Revista Cultura y Ocio

Tegucigalpa

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

El avión de Tan Sahsa descendió al hoyo que contenía a la ciudad en acrobáticas espirales, sobrevoló tejados, cruzó sobre la autopista y aterrizó en el aeropuerto internacional de Tegucigalpa, situado un pequeño cerro en el centro del valle, deteniéndose bien entradas las líneas amarillas que señalan el final de la pista. Al girar el avión para dirigirse a la terminal, el hombre vio por la ventanilla, sorprendido, el barranco donde terminaba el asfalto. No había más de cien metros hasta las primeras chabolas que asomaban por el borde, con sus plátanos en los huertos. El crepúsculo avanzaba deprisa sobre la ciudad, templado, con una brisa agradable que hacía ondear la ropa de los pasajeros. Primero la migración, una cola estática, única, para los extranjeros, que no avanza. Estaba cansado después de un viaje agotador, veinte, veintidós horas, quizá más, lleno de escalas: Santo Domingo, Panamá, en el dutty free la gente aprovechaba para comprar licores, tabaco, todo en dólares, en Guatemala una escala interminable en la mínima zona de tránsito, ocho o nueve horas, tirado en los pasillos, en los bancos, la única distracción era una azafata que ofrecía gratuitamente tazas de café de la tierra. Por fin el mostrador donde estampan un sello grande y muy folclórico, en una página indeterminada del pasaporte, y ya a bolígrafo, el funcionario escribe un quince sobre el sello, quince días, y lo rodea con un círculo.aeropuerto Tegus

Espera el equipaje, que está completo, gracias a dios, que no es poco en un vuelo tan largo, otros no han tenido tanta suerte y buscan desesperados un mostrador donde reclamar. En la aduana le registran hasta el último calcetín, no hay nada. El policía moreno, costeño, sufre una pequeña decepción, su compañero de la otra mesa tiene más suerte y encuentra algunos artículos susceptibles de prohibición. Cuando sale del aeropuerto ya es de noche, la sala de espera está casi vacía pero afuera hay una legión voraz que ha esperado pacientemente al último vuelo de una pista que no tiene luces. Le ofrecen cambiar dólares, transporte, cargar su equipaje, comida, gaseosas, más cambio, lempiras a dos cincuenta. Se sentía perdido, embotado, demasiados estímulos en un instante. Entonces advierte el papel con su nombre escrito, don Gerardo Martínez, sólo un folio, por eso ha tardado un rato en verlo.

Soy Juan Limère. Es belga, ni alto ni bajo, tiene la cara un poco rosada, el pelo moreno y la nariz rota por un golpe antiguo. Será su compañero, lleva un año con la agencia. Trae un pickup viejo, de color rojo, funciona bien, le dice, no me ha dejado tirado nunca. Habla bien el español, las erres claras, no como los franceses, es belga del norte, flamenco, su idioma es el neerlandés. Pero se hace raro el acento latino en un europeo, las eses, las expresiones, la exagerada entonación de algunas sílabas. Gerardo ha preferido ir en la paila del pickup, de pie, está encantado con ese aire tan acogedor que recibe en todo el cuerpo, de repente más frío, o más húmedo, o perfumado. Levanta la cara, quiere atrapar un olor, pero se le escapa, se fue, un olor como el que había en el patio de sus abuelos, que le recordaba el verano, dulzón, penetrante, un olor como a jazmín. En algunos tramos, la calle estaba oscura, sin casas, edificaciones ni farolas, pero por delante, a los lados, lejos, hay luces que flotan en la noche: es la ciudad que trepa por las laderas del valle, y, más arriba, una franja de cielo aún claro y otros puntitos que son las estrellas.

Juan lo llevó a un comedor al aire libre: un techo de palma sobre una estructura de madera, sin paredes, abierto a los cuatro vientos y a las luces omnipresentes, las mesas son de madera, los bancos corridos, la cena exótica, que pagó Juan con sus lempiras. Callejean. La ciudad le recuerda, a veces, ciudades españolas, con casas bajas, paredes, portales, ventanas similares, los techos de teja árabe, pero son diferentes los colores, los contrastes. Pasan la mole del estadio nacional, un puente que separa Camayagüela de Tegucigalpa, más calles, y llegan al hotel. Juan se baja y toca la puerta. El hombre que abre la puerta es moreno, sin edad, cojea de una pierna y lleva un machete en su funda, colgado del hombro que parece no estorbarle los movimientos: ah, don Juancito, es usted, pase, y su amigo, bienvenido, permita, le ayudo con los bultos.


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