gesto inequívoco de satisfacción que lo llevaba además a deslizar lospulgares entre el cinturón y la camisa como ajustando el tejido al cuerpo.Sonreía complacido como ante una obra bien hecha. Era la misma persona, lamisma expresión representada en el cuadro y la misma del reportaje.
Tres días antes, en el Laboratorio de Arte, estuveanalizando junto con varios de mis alumnos la diapositiva de un cuadro deFabrizio della Porta, "La Presentación al pueblo", una obra sin dudamenor e irregular. Pero no eran los errores técnicos los que me interesabanahora, sino un personaje. La descripción es sencilla: A la izquierda delcuadro, Jesús es custodiado por dos legionarios romanos que lo llevan hasta lazona de luz que penetra a través de un vano que suponemos balcón. Sin estarrepresentada, adivinamos la muchedumbre vociferante que reclamará su muerte.Casi en el centro, sentado sobre un austero trono rematado por la LobaCapitolina, Pilato sumerge las manos en el agua de una jofaina que le ofrece unesclavo negro. Otro esclavo, arrodillado, sostiene un lienzo blanco. Más a laderecha la esposa de Pilato, Claudia Procula, esconde el rostro con una manomientras otra mujer, tomándola de los hombros, parece consolarla. Pero es entreel grupo que forman Pilato y los esclavos y las dos mujeres donde aparece,escondida en la penumbra, la figura de un hombre togado. En un escorzo de trescuartos, vuelve la cara hacia las matronas pero en cambio la mirada, de reojo,la dirige directamente al espectador. Las comisuras de los labios, alzadas levemente,forman una sonrisa enigmática y llena de malicia. Su naturalismo contrasta conel hieratismo que expresan el resto de figuras. ¿Quién es este hombre? Por suindumentaria y la majestad que desprende podríamos concluir que se trata de unconsejero o tal vez, la representación del propio césar como símbolo del poderde Roma y sus inapelables sentencias. Sea como sea, la importancia delpersonaje es evidente. El artista se preocupó de situar su cabeza en uno de lospuntos aúreos de la composición. Ni siquiera el Jesús de perfil o elsignificativo maniluvio de Pilato logran desviar la atención del espectador aotra cosa que no sea la mirada y la sonrisa del personaje anónimo.
Esa misma noche se emitió en televisión un reportaje sobreel asedio a Sarajevo y los asesinatos ordenados por Radovan Karadcic. En lasfosas comunes se procedía a desenterrar los cuerpos de cientos de musulmanesejecutados durante la limpieza étnica forjada por aquel psiquiatra megalómanocon cara de entrenador de fútbol. Cuerpos amorfos rebozados de pegajosa tierranegra iban saliendo a la luz como un horror cotidiano. Habitantes de losdistintos pueblos que rodean Sarajevo se afanaban en el desenterramiento, en elreconocimiento de parientes, vecinos o amigos a través de los jirones de tela,de calzados que se desprendían como hechos de petróleo. Pero fueran secuenciastomadas en una población u otra, advertí la presencia constante de un hombreviejo que en todas las sórdidas escenas y con sutilidad, buscaba el objetivo dela cámara pero siempre agazapado en los corrillos. En todas y a pesar de lodesagradable de la tarea, se mostraba sonriente. Reconocí en él al personajedel cuadro de della Porta.
La conexión llegó a estremecerme por lo evidente. Allíestaba. Repartiendo de nuevo suaves condolencias, contraponiendo al uhh uhh susonrisa maligna que concentraba todo el arcaísmo de la Humanidad. Siempre entredesgracias, paladeando el sabor a óxido de la muerte que alzaba sus comisurasantiquísimas, dirigiéndose al grupo arrasado de Maite y sus padres.Salté butacas de plástico, eludí cuerpos y ojos asombrados yen los apenas quince o veinte metros que me separaban de él, el tiempo sefragmentó estallando en imágenes que me acompañaron en la agitada carrera.Fogonazos con el uhh uhh continuo como una banda sonora espiral, y allí estabansu boca y su mirada, nítido en la vorágine, ayudando a arrastrar un carretónatestado de gaseados en Auswitch, vestido de soldado sonriendo a la cámara queseguía a la niña abrasada por el napalm en Vietnam, presenciando la descarga deahogados en algún lugar de Bangla Desh donde otros miles se unían al rosariodel uhh uhh y se acercaba a Maite pero a la vez amontonaba cabezas cortadas enun campamento Jemer y paseaba por las trincheras de Verdún y firmaba sentenciasde muerte mientras tomaba el café tras el almuerzo y estaba allí y en todaspartes, acompañándonos siempre, en los hospitales, en las cárceles y losmanicomios, escuchando el uhh uhh de los lamentos de las madres como melodíaexcelsa, repetido como un coro en terremotos e incendios y su mano se extendíahacia Maite, la misma mano que anotaba nombres de prisioneros en un gulagsiberiano, idéntica a la que mostraba mariposas al delicado coleccionista quehabía ordenado una matanza en un hipermercado, o se convertía en picanaeléctrica con fondo de tangos o se transformaba en locomotora que colisionabacontra vagones de pasajeros que entonaban el uhh uhh como gritos de amputados ysu sonrisa descompuesta, la mirada brillante y sorprendentemente juvenil ahora,todo él adecuándose, adaptándose a la forma del dolor de Maite y mis últimosmetros en el trayecto más largo de la Tierra, el planeta siempre hollado por ély llegar a impactarle y arrojarlo al suelo antes de que la tocara, en el momentojusto en que hablaba con amabilidad, la mano alzando el sombrero, el ufano, elde nuevo satisfecho.
—Permítanme que me presente. Aunque supongo que ya conocenmi nombre...


©Sap, es.humanidades.literatura, 2004 

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