Revista Cultura y Ocio

Tragarse las palabras – @Sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Aún recuerdo aquella primera cerveza que me bebí. Tenía 15 años. Estábamos una tarde en el parque y uno de mis amigos trajo una lata y unos cigarrillos. Recuerdo ese sabor amargo resbalando por mi garganta. No me gustó, pero me sentí rebelde, y eso me encantó. De aquel trago han pasado ya más de 30 años y, sin saberlo, ese día firmé mi destino.

La bebida me divertía, me hacía compañía, me ayudaba a olvidar. Y poco a poco fue entrando en mí para no irse nunca. Al principio sólo era una costumbre más, como fumar, como ir los jueves al cine con mi mujer, o como besar a mis hijos antes de dormir. Era sólo una parte de mi vida. Pero a veces hay partes que van creciendo y no dejan espacio a las demás. A la cerveza de la comida le sumé el vino de la cena, el pacharán de la partidita a la máquina, el cubata de los viernes jugando al mus con los amigos, la borrachera de los fines de semana después del fútbol… y al final esa costumbre se convirtió en un obstáculo que me impedía avanzar.

“¿Ya estás otra vez borracho?”. Recuerdo haber oído esa frase cientos de veces. Con tono de preocupación, de enfado, de resignación… Y cientos de veces he negado tener un problema. Y mientras lo negaba me fui perdiendo la infancia de mis hijos. No estuve con ellos cuando estaban tristes, cuando tenían algo que celebrar, o cuando mi mujer les abrazaba mientras lloraban porque yo había llegado borracho y con ganas de discutir. Igual que hacía mi madre conmigo cuando mi padre llegaba a casa con el aliento apestando a alcohol. Y al final he acabado convirtiéndome en aquello que yo mismo detestaba.

Ay, la bebida, qué mala compañera… Pero ella nunca falta, siempre está ahí cuando la necesitas. Alargas tu mano y ella te la coge, la llamas y viene, la necesitas y te consuela, te seduce, te hace perder la cabeza, te hace perderlo todo.

Una adicción es algo que no dices, un problema que te remueve por dentro y que es más fácil taparlo que intentarlo solucionar. Porque para eso hay que ser fuerte, y yo soy un cobarde. Yo he preferido ahogarlo con la bebida. No puedo aceptar que no soy feliz. No puedo verbalizar lo que siento, no sé. No me permito gritar que estoy acojonado. Ni llorar. Porque un hombre no llora. Y un hombre no tiene miedo. Así que bebo. Bebo y con cada sorbo me trago mis palabras, esas palabras que si salieran de mi boca me dirían que soy un fracasado.

Lo reconozco, no he sido un buen marido, ni un buen padre. Doy un trago. No he sabido mantener a mi familia ni hacerles felices. Otro trago. No he llegado a nada en la vida. Uno más largo. Me he quedado solo. Apuro hasta las últimas gotas. Me merezco lo que tengo. Nada. Como nada queda ya en mi vaso.

– Jefe, otro whisky, por favor.

Recuerdo la primera vez que mis hijos, siendo adolescentes, salieron a buscarme porque no llegaba a casa y me encontraron tirado en la calle con la ropa meada y durmiendo sobre mi propio charco de vómito. No lo recuerdo porque esa imagen esté en mi cabeza, no, sino porque recuerdo sus caras al día siguiente cuando me lo reprocharon entre sollozos. Recuerdo a mi mujer, su desesperación, y mi incapacidad para dejar de hacer eso que tanto les hacía sufrir. Soy un egoísta. Lo sé. Eso tampoco lo olvido.

Recuerdo las visitas al médico, las reuniones, las pastillas, mis recaídas, sus intentos por ayudarme, mi ineptitud para hacerlo yo mismo, los gritos, las mentiras, sus lágrimas, su frustración… Y recuerdo su ultimátum, mis maletas en la puerta, mi angustia por perderlos, mi falta de determinación para hacer lo que debía… Me recuerdo a mí mismo asumiendo que ese era mi destino, las noches durmiendo en la calle, y la recuerdo a ella, mi fiel compañera, mi botella, mi amiga… Mi soledad.

Recuerdo y de nuevo quiero llorar, recuerdo y de nuevo quiero gritar, recuerdo y de nuevo duele, recuerdo y de nuevo bebo. Y entonces olvido.

Ojalá pudiera volver atrás, ojalá pudiera pedirles perdón, decirles que no lo voy a volver a hacer, que reconozco que tengo un problema, que les quiero, que no quiero estar solo, que me arrepiento… y ojalá pudiera creerme mis palabras, pero si ni yo puedo hacerlo ¿cómo van a hacerlo ellos? No puedo pedirles eso. Querían quererme y yo no les dejé. No supe estar con ellos cuando me necesitaron, y de verdad que me necesitaban. Pero no es justo suplicar por el perdón de quien ha dado su vida por ayudarte cuando ni siquiera tú eres capaz de luchar por ti.

Así que aquí estoy otra vez, en la barra de este bar, con un whisky con hielo entre las manos. Porque aquí encuentro mi consuelo. Porque miro la copa y ya sólo estamos ella y yo. Y huyo, huyo de mi vida y, sobre todo, huyo de mí.

Pero entonces levanto la cabeza y me encuentro de nuevo en el espejo. Meto la mano en el bolsillo y mis dedos rozan un papel. Lo saco. Es una tarjeta de una asociación de ayuda contra el alcoholismo, y en el reverso una letra que me resulta familiar me dedica unas palabras desesperadas “El primer paso de vuelta a casa sólo puedes darlo tú”. Lo he leído tantas veces que ya me lo sé de memoria. Aparto la mirada y vuelvo a contemplar como, lentamente, se deshacen los hielos, al igual que se ha deshecho mi vida. Y me veo a mí mismo con una mano en el problema y en la otra la solución. Y sé que la decisión, al igual que ambos, también está en mi mano.

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