Revista Cultura y Ocio

Tomas Tranströmer (1931-2015): Bálticos

Por Fruela

I
Fue en el tiempo anterior a las antenas de radio.
Mi abuelo materno empezaba como práctico de costa. En el calendario anotaba los barcos que guiaba –
nombre, ruta, calado. 
Ejemplos de 1884:
Vapor Tiger   Cap. Rowan   16 pies      Hull Gefle Furusund
Bergantín Ocean   Cap. Andersen     8 pies  Sandefjord Härnösand Furusund
Vapor St Pettersburg  Cap. Libenberg     11 pies  Stettin Libau Sandhamn
Los sacaba al Báltico por el maravilloso laberinto de islas y de aguas.
Y aquellos que se encontraban a bordo y compartían un casco durante horas o días,
¿cuánto llegaban a conocerse?
Conversaciones en inglés mal escrito, acuerdos y desacuerdos, pero muy pocas mentiras intencionadas.
¿Cuánto llegaban a conocerse?
Cuando había bruma densa: a media marcha, visión escasa. De un solo paso el cabo surgía desde lo invisible y estaba justo en frente.
Bramaba la sirena cada dos minutos. Los ojos leían precisos lo invisible.
(¿Tenía el laberinto en la cabeza?)
Pasaban los minutos.
Bajíos y escollos memorizados como versículos de salmos.
Y esa sensación de «estamos justo aquí» que debía conservar, como quien lleva un cuenco lleno hasta los bordes del que nada puede derramarse.
Un vistazo a la sala de máquinas.
La máquina compound, duradera como corazón humano, funcionaba con grandes movimientos, reiterados y suaves, acróbatas de acero, y subían olores como de una cocina. 
II
Anda el viento en el pinar. Susurra pesado y suave,
también el Báltico susurra dentro de la isla, en lo hondo del bosque se está en alta mar.
La vieja mujer odiaba el susurro en los árboles. Su rostro se tensaba de melancolía cuando se alzaba el viento:
«Hay que pensar en los que están fuera, en los barcos».
Pero ella oía algo más en el susurro, igual que yo, somos familia.
(Caminamos juntos. Lleva treinta años muerta.)
Susurra sí y no, acuerdos y desacuerdos.
Susurra tres hijos sanos, uno en el sanatorio y dos muertos.
El gran soplo que aviva unas llamas y apaga otras. Las circunstancias.
Susurra: Sálvame, Señor, las aguas cercan mi alma.
Uno avanza y escucha y llega a un punto donde las fronteras se abren
o más bien
donde todo se vuelve frontera. Un espacio abierto hundido en lo oscuro. Un torrente de hombres saliendo de edificios mal iluminados. Murmullos.
Otra ráfaga y el espacio vuelve a estar callado y yermo.
Otra ráfaga que murmura de otras orillas.
Habla de guerra.
Habla de lugares donde los ciudadanos están bajo control,
donde las ideas se forman con salida de emergencia,
donde una conversación entre amigos se convierte en una prueba de lo que significa la amistad.
Y cuando se está con gente a la que no se conoce muy bien. Control. Estaría bien un cierto candor,
sólo si no se pierde de vista lo que se desliza hacia las afueras de la conversación: algo oscuro, una mancha oscura.
Algo que puede irrumpir
y quebrarlo todo. ¡No lo pierdas de vista!
¿Con qué podría compararse? ¿Una mina?
No, eso sería demasiado firme. Y casi apacible – en nuestra costa los relatos de minas suelen terminar bien, el terror limitado en el tiempo.
Como esa historia de un buque faro: «En otoño de 1915 dormíamos intranquilos…». Se avistó una mina a la deriva
mientras se acercaba al buque, se hundía y reflotaba, a veces oscurecida por las aguas, a veces reluciendo como un espía entre la multitud.
La tripulación angustiada le disparaba con fusiles. En vano. Hasta que al fin fletaron un bote
y ataron una larga cuerda con firmeza a la mina y se remolcó despacio y con cuidado hasta los expertos.
Más tarde colocaron el oscuro caparazón de la mina en un jardín de arena como adorno
junto a la caracola de Strombus gigas de las Indias Occidentales.
Y el viento del mar cruza los secos pinos más lejanos, deprisa sobre la arena del cementerio,
deja atrás las piedras inclinadas, los nombres de prácticos.
El seco susurro
de grandes puertas que se abren y grandes puertas que se cierran.
III
En el rincón medio oscuro de una iglesia de Gotland, en un albor de tenue moho,
hay una pila bautismal de arenisca – siglo XII – el nombre del cantero
permanece, destella
como una dentadura en una fosa común
   HEGWALDR
    queda el nombre. Y sus imágenes
aquí y en las paredes de otros cántaros, enjambres de hombres, formas a punto de abandonar la piedra.
Aquí el núcleo de los ojos revienta por el bien y el mal.
Herodes a la mesa: el gallo asado vuela y grazna Christus natus est – se ejecuta al criado –
y después nace el niño, entre matas de rostros dignos y desamparados como las crías de los monos.
