Revista Cultura y Ocio

Tintin y el carro de la carne

Por Luis G. Magán @historiaymundo

Cinco años hace ya que, rescatado del olvido, luce orgulloso junto al “Puente de Hierro”, el carro que un día transportara la escasa carne que en los años cuarenta alimentaba a los ciudadanos de Miranda. El chirriar de sus ruedas contra los adoquines y el ruido de los cascos de las caballerías que lo arrastraban, hace décadas que cesó.

Y ya nadie se acuerda de Tintín realizando su trabajo, enganchando las bestias en las cuadras municipales y dirigiéndose al matadero para recoger las piezas que habría de repartir por las carnicerías.

TINTIN Y EL CARRO DE LA CARNE

Aquel empleado municipal era uno de tantos mirandeses que en la posguerra intentaba salir adelante y curar sus heridas en silencio. Heridas que se abrieron una noche en la que burló a la muerte que le vino a buscar de la mano del odio de sus vecinos.

Fue en el verano del 36, cuando en Miranda se desató la sinrazón y en la pequeña ciudad republicana y ferroviaria, vencida en una tarde por la fuerza de las armas de los golpistas, la represión se extendió y los caminos se convirtieron en improvisados lugares de ejecución. Tintín, maniatado en la oscuridad, esperaba su turno pero su arrojo quiso que la vida le diera otra oportunidad.

Confiados, los verdugos se alejaron del vehículo donde le tenían encerrado para asesinar a otro de los que alguien, aquel día, había decidido que no merecía volver a ver la luz del sol, y Tintín quedó custodiado por un solo criminal. De alguna forma consiguió soltarse de la soga que lo apresaba y una vez libre pudo reducir a  su guardián. Corrió cuanto pudo y se tiró al río, oculto bajo las aguas respirando con una paja, les oyó maldecir mientras buscaban su presa.

Al final se cansaron y cuando la calma, el silencio de los muertos y la infamia del alevoso crimen se adueñaron del oscuro paraje, salió del agua. Como pudo, llegó a la hacienda donde trabajaba de peón y se ocultó en el pajar, sabía que a su casa no podría volver porque le estarían esperando. Allí le encontró su patrón y, a sabiendas de que la única manera de que permaneciera con vida era alejándose de su tierra, escondido en su vehículo, la mañana siguiente lo trasladó a Burgos.

Sin posibilidad de volver atrás hizo lo único que le permitiría sobrevivir, alistarse en el ejército nacional, el de sus verdugos. Dos años pasó de frente en frente, alejado de los suyos que rumiaban su rabia en silencio y le habían dado por muerto. Tintín debía de ser un hombre leal ya que se había ganado la confianza de su capitán que, extrañado de que en el tiempo en que había servido a su lado nunca le hubiera solicitado un permiso, se interesó por su situación y le instó para que volviera a su casa.

Con la confianza por las experiencias vividas, aquel soldado forzado le confesó su situación, el horror de la terrible noche y el dolor que le consumía por haber abandonado a su familia. Sabedor el capitán de que aquellas sumarias sentencias nunca prescribían y de que como Tintín  temía, sus verdugos le estarían esperando, se comprometió a acompañarle en su vuelta a casa.

Y así, después de dos años de soledad, a una mirandesa le dio un vuelco el corazón cuando incrédula volvió a sentir el sonido cercano del silbido que todos los días anticipaba la llegada de su marido. Tras visitar a su familia, acompañado del capitán y armado hasta los dientes, volvió a recorrer las calles de Miranda y dejó claro de qué lado estaba.

Con la intervención de aquel oficial y a pesar de la rabia del que dictó su sentencia, Tintín recuperó su vida. Por fin la guerra terminó y con el alma herida por el recuerdo de los olvidados en las cunetas y el pecho henchido por la gloria de los vencedores, volvió a Miranda. Y lo hizo para trabajar como empleado municipal.

Día a día cumplió su función y durante años salió de las cuadras del Ayuntamiento conduciendo el carro de la carne junto a sus compañeros. Uno de ellos era Eliseo, su función, recoger las basuras de la ciudad, conduciendo otro carro como el de Tintín. Todos los días sus miradas se cruzaban y todos los días los dos hombres compartían el mismo espacio.

La tarde en que los dos se enzarzaron en una fiera pelea nadie dijo nada, eran muchos los que sabían dónde había estado Eliseo aquella oscura noche del verano del 36.


TINTIN Y EL CARRO DE LA CARNE

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