Soy un sentimental, quienes me conocéis lo sabéis, e intento mantener viva la memoria de las personas que, en mayor o menor medida, han contribuido personal o profesionalmente a que yo sea lo que soy actualmente. Son muchas, por supuesto; no las voy a nombrar ahora, pero os aseguro que para todos ellos tengo un recuerdo profundamente agradecido.
El periodismo ha cambiado radicalmente en estos treinta años de carrera. Cuando llegué a la Redacción de ABC, apenas había un puñado de ordenadores en ella. Trabajábamos todavía con máquinas de escribir y papel pautado. Usábamos el télex y el fax, y «cortábamos» lo que sobraba de nuestros textos en el taller. El proceso de composición, edición e impresión era infinitamente más complejo que hoy, y para un chaval de 21 años las rotativas, por ejemplo, resultaban un fascinante e hipnótico mastodonte.
Pero las comunicaciones -especialmente internet, el correo electrónico y el teléfono móvil-, no solo han cambiado nuestra manera de trabajar, sino que han transformado peligrosamente (es mi opinión) nuestra profesión. El problema no son las tecnologías, sino nuestra adaptación al medio y nuestra manera de corregir y combatir un problema que en parte hemos creado nosotros. Me refiero fundamentalmente a los periódicos, claro, pero por lo que hablo con mis compañeros en las agencias, las radios y las televisiones pasa lo mismo. La ligereza, el vale todo, la falta de contraste, la dictadura de la inmediatez, la tiranía de google y del SEO, la obsesión por las visitas en los medios digitales, son enfermedades tan peligrosas como contagiosas en el periodismo actual.
Y yo, por edad y por enseñanzas, me resisto a un periodismo que, en líneas generales, desprecia (o por lo menos no aprecia) el trabajo minucioso, la experiencia, el conocimiento, el reposo y la prudencia. No quiero que estas palabras parezcan un sermón que os dirijo desde el púlpito de la sabiduría absoluta. No lo son. Son simplemente un desahogo, una reflexión que hoy, cuando cumplo treinta años de profesión, quiero compartir con vosotros.
Como quiero compartir la alegría por haberme podido dedicar durante treinta años a esta profesión que me fascina y haberlo hecho, además, dedicado fundamentalmente a una de mis grandes pasiones: el mundo de la escena. Me cuesta mucho ya separar mi vida personal de mi vida profesional; a veces, resulta agotador. Pero me ha permitido, y me permite, disfrutar de momentos verdaderamente inolvidables y, sobre todo -es lo que más me gusta de mi profesión-, de haber conocido a gente admirable o adorable (o las dos cosas), y gente, en algunos casos, que se ha convertido para mí en absolutamente imprescindible.
Disculpadme nuevamente por haberme sentado en esta privilegiada butaca para hablar de mí mismo. Y muchas gracias. La foto es de mi primer o segundo verano en ABC, no estoy seguro, en la vieja Redacción de la calle Serrano, con los «antediluvianos» ordenadores.