Revista Cultura y Ocio

Toledo: Una ciudad con doble alma y corazón partido

Por Pablet

TOLEDO FINGIDO Y VERDADERO

Toledo: Una ciudad con doble alma y corazón partido

Un punto de partida para el despertar: la fábrica de armas con Toledo al fondo. Grabado aparecido en la revista Gleason's Pictorial Drawing-Room Companion, vol. VII, nº 16. Boston (USA), 21/10/1854

Entre los siglos XIX y XX, las ideas progresistas adquirían fuerza creciente en Toledo, pero una élite de mentalidad conservadora predominaba en las instituciones civiles

TOLEDOActualizado:05/06/2019 21:05h 0

El período de la historia española contemporánea conocido como la Restauración, esto es, el comprendido entre 1875 y 1923 o, si se quiere, 1931, durante el cual la dinastía borbónica volvió a la cabeza del Estado, supuso un impulso renovador, iniciado años antes, para el país en su conjunto.

Toledo: Una ciudad con doble alma y corazón partido
Esa dinamización general se hacía sentir también en Toledo, que en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX saldría, poco a poco y con altibajos, del anterior estancamiento demográfico para llegar, desde una población de algo más de 17.000 habitantes en 1857, a 21.000 en 1877 y a 25.000 en 1920.

Contribuía a ello tanto la función de capitalidad provincial adquirida en 1833, como la instalación en la ciudad de centros de enseñanza militar a partir de 1846, la llegada en 1858 del ferrocarril, que daría impulso al negocio turístico, y la revitalización de la Fábrica de Armas algo más adelante, tras iniciar la producción de cartuchería.

El despertar de una ciudad

Por otra parte, la dinamitación de los restos del artificio de Juaneloa principios de 1868 para construir el edificio donde instalar la maquinaria que elevase las aguas del Tajo hasta el alcázar había supuesto la consagración municipal, por un lado, de la operación de "limpieza" de ruinas exigida para la renovación urbanística de la capital toledana y, por otro, del papel dominante que el ejército habría de jugar en adelante sobre ella.

A su vez, el creciente interés turístico por la ciudad abría una insospechada vía de desarrollo económico.

El consiguiente desarrollo de funciones urbanas -administrativa, militar, cultural o museística y, en menor medida, industrial- que se añadían así a la eclesiástica o religiosa daba lugar a la configuración de una urbe de nuevo tipo que venía a sustituir a la ruinosa heredera del Renacimiento.

Por otro lado, la aplicación de las distintas normas desamortizadoras, con la consiguiente aparición de un nuevo grupo de propietarios venidos en buena medida de otras partes del país, estaba originando cambios significativos en las estructuras de propiedad derivados de la pérdida de peso económico, que no social e ideológico, de la Iglesia.

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Se trataba, en cualquier caso, de cambios que iban acompañados, a pesar de su limitado alcance, de la difusión en la capital, y en menor medida en la provincia, de ideas progresistas al amparo del liberalismo constitucional que iba institucionalizándose en España.

Con asombro lo había advertido el viajero inglés George Borrow años antes, a fines de 1837, poco después de fallecer el retrógrado cardenal Pedro Inguanzo (1764-1836) y en plena primera guerra carlista, al encontrarse con un librero toledano ataviado con uniforme de la Milicia Nacional, un joven Blas Hernández, futuro líder liberal y alcalde en 1868, que aceptaba con agrado las biblias protestantes que él venía a vender.

Esas ideas renovadoras iban a ser impulsadas sobre todo por toledanos llegados de fuera, como el asturiano Rodrigo González-Alegre Álvarez (1822-1879), alcalde entre 1859 y 1862, y no dejarían de tener incidencia tanto en las instituciones municipales como en los centros de sociabilidad.

Lo prueban la constitución, venciendo una débil resistencia conservadora, de juntas revolucionarias de gobierno en 1840, 1854 y 1868 -de la segunda de las cuales fueron miembros los mentados Blas Hernández y Rodrigo González-Alegre, presidente éste de la tercera-; el acceso a la alcaldía de un primer alcalde republicano, Eduardo Uzal Feijóo (c. 1829-1885), entre 1871 y 1874; o la elección de concejales republicanos durante la Restauración a partir de 1879, antes, por tanto, de que se instaurase, en 1890, el sufragio universal masculino.

De ahí, también, el frecuente control progresista sobre el Centro de Artistas e Industriales -el Casino-, presidido por Eduardo Uzal cuando se tomó la decisión de instalarlo en la plaza de la Magdalena.

La irrupción progresiva de ideas avanzadas de cambio tendría reflejo más allá del ámbito municipal y, paralelamente, la emigración a Madrid y a zonas industriales del país daría lugar a que individuos nacidos en Toledo o en pueblos de la provincia se convirtieran en líderes obreros de alcance nacional, como el tipógrafo Anselmo Lorenzo, los hermanos Francisco y Ángel Mora o el metalúrgico Facundo Perezagua, éste último formado en la Fábrica de Armas.

Estaría igualmente ligada a la constitución de la sección local de la Asociación Internacional de Trabajadores, organizada en la temprana fecha de 1872, así como a la de diversas sociedades cooperativas de socorros mutuos u obreras a partir sobre todo de 1884 y a la de la Agrupación Socialista de Toledo en 1891.

