Revista Cultura y Ocio

Teresa de Lisieux, agradecimiento por el Dios misericordioso

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

teresitaCon motivo del año jubilar de la misericordia, el Pontificio Consejo para la promoción de la nueva evangelización ha venido publicando diferentes materiales para ayudar a celebrarlo. En la sexta entrega, titulada Los santos en la misericordia, se presenta una serie de figuras inspiradoras para vivir esta dimensión fundamental de la fe. Entre ellos, tenemos a santa Teresa de Lisieux bajo el título “Gratitud hacia el Dios justo y misericordioso”

Agradecimiento por el Dios “justo y misericordioso”. Santa Teresa de Lisieux

Pontificio Consejo para la promoción de la nueva evangelización

En la historia de la santidad, pareciera lógico que el tema de la misericordia sea tratado por quien haya recorrido un largo y difícil itinerario de conversión, o por quien se haya dedicado de manera particular a las obras de caridad. Más sorprendente es el hecho de que, al hablar de ello de cierta manera sistematizada, se haya elegido a una santa caracterizada completamente por la experiencia y el mensaje de la “infancia espiritual”: santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), quien ha experimentado cómo la misericordia perfiló su inocencia, hasta concluir su propia existencia con un “Acto de ofrecimiento al amor misericordioso del Buen Dios”.

Ciertamente, la misericordia es la palabra que podría servir de título para sus tres “Manuscritos” de su Historia de un alma. El primero de ellos (Ms a) dedicado enteramente a contar los años de su niñez, llenos de pureza, lo escribe persuadida de cumplir con una sola cosa: “Comenzar a cantar aquello que habré de repetir por toda la eternidad: «la misericordia del Señor»'” (Ms a 2r) y lo concluye cantando con el salmista: “que el Señor es bueno, que su misericordia es eterna” (Sal 135,1). Pero ella indica algo de forma precisa y cuidadosa: “Dios me ha dado su misericordia infinita, y ¡es a través de ella que contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas parecen plenas de amor, incluso la justicia (quizás más que todas las demás) me parece revestida de amor. Qué dulce alegría pensar que el Buen Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza. Entonces, ¿de qué he de tener miedo?” (Ms a, 83v-84r).

En el segundo Manuscrito (Ms b), que es un compendio breve de su doctrina en forma de carta, Teresa se limita a comentar las expresiones bíblicas y dice: “A los pequeños se les concede la misericordia” (Sab 6, 7), ilustrada con la más bella imagen del profeta Isaías: “Como una madre acaricia a su hijo, así yo los consolaré, los llevaré en brazos y los acariciaré sobre mis rodillas” (Is 66,13). Y se dirige a Dios con esta sorprendente confesión: “Siento que si tú encontraras –cosa imposible- un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita” (Ms b, 5v). Por eso, a su hermana carmelita en una carta le explicaba lo siguiente: “Aquello que le agrada a Dios es verme amar mi pequeñez y pobreza, es la ciega esperanza que tengo en su misericordia” (Lt 197).

Y para completar con los últimos toques su canto de las “misericordias del Señor”, escribe, pues, el tercer Manuscrito (Ms c). Ahora Teresa puede testimoniar que Dios “ha superado todas sus expectativas”, y que ha descubierto en la Sagrada Escritura “un camino bello y derecho, muy corto, un lindo y nuevo camino para marchar hacia el cielo: dejarse llevar por los mismos brazos de Jesús” (Ms c 3r).

Sobre el final de su vida, a un misionero que le había escrito para contarle sus inquietudes espirituales respecto de la justicia final de Dios, Teresa le responde: “Sé que es necesario ser completamente puros para comparecer delante de Dios con toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo, y esta justicia (que a muchas almas espanta) constituye el motivo de mi alegría y confianza (…). Espero tanto en la justicia de Dios como en su misericordia. Precisamente porque es justo: Él es compasivo y lleno de dulzura, lento para el castigo y rico en misericordia.

Conoce nuestra fragilidad y se acuerda de que solo somos polvo. Como un padre es tierno con sus hijos, así es de compasivo el Señor con nosotros (Sal 102, 8.14; y 103, 13). Hermano mío, he aquí lo que pienso de la justicia del buen Dios. Mi camino es una vía llena de confianza y de amor; yo no entiendo a las almas que tienen miedo de un amigo así de tierno” (Lt 226).

En definitiva, la pequeña Teresa está preparada para unir en su corazón las dos características de Dios que a nosotros, demasiado adultos, nos parecen contradictorias: la misericordia y la justicia.

