Revista Cultura y Ocio

Todos los años que nos quedan por vivir

Por Calvodemora
Todos los años que nos quedan por vivirSe tiene a veces la errónea idea de que la vejez es un descenso. Se cree que se vive marcha atrás o que hay un punto final y avanzamos hacia él inexorablemente, sin que se pueda aminorar la velocidad de caída o la dureza del impacto. No hay una pedagogía de ese ingreso en los años finales. Contamos con algunas certezas, hemos observado con detalle la manera en que otros lo han acometido, pero falta la experiencia en carne propia, la anuencia de que no habrá más juventud o de que el peaje a pagar es siempre demasiado alto. Renquea el cuerpo, flaquea la cabeza, duele el corazón. No sé nada de todo esto de lo que hablo ahora o lo sé todo sin que pueda explicarme cómo quisiera. He conocido la suficiente gente mayor como para comprender que no existe un patrón. Tampoco lo hubo antes. No hay un modelo fiable que responda a todas las preguntas, no tenemos a mano un recetario de placebos con los que afrontar la despedida. Quizá la filosofía sea un recurso útil. No la académica, no la que despliega toda esa jerga críptica de nomenclaturas y de corrientes de pensamiento, de autores y de influencias. Es otra la filosofía de la que hablo. Está disponible cada vez que podemos hablar con alguien de la tercera edad (no sé el porqué de la cifra, bien podría haber una cuarta o una quinta si la salud ayuda). Se aprende más de los viejos que de nadie.
Los años te enseñan a apreciar los que no has usado. Te dicen en qué te equivocaste, te muestran un camino, te censuran otros. Hay ocasiones en que ninguna experiencia es transmisible: cada cual debe adquirir la suya. También las hay propicias, fértiles, líricas: uno encuentra alguien con quien aprender lo que todavía no le ha sido enseñado. Gente que ha vivido mucho, gente que lo ha vivido casi todo, gente que tiene todavía la facultad de narrarlo. Igual que la poesía nació para ser contada, aunque después se robusteciera con la escritura y pudiera perdurar, hay personas que poseen el germen de esa poesía dentro. No importa que se registre o que se le dé nombradía. No es necesario que exista una difusión amplia. Basta con ese privilegio maravilloso de que alguien te brinde su vida, te la cuente con el entusiasmo con que la cuentan los que la saben pronta a acabar.
Ser viejo es una actitud, un mirar de frente la niebla del porvenir, un no pensar, un no caer en la cuenta de que la marcha atrás está acelerada (lo estuvo desde que rompimos a llorar cuando nos entró el aire en los pulmones por primera vez). La vividez de esos relatos nos proporciona una literatura espontánea, de la que carecemos habitualmente. Nos educamos para saber afrontar la muerte, pero es una educación incompleta. Nunca estamos preparados del todo, siempre hay un resquicio por el que deseamos escabullirnos. Tenemos lugares (no sólo escuelas) donde nos enseñan a manejar los rudimentos de la vida, donde nos esforzamos y de la que aprendemos a valorar el esfuerzo, el trabajo y el respeto por los otros y por uno mismo. Todo eso está muy bien, sí, pero falta una didáctica del tiempo, una asignatura que nos llene las alforjas de la cabeza con la limpia aceptación del fracaso y de la despedida. Se viene el mundo encima cuando nos damos cuando de que se viene el mundo encima, dicho a modo de perogrullo. A mí me alegra ver a la madre de una amiga cuando me dice que viene de la escuela. Le enseñan todo lo que no aprendió cuando era la época en que debía hacerlo. Se esfuerza en recordar, se apremia a no olvidar todo lo que tiene todavía por vivir. Dice sentirse útil y no me cabe duda de que no le asalta en ningún momento el tedio ni la crudeza de la vejez. Además está guapa y exulta vitalidad a cada gesto o a cada palabra que pronuncia. De personas como ella deberíamos aprender a diario. Yo mismo tengo esa edad intermedia en donde acabo de darle la vuelta al jamón, como dice mi amigo Calixto. Ya he apurado una parte y ahora se ofrece la otra, que no tiene nada que envidiar a la que ya se ha consumido.
De vuelta a casa, completo de pan y de ganas de volver, he observado a cuatro o cinco viejos (no hace falta ser políticamente correcto: son viejos y ojalá lo seamos también lo que tenemos cierta juventud todavía) que despechaban alegremente sus asuntos en la puerta de una bar. Uno fumaba y contaba, a lo que he escuchado, una trapisonda que hizo de pequeño y de la que todavía se acuerda. Otro se reía sin disimulo, dándole temerarios golpes en la espalda a modo de celebración. Quisiera llegar a ese momento y tener la lucidez de rescatar de la memoria los episodios divertidos y también los tristes. Ninguno sobra, de todos extrae uno una enseñanza. Porque es eso, la cantidad de cosas que hemos aprendido y de la que nos hemos valido para ir despejando incógnitas y abriendo otras nuevas.

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