No obstante, la escasa actividad industrial de la ciudad imposibilitaría que el movimiento obrero organizado adquiriese continuidad y relevancia hasta el primer tercio del siglo XX, a pesar del fuerte peso demográfico de trabajadores asalariados -con o sin cualificación profesional-, empleados y artesanos, constituyentes de más del 75 % de la población activa en 1930. De todas formas, las organizaciones obreras irían cobrando importancia, hasta el punto de contar con cerca de 1.500 asociados en 1908.

Es indudable, sin embargo, que esos cambios ni alcanzaron a sacar la ciudad de su letargo comercial ni conllevaron una modificación sustancial de las estructuras de propiedad, que seguirían basadas fundamentalmente en rentas procedentes de patrimonios agrarios, ubicados en su mayor parte en zonas rurales más o menos alejadas de la capital, e inmobiliarios.

Esas limitaciones se dejaron sentir sobre todo a escala provincial y se encuentran en el origen, en ese ámbito más amplio, del sistema clientelar caciquil al que la sociedad toledana quedaría supeditada. Constituirían, así mismo, un obstáculo insuperable para toda pretensión de situar la ciudad en el pequeño grupo de las llamadas emergentes, en las que se concentraba buena parte de la actividad económica del país.

El mantenimiento de la base rentista de las estructuras de propiedad, la cortedad del entramado productivo y comercial y las consiguientes penuria generalizada y ausencia de un desarrollo capitalista de la sociedad toledana impedirían superar el secular tradicionalismo de la ciudad.

Lógicamente, el control hegemónico continuado sobre la mayoría de los organismos urbanos de tipo institucional, social o cultural seguiría detentado por notables que sostenían postulados reaccionarios, incluso de signo integrista, y que mantendrían su presencia mayoritaria constante en los de representación política, en estrecha alianza con una jerarquía eclesiástica también ostensiblemente conservadora, caso del Cardenal Antolín Monescillo y Viso (1811-1897).

Son circunstancias que se concretan en hechos como la influencia determinante del neo-católico Cándido Nocedal (1821-1885) -con el Arzobispo Cirilo de Alameda, carlista confeso, al frente de la mitra- en las elecciones de diputados a Cortes por Toledo durante la última etapa del régimen isabelino; la presencia de Luis López de Ayala, conde de Cedillo, y del marqués de Villarreal de Tajo, Francisco de Pliego-Valdés, entre los participantes en la asamblea carlista de Vevey de 1870 en que Carlos María de Borbón asumió la dirección del movimiento; o, en fin, el nombramiento como alcaldes de militantes o ex-militantes carlistas como Gaspar Díaz de Labandero (1865-1868), Eladio Ortiz (1885) o Lorenzo Navas (1891-1893 y 1895-1896).

Tal situación conllevaría el fuerte arraigo de un acusado tradicionalismo moral en las mentalidades, en las costumbres y en las relaciones sociales. La vida urbana seguía, pues, instalada en el conservadurismo, al menos en sus manifestaciones públicas más relevantes.

Así se explica la permanente participación institucional en las ceremonias de la Iglesia, la constante contribución del Ayuntamiento a las iniciativas eclesiásticas o el predominio de elementos conservadores en la mayor parte de las entidades asociativas de la ciudad y de los principales centros educativos, como las Escuelas Normales o el Instituto de Enseñanza Secundaria, durante buena parte del período -con la notable excepción, en las primeras décadas del siglo XX, de la Escuela de Artes Industriales-.

Se configura así la élite dirigente de la capital provincial como escindida entre dos polos de signo ideológico contrario, pero con un claro dominio hegemónico, en absoluto integrador, de los principales centros de sociabilidad urbana por parte de una casta constituida, según la precisa descripción sociológica que de la mesocracia provinciana en general dejó hecha hace tiempo Gabriel Maura, por "empleados de sueldo exiguo, comerciantes al por menor, padres de familia o solteros adscritos a carreras oficiales o libres, pero poco graduados en ellas, pequeños rentistas, funcionarios con haber pasivo y, en fin, desheredados de la fortuna, aunque no de la instrucción primaria ni de la urbanidad elemental" que, a nivel político, se limitaban a actuar como clientela de los partidos gubernamentales.

La supremacía de la clase media conservadora en las instituciones civiles va a ser una constante a lo largo de las distintas etapas de la Restauración, hasta el punto de que entre los elementos progresistas se crearía la conciencia, que aún perdura, de que Toledo, donde culto y clero ocupaban a menos del 0'7 % de los habitantes o del 3 % de la población activa en 1930, seguía siendo una ciudad puramente levítica.

Los hechos arriba sintetizados muestran, por el contrario, que estaría más acorde con la realidad hablar de una ciudad de espíritu dual y de corazón partido por antagonismos crecientes sobre la que dominaba la mentalidad conservadora.

Esa dualidad se dobla, en cada uno de los polos, cuando se considera que esa élite mesocrática, extraída de grupos profesionales que abarcaban no más del 20 % de la población activa, aparece formada por unos pocos oriundos de la ciudad y muchos procedentes del exterior o, según Félix Urabayen, por una "clase media indígena", que formaba la manera de ser de la ciudad, y "otra parte trashumante".

Y añadía con ironía: "Aquí, las costumbres se nutren con un gazpachito de moralidad; y aunque el gazpacho es lo que menos alimenta, siquiera se cubren las apariencias. Se impone el rodrigón y la reja guardadora [...]. Los indígenas necesitan reja, y casi siempre, herradura".


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