Y los píos pasos en su huida
resuenan sobre un abismo de alcantarillas como escamas de dragón.
(Imágenes: más poderosas en la memoria que si las vemos, más poderosas
cuando la pila gira como un lento carrusel ruidoso en la memoria).
No hay cobijo. Doquier el riesgo.
Así era. Así es.
Sólo adentro hay paz, en el agua del cántaro que nadie ve,
en los muros exteriores la batalla arrecia.
Y la paz puede llegar gota a gota, quizá de noche,
cuando nada sentimos,
o quizá cuando estemos con gotero en una sala de hospital.
Personas, bestias, ornamento.
No hay paisaje. Ornamento.
El Sr. B***, mi compañero de viaje, amable exiliado,
liberado de Robben Island, dice:
“Me da usted envidia. No siento nada por la naturaleza.
Aunque personas en un paisaje, eso sí me dice algo”.
Aquí hay personas en un paisaje.
Una foto de 1865. El vapor en un muelle del estrecho.
Cinco figuras. Una dama con brillante crinolina, como una campana, como una flor.
Los hombres parecen figurantes en un drama campesino.
Todos son bellos, indecisos, a punto de borrarse.
Avanzan un momento por tierra. Se borran.
El vapor de modelo obsoleto –
chimenea alta, parasol, casco pequeño –
es del todo extraño, un ovni que aterrizase.
El resto de la foto asombra de realidad:
ondas en el agua,
la otra orilla –
puedo pasar la mano por las rocas del monte,
puedo oír el susurro en los abetos.
Es cercano. Es
hoy.
Las olas son actuales. 
Ahora, cien años más tarde. Las olas vienen de no man’s water
y rompen contra las rocas.
Recorro la orilla. Recorrer la orilla ya no es lo que era.
Hay que abarcar demasiado, seguir muchas conversaciones de una vez, las paredes son tan finas.
Cada cosa adquiere una sombra nueva tras la sombra común
y uno las sigue oyendo arrastrarse cuando ya todo está oscuro.
Es de noche.
Gira el estratégico planetario. Las lentes fijas en la oscuridad.
El cielo de la noche está lleno de cifras, alimentan
un armario que parpadea,
un mueble
donde habita la energía de un enjambre de langostas que en media hora engullen hectáreas de tierra somalí.
No sé si es el principio o la última fase.
El resumen no puede hacerse, el resumen es imposible.
El resumen es la mandrágora –
(véase el manual de supersticiones:
   MANDRÁGORA
   planta mágica, 
soltaba un grito tan terrible al dejar la tierra
que quien la extrajese caía muerto. Se usaban perros…)
IV
De sotavento,
primeros planos.
Sargazo. En el agua clara destellan bosques de algas, son jóvenes, uno querría emigrar allí, tenderse en su reflejo y hundirse un tanto – algas que siguen a flote por el aire de sus vesículas, igual que nosotros seguimos a flote por las ideas.
Carrasco. El pez que es sapo que querría ser mariposa y lo consiguió un tercio, se oculta entre el pasto de mar pero la red lo arrastran, aferrado con sus lamentables espinas y verrugas – cuando lo desligan de la red enmarañada las manos quedan brillando de mucosa.
Rostro de rocas. Sobre líquenes cálidos de sol zumban los insectos, apresurados como el segundero - el pino da sombra, avanza lenta como la manecilla horaria – dentro de mí el tiempo se detiene, el tiempo sin fin, el tiempo necesario para olvidar toda lengua e inventar el perpetuum mobile.
De sotavento se puede oír la hierba crecer: un débil tamborileo que asciende, un débil estruendo de millones de lamparillas de gas, así es oír la hierba crecer.
Y ahora: anchura de aguas, sin puertas, la frontera abierta
que se vuelve más amplia
cuanto más nos adentramos.
Hay días en que el Báltico es un tranquilo tejado sin fin.
Sueña entonces inocente con algo que viene arrastrándose por el tejado e intenta desenredar las cuerdas de las banderas,
intenta izar
su trapo -
la bandera tan frotada por el viento, tan manchada por las chimeneas, tan desgastada por el sol
que puede ser la de todos.
Pero es largo el camino a Liepāja.
V
30 de julio. La bahía se ha vuelto excéntrica – hoy abundan las medusas por primera vez en años, avanzan hinchándose lentas y cuidadosas, pertenecen a la misma naviera: AURELIA, vagan como las flores tras un entierro marino, al sacarlas del mar pierden toda forma, igual que al arrancar del silencio una verdad indescriptible que se expresa como gelatina muerta, sí, son intraducibles, deben permanecer en su elemento.
2 de agosto. Algo quiere ser dicho, pero las palabras se niegan.
Algo que no puede decirse,
afasia,
no hay palabras, pero quizá un estilo… 
Sucede que uno se despierta en la noche
y arroja deprisa unas palabras
al papel más cercano, en una esquina del periódico
(¡las palabras relumbran de sentido!).
Pero por la mañana las mismas palabras ya no dicen nada, tachaduras, erratas.
¿O fragmentos que el gran estilo nocturno dejó atrás?
