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“Time is on my side”: El cabo del miedo, una fábula gótica a colores. Especial Martin Scorsese (parte II) en Cinearchivo

Publicado el 20 enero 2012 por Esbilla

“Time is on my side”: El cabo del miedo, una fábula gótica a colores. Especial Martin Scorsese (parte II) en Cinearchivo

Pese a que todavía no ha sido publicada al completo la segunda entrega del “Especial Martin Scorsese” que Cinearchivo ha desarrollado estos dos meses labores de intendencia me recomiendan adelantar un poco la que es mi participación en la inminente segunda parte: El cabo del miedo.

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“Time is on my side”: El cabo del miedo, una fábula gótica a colores. Especial Martin Scorsese (parte II) en Cinearchivo
You’re searching for good times
But just wait and see
You’ll come running back
I won’t hav to worry no more
You’ll come running back

*Siempre he pensado que hay una diferencia básica, es decir una de las importantes, entre El cabo del terror, versión J. Lee Thompson en 1962 y El cabo del miedo, versión de Martin Scorsese en 1991. En la original Max Cady (Robert Mitchum), parece decirle a Sam Bowden (Gregory Peck): «Te haré como yo». En el remake Max Cady (Robert de Niro), le dice a Sam Bowden (Nick Nolte): «Te enseñaré que eres como yo»  para apostillar «Y después te curaré».  Hay una frase clave en la película: después de su primer encuentro cara a cara (prácticamente idéntico en ambos filmes incluido el detalle de que le arrebate las llaves del coche: primera invasión de intimidad y primer intimidad como tal) el expresidiario le dice, masculla más bien, a su abogado: «Vas a saber lo que es perder». No «vas a perder», sino «vas a saber». Va a darle una lección de vida.
La primera vez que vi El cabo del miedo pensé que aquello era Scorsese respondiendo a los nuevos directores pirotécnicos con verdadera pirotecnia en increíble technicolor (incluso Max Cady aparece sentado tranquilamente en la tapia de la finca de los Bowden mientras a su espalda vuelan, multicolores, los fuegos artificiales. Réplica de los virados y fundidos en diversas tonalidades chillonas que aparecen poco antes, anunciando una presencia maligna durante una escena de cama entre Sam y su esposa, Leigh). Resulta desafiante que para hacer su film más descontrolado y chillón hasta la fecha el cineasta recurriese al talento del gran Freddie Francis, quien
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contaba entonces setenta y dos años. Claro que extraña menos si se tiene en cuanta que Francis fue uno de los elementos clave de la Hammer, tanto en labores de fotógrafo como en las de director, y que aquí están sus rojos, verdes y amarillos (los cuales emparenta también el film con las estéticas del giallo, especialmente del realizado «a la Dario Argento», es decir, imitativo de Mario Bava), su fotografía brillante, de contornos definidos. A esto se suma un ítem más de carácter puramente industrial: Scorsese pretendía una tipo de fotografía complicada que se combinaba con la necesidad de rodar rápido y seguro,; la experiencia y oficio de Francis eran una garantía, como bien había experimentado David Lynch en El hombre elefante (un añadido: resulta estimulante comparar esta película con la algo anterior Corazón Salvaje (1990), dos cuentos siniestros de plástica desvergonzada). La cinefilia scorsesiana ya alimentaba un trabajo como este, en ciertos aspectos emparentado con esa evocación de los melodramas gothic-noir de la década de los 40 que es Shutter Island (2009), heredado de Steven Spielberg e impulsado por Robert de Niro, como también lo había sido Toro Salvaje en el 80, por cierto. Es decir, pese a que en su día, después de Uno de los nuestros (1990) nada menos, aceptar un remake se vio como el colmo del venderse la realidad parece más cercana al capricho del autor/cinéfilo por invocar el fantasma de un Hollywood, el de Studio System, que ya no existía. Una idea que latía en Alicia ya no vive aquí (1974), su primer acercamiento a la industria y el encargo, y que se ha corporeizado en la parte presente de su carrera tras la frustración de Gangs of New York (2002): el cineasta decidió convertir aquella fantasía del director de estudio en
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realidad, afrontando una carrera más relajada, muy distinta en todos los aspectos pero perfectamente coherente con una parte muy importante de su propia personalidad como espectador y como creador (o recreador, en este caso). Aunque tampoco se pueden soslayar las necesidades económicas. Uno de los nuestros había sido todo menos un éxito y por el contrario El cabo del miedo se convertiría en el título más taquillero de su carrera. Scorsese golpea incansablemente al espectador con un arsenal de recursos visuales empleados por aplastamiento: montaje frenético, encuadres imposibles, virguerías de cámara, virados en negativo, juegos con el primer y segundo plano, ritmo desquiciado, desmesura sobre desmesura, subrayado del subrayado… Todo lo que el cine americano del estilo puede ofrecer pero llevado tan al extremo que la película y su parodia se fusionan en una. Scorsese obra con conocimiento de causa, este es El cabo de miedo que quiere hacer, no se lo ha mandado Steven Spielberg. Una apoteosis del exceso saturado de simbología del juicio final.