Pero eso ha ocurrido porque ha evaluado a ambas no sobre la base de la experiencia de la miseria humana que se manifiesta en el pecado, sino sobre la base de una experiencia aún más radical que la común de las pobres creaturas.

Si Dios se conmueve ante un pecador, es porque se conmueve ante un niño caído (un hijo que se ha hecho daño). Pero, más aún, él se conmueve porque se trata de un pequeño hijo que él mismo ha creado de la nada. Así es como Teresa logró de golpe la intuición más profunda que los teólogos debemos conquistar tarde o temprano: el acto de la creación es el primer acto divino de misericordia, lo que fundamenta la misericordia futura con todos los hombres: el hijo pequeño al que colma de ternura, el hijo pequeño que se ha caído y hecho daño y el hijo pequeño al que ha prevenido con el fin de que no volviera a caer. Con todos estos tres hijos pequeños, que se echan en sus brazos, Dios es infinitamente justo y misericordioso, porque “abajarse es propio del amor”, “y es inclinándose como el Buen Dios muestra su infinita grandeza” (Ms A, 2v-3r).

Sabiendo que siempre estará preservada por la misericordia de Dios, siempre “perdonada por anticipado”, Teresa inventó para sí esta parábola genial (cuyas mayúsculas y cursiva originales se han respetado):

“Supongamos que el hijo de un hábil doctor encuentra en su camino una piedra que lo hace caer y que en esa caída se rompe un miembro. De repente, el padre va hacia él, lo levanta con amor, cura sus heridas, aplicando para ello todos los recursos de su arte, y muy pronto el hijo, completamente curado, le manifiesta su gratitud. ¡No cabe duda de que este hijo tiene perfecta razón de amar a su padre! Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea).

Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, y  DESCONOCIENDO la desgracia de la que este lo ha librado, no le manifestará su gratitud y lo amará menos que si lo hubiese curado… Pero si llegara a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. Él quiere que yo lo ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo lo ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SUPIERA cuán amada he sido por él, con un amor de una prevención inexplicable, para que yo ahora lo ame a él ¡hasta la locura!” (Ms A, 38v-39r).

En esta parte del manuscrito, la caligrafía de Teresa muestra una emoción muy fuerte. Sus palabras son tan marcadas a veces, que parecen atravesar la hoja: ella está defendiendo el descubrimiento del amor, el cual ha penetrado todo su ser. Ha comprendido que la diferencia no se da entre quienes tienen pecados y quienes no, sino entre quien tiene la necesidad del amor porque ha pecado, y quien necesita de más amor para poder huir del pecado. Y si el primero ama mucho porque conoce bien lo mucho que se le ha perdonado, el segundo no ama sino hasta que se da cuenta del amor preventivo que ha recibido. Cuando se da cuenta de ello -al “hacerle saber” que ese amor previsor es una gracia inmensa que Dios le regala- es cuando se encuentra en condiciones de “amar hasta la locura”.

Las posibilidades, pues, no son dos solamente, sino tres: está el que ama poco porque piensa que se le ha perdonado poco, está el que ama mucho porque sabe que se le ha perdonado mucho, y está el que ama hasta la locura porque sabe que se le ha perdonado todo por anticipado y ¡sabe también que es gracia no haber pecado! Esta última categoría de persona sabe de la misericordia de Dios infinitamente más que el que la ha experimentado solamente en sus caídas.

Quien duda, puede asociar de manera útil el recuerdo de la pequeña Teresa ¡también a los Doctores de la Iglesia! con aquello que el gran Doctor san Agustín, conocido por su difícil conversión, se expresaba de una manera similar: “Te amaré, Señor, te daré gracias y confesaré tu nombre, porque has perdonado mi maldad y con ello, mis grandes delitos. Atribuyo a tu gracia y a tu misericordia el haber derretido como hielo mis pecados; atribuyo a tu gracia también todo mal que no he cometido…

Todos los pecados aquellos que cometí de forma espontánea y voluntaria y aquellos que con tu guía pude evitar me fueron perdonados, lo confieso. Quien ante tu llamada siguió tu voz y evitó la culpa… no me defenestre con burlas si, siendo maldito yo, fui curado por el mismo médico que lo preservó a él de enfermedades. Por consiguiente, deberá más bien amarte porque puede ver cómo me liberó de tanta postración por los pecados, gracias a la obra de Aquel que no lo dejó envolverse en tanta postración por los pecados” (Confesiones, II, 7).


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