La música se acerca a un hombre,  es compositor, toca, hace carrera, llega a director de conservatorio.
Varía la coyuntura, las autoridades lo condenan.
Nombran fiscal a su alumno K***.
Es amenazado, degradado, desterrado.
Tras unos años recupera el favor oficial, lo rehabilitan.
Y entonces el derrame cerebral: parálisis del lado derecho, afasia, sólo entiende frases breves, dice palabras inadecuadas.
Ya no le afectan ascensos o condenas.
Pero la música permanece, sigue componiendo con su estilo,
será una atracción médica mientras siga con vida.
Pone música a textos que ya no entiende –
del mismo modo nosotros
expresamos algo con nuestra vida
haciendo coros de erratas murmuradas.
Las conferencias sobre la muerte duraron varios semestres. Yo estaba allí entre camaradas que no conocía
(¿quiénes sois?)
- después cada uno iba por su lado, siluetas.
Miraba al cielo y a las tierras y ante mí
y desde entonces escribo una larga carta a los muertos
con esta máquina que no tiene cinta sino horizonte,
así que las palabras golpean en vano y nada permanece.
Me quedo con la mano en el pomo, le tomo el pulso a la casa.
Las paredes están llenas de vida  
(los niños no se atreven a dormir solos en la habitación de arriba – lo que me parece agradable les parece inquietante).
3 de agosto. Afuera, en la hierba húmeda,
se arrastra un saludo de la Edad Media: el caracol de viña,
sutil fulgor gris-amarillo con su casa a cuestas,
traído por monjes que gustaban de los escargots – sí, aquí hubo franciscanos,
picaron piedra y quemaron cal, la isla fue suya en 1288, donación del rey Magnus
(«Este don et estas cosas todas / quel’ avrá nel reyno del Cielo»),
se abatió el bosque, encendieron hornos, la cal navegaba
hasta las obras del convento…
   El hermano caracol
está casi quieto en la hierba, sus tentáculos
rozan y giran, interferencias y dudas…
¡Cuánto se parece a mí en la búsqueda!
El viento que sopló cuidadoso el día entero
-están contadas las briznas en los escollos más lejanos –
se ha acostado en la isla. La cerilla arde firme.
El retrato del mar y el retrato del bosque oscurecen juntos.
También el verdor de los árboles de cinco pisos ennegrece.
«Cada verano es el último». Son palabras huecas
para los seres de la medianoche al final del verano, 
cuando los grillos no cesan de coser a máquina
y el Báltico está cerca
y el solitario grifo se alza entre los rosales
como una estatua ecuestre. El agua sabe a hierro.
VI
La historia
de mi abuela materna, antes de que se olvide. Sus padres mueren jóvenes,
primero el padre. Cuando la viuda comprende su propia enfermedad
vaga de casa en casa, navega de isla a isla
con su hija. «¿Quién se hará cargo de Maria?». Una casa ajena
al otro lado de la bahía la acoge. Pueden hacerlo.
Pero los que pueden no quieren. La máscara de la piedad se agrieta.
La infancia de Maria se cierra antes de tiempo, vive como sirvienta sin paga
en el frío continuo. Muchos años. El mareo continuo
de los largos remos, el terror solemne
a la mesa, los modales, la piel de lucio que cruje
en la boca: sé agradecida, sé agradecida.
   Nunca miraba atrás
pero justo por eso pudo ver Lo Nuevo
y aferrarlo.
¡Romper el cerco!
La recuerdo. Me apretaba contra ella
y en el instante de la muerte (¿instante del cambio?) mostró su pensamiento
para que yo –a mis cinco años- entendiera qué ocurre
media hora antes de que llamen.
La recuerdo. Pero en la siguiente foto sepia
está el desconocido –
sus ropas lo fechan a mediados del siglo pasado.
Ronda los treinta: las cejas poderosas,
el rostro que me mira directo
murmurando: «aquí estoy yo».
Pero quién es ese «yo»,
algo que nadie recuerda. Nadie.
¿Tuberculosis? ¿Aislamiento? 
Una vez se detuvo
por el sendero pedregoso que sube del mar humeando hierba
y sintió la venda oscura en los ojos.
Aquí, tras el denso espino - ¿la casa más vieja de la isla?
La baja cabaña marina construida hace dos siglos con ásperos troncos grises.
Y el moderno cerrojo de latón lo une todo de un chasquido, reluce como el anillo en la nariz de un viejo toro que se niega a alzarse.
Cuánta madera acurrucada. En el techo las tejas arcaicas que se cruzan y se hunden unas contra otras
(la pauta primigenia trastocada con los años por la rotación terrestre)
me recuerdan a algo… he estado allí… espera: el viejo cementerio judío de Praga,
donde los muertos viven más unidos que en vida, densas, densas tumbas.
¡Cuánto amor cercado! Las tejas caligrafiadas por líquenes en una lengua desconocida
son tumbas en el gueto para las gentes del archipiélago, tumbas
que se alzaron y se encogen.
La cabaña reluce
con todos los que fueron traídos por cierta ola, por cierto viento
hasta sus destinos.
  Versión de Fruela Fernández

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