Revista Cultura y Ocio

Tercer avance de antigua vamurta (saga completa)

Por Igork


Antigua Vamurta

Tercer avance de la novela Antigua Vamurta (Saga Completa), libro de aventuras, traiciones y venganzas en un mundo medieval fantástico. En este avance aparecen dos de los grandes protagonistas femeninos Eszul y Sara. La Saga Completa está compuesta por seis partes, 61 capítulos y más de 800 páginas.

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Y aquí os dejo un fragmento, el arranque del capítulo 39, para que podáis hacer una degustación on line del mundo de Antigua Vamurta.

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37
oquadé

Mientras se dirigían a la puerta de la ciudad, Eszul avisó al conde: —Esas de allí, las que nos reciben. Son sacerdotisas, todas. — Está bien. No tenemos nada que esconder, Eszul. Nos mostraremos tal como somos. Siete damas de altura formidable aguardaban, rodeadas por una cohorte de guerreros sosteniendo el emblema negro y rojo de la ciudad, que flotaba sobre una gran asta. No era lo que tenían en mente, cuando les hablaron de Oquadé como una ciudad permisiva. Abrigadas con varias capas de tejidos finos de algodón negro, bajo los mantos se podían entrever una infinidad de argollas de acero que las aprisionaban. Sonreían, pero sus miradas eran gélidas como una mañana de invierno zaherida por el viento. Querían saber, eso el conde lo entendió enseguida. Los capitanes de la hueste caminaban lentamente, como si estuvieran en una ceremonia. Bajo los grandes aros, las sacerdotisas vestían una malla blanca que sobresalía en cuello y mangas. Las largas uñas de las damas trazaron gestos extraños en el aire. ¿Los bendecían, los exorcizaban? No eran mayores, eran féminas de mediana edad y jóvenes también, pulcramente pintadas para la ocasión. Negro en torno a los ojos, morado oscuro en los labios, rojo chillón en las mejillas. Hermosas a su modo ancestral. Al llegar a su altura, observaron sin disimulo a la Bálkida, Eszul. —Una mujer roja con gentes grises y vesclanos —dijo una. —¿Para qué los seguirá? —preguntó otra. —¿Por qué habéis venido a Oquadé, ciudad del límite? —inquirió una tercera. Serlan dio un paso al frente. Antes de que pudiera abrir la boca, la más pequeña de todas ella, que era algo más alta que el antiguo conde, se situó frente a él. Cerró los ojos y apoyó sus palmas cobrizas sobre la frente del estratego. Se hizo un silencio absoluto, los hombres de armas de la aldea los vigilaban con atención. —Podréis entrar en la ciudad —dijo la mujer, despegando sus manos del cráneo del capitán. —Entrar pero no dormir —añadió otra. —Y queremos saber. Saber quién es esa mujer roja, saber de la muchacha sin mano, saber. Saber sobre vosotros, los errantes. Sois nuestros invitados. El conde asintió y les prometió contestar a sus preguntas. Sara las miraba, callada, sin que su expresión delatara lo que pensaba. Eszul, altiva, sonreía con malicia. Las sacerdotisas se hicieron a un lado, y los capitanes avisaron a la tropa de que se les permitía entrar. Oquadé no se parecía al resto de ciudades libres. Se podría decir que solo existía una calle, tan amplia que por ella podrían transitar cuatro caravanas pegadas las unas a las otras, y el resto eran viviendas con fachada a estrechísimos callejones. Todas las casas tenían amplias ventanas para absorber la poca luz que llegaba del cielo y pequeños balcones floridos. En algunas azoteas se habían construido minúsculas jaulas de vidrio donde, acaso, alguien podía meditar o simplemente ver la lluvia caer sin mojarse. Lo sorprendente era que las fachadas estaban profusamente adornadas con bajorrelieves y pinturas de motivos alegres, desde estrambóticos conjuntos florales hasta animales y representaciones de los oficios. Unas imágenes que contrastaban con el acre olor a hierro fundido que se esparcía en el aire. Algunos propietarios de viviendas incluso plantaban árboles y flores sobre los tejados, lo que, a veces, daba la sensación de estar bajo un jardín. En aquella humilde urbe norteña, sus habitantes se preocupaban por ser felices. La hueste avanzaba maravillada por la única avenida, abriéndose paso entre el gentío; los renos lanosos y malolientes, los mercaderes que se frotaban las manos viendo a tantos posibles compradores juntos ante sus puestos de venta. Los niños corrían entre sus piernas, admirándolos. Lemas, jugueteando con su cuchillo de matarife, pensaba que nunca los habían recibido con tanta cordialidad. Una de las callejuelas hedía a cuero curtido, la calle de los carpinteros a madera cortada y de la de los tejedores llegaba un caos de voces. Allí los aprendices cantaban mientras hilaban. —Algo en vos les ha gustado a esas sacerdotisas, señor —dijo Eszul a Serlan—. Cuidaos de ellas.
TERCER AVANCE DE ANTIGUA VAMURTA (SAGA COMPLETA)

A su lado, Éccate se intranquilizó. La pronta aparición de unos malabaristas que pedían la voluntad por su arte, lanzando aros de colores, los distrajo. —De cualquier modo, cuidémonos de no disgregarnos por este bello laberinto —avisó Serlan a los mandos. El griterío aumentaba. Llegaban a la plaza cuadrada, la única en toda la aldea, donde se aglomeraban las caravanas, el mercado y los dioses de todas las procedencias. Olía a especias y a metal, a pan recién hecho. Las estatuas de Onar y Sira convivían en armonía con las de Zintala, Osapa y Tamboras, de los hombres rojos. Lateas se alegró de ver un pequeño templo dedicado al Boadhais, cuya fachada estaba prácticamente forrada con musgo en toda su superficie, cuidadosamente regado y cortado. —Aquellos son los edificios del Consejo —señaló el viejo vesclano—. Aunque parecen un gran bazar, si no fuera por esos guardias imponentes. Y aquel gran palacio es el de las sacerdotisas, llamado del Consejo, donde deciden junto a los prohombres de Oquadé. La plaza la llaman Las mil puertas, y es bien conocida por nuestros mercaderes. Enseguida comprobaron que la colonia de hombres rojos era la dominante en la urbe y que su gobierno permitía y alentaba a cualquier recién llegado, fuese de la creencia que fuese. Icet, que se había quedado atrás con sus vesclanos más próximos, lo observaba todo con su mirada taimada. En aquel gran mercado que era la plaza central de Oquadé, llegaban expediciones comerciales de todos los rincones de las colonias. Incluso podían encontrarse armas y artesanía que nunca antes habían visto: espadas exageradamente curvadas, arcos pequeños y manejables para jinetes, arcabuces de cañón esbelto, cerámicas esmaltadas de cuello alto y estrecho, tejidos con brocados y ribetes suntuosos.


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