Revista Cultura y Ocio

Thea Hjelmeland: Delirando con una voz del norte

Publicado el 09 noviembre 2013 por Rafael Alejandro González Escalona @rafauniversidad
Foto: Gregory Dominé

Foto: Gregory Dominé

Uno no está preparado para salir de un concierto de Lila Downs, creyendo que ya la noche lo dijo todo, y toparse con una Plaza de la Revolución mojada, indefensa, una plaza inofensiva de farolas amarillas con un tono de otoño que la engrandece. Tanto, que pierde la mayúscula y logra el ingreso a las filas de las hermosas plazas anónimas.

Uno no está preparado para llegar a un lugar cuyo mirador alinea a Camilo y al Che de un lado, y al Martí del memorial del otro; un mirador desde el que –si uno presta atención– se revela cierta poesía irónica: gracias a la magia del dinero puedes tener la ilusión de que el símbolo del poder político de Cuba está a tus pies.

Uno no está preparado para llegar a un lugar así y que aparezca una muchacha bonita, de cabellos casi blancos, con un vestido verde de lentejuelas que en otra podía molestar pero en ella se ve sencillo, casi –casi– inocente.  Uno no está preparado para que esa muchacha abra la boca y sin esperarlo te deje solo frente a la belleza.

Uno no está preparado para encontrarse con una voz que desnuda el alma y descubre secretos olvidados, sueños de la infancia y desgracias que aún no se anuncian. Una voz que desaparece mis preocupaciones –entre las más urgentes: estoy a punto de perder una muela, mi trabajo no me da para vivir, hay un camión de sábanas esperando que las lleve a la tintorería–. Una voz capaz de cantar las verdades del nacimiento y la muerte como lo que son, las puntas atadas de una misma cuerda. Una voz que me amedrenta y sitúa en el medio de la nada, sin más recurso que aferrarme a la voz y rezar una plegaria para que no se calle nunca. La vida, o por lo menos todo lo que importa de ella, debiera durar lo que dura una voz como esta.


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