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   Si en su anterior tanteo del remake, la magistral El color del dinero en 1986, había optado por lo creativo en lugar de por lo derivativo prefiriendo convertir la propuesta en una secuela crepuscular de El buscavidas que contenía a su vez una perífrasis del original, en el tercero, el musculoso thriller Infiltrados, se limita a una exhibición de narrativa cinemática que plasma un buen guión calcado, con variaciones de personajes y soluciones propias de su estilo más reconocible, de su no menos fibroso precedente, la cinta hongkonesaInfernal Affairs (Lau Wai-keung y Alan Mak, 2002). En el presente, que fue segundo, la estrategia es al de la fidelidad aparente: todo se parece pero todo es distinto. En el film de Thompson se nos presenta una familia intachable acosada por un obsesivo psicópata que regresa para vengarse por haber pasado ocho años en al cárcel a cuenta del testimonio del marido en una caso de agresión sexual. En el remake todo está corrupto, podrido en el interior aunque sea ideal en la superficie (antológicos títulos de crédito de Saul Bass en este sentido, por cierto).  Sam engaña a su mujer, es un abogado de pocos escrúpulos que actuó mal a sabiendas cuando Cady fue cliente suyo (lo cual justifica mucho mejor la profesión del protagonista, también mucho mejor encarnado por un Nolte sobresaliente que por un Peck de madera), su esposa está frustrada, su hija coquetea con las drogas y la rebeldía adolescente y erótica.  El clima pringoso de sexualidad es una de las
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variaciones/amplificaciones más claras con respecto al material del 62: todo es sexual, grotescamente sexual incluso. El psicópata ejerce de punto de contacto entre los demás personajes y su sexualidad más conflictiva: la culpable para Sam, la frustrada para Leigh, la emergente para Danielle. Aquí se puede rastrear una curiosa analogía con el Drácula de la Hammer (presencia de Francis aparte) ya que Cady, al igual que el vampiro según Terence Fisher-Christopher Lee es un ente erótico revulsivo y transgresor que altera/atenta con su presencia el reducto social básico (y metafótrico) como es la familia.
   Cady aparece definitivamente imbuido de un halo supranatural, un catalizador al tiempo que un castigador. Se ha escrito bastante sobre el carácter de cuento religioso, de furioso catolicismo castigador enfundado en un disfraz de melodrama gótico sureño hiperbólico, de la versión de Scorsese. Y se ha escrito con razón. El italoamericano ve y presenta a su villano como una corporeización, salvaje y sofisticada al tiempo, de la culpa. Una culpa hiperbólica, fantómatica y superhumana. Max Cady está allí para iluminar a Sam Bowden, para obligarle a aceptar su propia naturaleza y luego expurgarle de ella. Es el Santo de los Asesinos, parafraseando un personaje memorable creado por Garth Ennis en las páginas de Predicador. Así frente a la sinuosa planificación y ejecución del clímax por parte de Thompson (la fotografía densa en blanco y negro, una planificación más enfática y momentos como el acoso sexual de Cady sobre la esposa de Bowden redondean un tercio final memorable) Scorsese plantea un cataclísmico enfrentamiento primordial en una noche de ruido y furia (y agua) donde el psicópata perora incansablemente y regresa de la muerte segura una y otra vez hasta que todo
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desemboca en un enfrentamiento primitivo y desencajado que coloca al personaje de Nolte en el borde del barbarismo primordial, bíblico. Todo bañado por un agua salvífica en la cual Bowden lava sus manos de sangre y pecado, bautizado de nuevo por la intermediación de un ángel de maldad que le mira directamente al blanco del ojo.
   Pero también un personaje de cine de derribo, de cultura popular en su acepción más encanallada. Cady es casi un supervillano de tebeo: ubicuo, inmortal, implacable, sarcástico… también es la variación Scorsese sobre la manida figura del psychokiller. Resulta clarificador que el film se habrá con la voz de Juliette Lewis narrando como si fuese un cuento de todos los santos o una retorcida redacción escolar, los hechos de aquel verano y se cierre con ella misma diciendo:«Nunca hablamos de lo ocurrido, por lo menso entre nosotros. Eso le serviría para introducirse en nuestros sueños y yo sé que soy de las que prefieren vivir. Fin». Max Cady es una leyenda urbana como Freddy Krueger, El cabo del miedo un slasher bíblico-anfetamínico que no es que no tenga miedo al ridículo, es que se regodea en el mismo. En su asumida vulgaridad y (buen) mal gusto afrontado a la sobriedad elegante de El cabo del terror de J. Lee Thompson. Es decir, todo se dirime en el terreno de lo hiperbólico antes aludido que es lo que domina la película, y lo que a su modo demencial la que la hace tan adictiva. No se puede decir que todo sea mejor con respecto al film original,
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sencillamente todo es «más». En no pocos aspectos la formulación de las dos películas responde a sus actores/villanos: Mientras el Cady de Robert Mitchum es sinuoso como una gato, amenazante sin apenas un gesto, el de Robert de Niro es voltaico, hortera, grosero a la vista. Uno construye desde la inmutabilidad, su amenaza emana de forma natural. El otro se viste de psycho a golpe de tatuajes, se ha ilustrado por dentro y por fuera, camisas hawaianas, gorras de capitán de barco… La prodigiosa planificación del asalto a la muchacha (personaje este mucho mejor justificado en el remake, por cierto, donde es la amante de Bowden, lo que introduce una razón para que sea atacada: el abogado no querrá que e sepa ese dato)  que conoce en un bar es ejemplar de cómo el film mimetiza la mímica narcotizada y cool del genial Robert Mitchum a través de una planificación serpenteante, progresivamente inquietante y siniestra gracias al propio movimientos y sus sutiles desequilibrios. En la del 91 esta escena se resuelve literalmente a mordiscos, con esa brutalidad extenuante que marca todo un conjunto perfectamente ejemplificado también en el cuerpo y las maneras de su actor estelar y contenida en la archifamosa pelea de callejón con el burlón «¡Abogado¡ ¡Abogado! Ven ratita quiero verte la colita». Una grosera, y efectiva, caricatura, resumen de la agresiva, amén de lúdica, estrategia scorsesiana. Aunque sí que hay algo que ambas comparten de forma armoniosa: el hecho de que la mágica banda sonora de Bernard Herrmann (adaptada de forma superlativa por Elmer Bernstein en 1991) las haga parecer mucho mejores de lo que son.•

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