Revista Cultura y Ocio

Tres apuntes de anatomía moral

Por Calvodemora
Cabeza A veces uno se desahoga escribiendo, pero hay otras en las que ni escribiendo desfoga uno del todo. No sé cuántas toxinas quemo cuando agarro el folio en blanco o el editor del blog y largo lo que me atenaza las tripas y me hace hervir la cabeza a poco que la dejo ir. Lo malo de dejar que la cabeza vaya a su aire es que la invaden pensamiento impuros. No siendo yo muy amigo de la pureza, en un sentido estético o moral o incluso intelectual, parece que no es asunto malo la invasión de marras, pero me estoy dando cuenta, a día que pasa me doy más cuenta y más conciencia tengo de lo fiable que es mi percepción, de que luego cuesta mucho evacuar la parte tóxica, la grasa ética, todo ese zumbido que te ocupa la banda ancha del cerebro y no te permite centrarte en asuntos más livianos, en todas esas pequeñas cosas que uno se procura y que, al mezclarse, hacen que vivir sea una cosa estupendo. Y no lo es del todo, qué quieren que les diga. Desbarata la bondad de vivir el hecho objetivo de observar la ruina de algunos de los que nos rodean. Anoche me acosté pensando en Siria y me he levantado con un olor a metralla y a aldea devastada en la cabeza. Ya digo que el problema está en la cabeza. Si supiéramos cómo funciona no nos haría pasar estos malos ratos. Y encima no sirve ni escribir, habida cuenta de la cantidad de ocasiones en las que sí ha servido. La inspiración que me desata la escritura está vestida de mineros recorriendo España o de funcionarios quemados en su propia cuenta de ahorros. Capricho de esa voluntad antojadiza que exhibo últimamente, he pensado en escribir una especie de diario de la crisis. Dejaría de escribir sobre la felicidad de los paisajes o sobre la bendita presencia de los libros. Inconstante como soy, no dudo que la abandonaría a poco que me encienda en demasía. Insisto en que ya no hay desahogo en este vertido personal de las palabras, pero tampoco sé dónde lo hay. Se va uno quemando por dentro. Se va torciendo todo un poco más cada día sin que tengamos a mano paliativos, placebos, pastillitas de colores con las que amenizar el descenso al infierno puro y duro que nos están vendiendo. 
Tronco
No sé qué hace el Vaticano sin mayordomo. Va para dos meses que no tienen servicio. Tampoco he oído que la vacante del defenestrado, por desleal, por espía, por infiel, haya sido ocupada por un lacayo nuevo. Está el mercado laboral como para desoír un oficio de tan alto desempeño. Lo que tienen es miedo, imagino. Temen que les salga otro hijo tarambana. Lo que me cuadra poco es la naturaleza misma del miedo. Parece que el tal Paolo Gabriele, el infiltrado, birló documentos privados del Papa. Se entiende, incluso con las cortas entendederas que uno se gasta en asuntos vaticanos, que el material extraído tendría algo por lo que merecería la pena robarlo. Y ahí entra a caballo mi perplejidad. ¿Habrá descubierto el Santo Padre, en sus hondas cavilaciones, colores del alma que ni los grandes filósofos imaginaron siquiera? ¿Estarían en esos papales la cartografía exacta del infierno? ¿O todo era más mundano, de más pedestre pulso, y tan solo se trataba de un libro de cuentas minuciosamente trabado durante años? Corruptos, prevaricadores, embaucadores, ladinos, tahúres y desalmados en general, retratados por un alto cargo vaticano en los Estados Unidos, en carta, lacrada, a salvo de los ojos malísimos del resto del mundo. Sí, ya sé. A los que no tenemos fe, a los descreídos, nos encantan estos chismes de palacio. Pero no me dirán que no tienen sustancia. No podrán negarlas la fascinación que producen. Ya tienen trama los novelistas de aeropuerto. Los Dan Brown del mundo están de enhorabuena. A mí me ha salido un comentario pequeño y solidario conmigo mismo. Ahora voy a desayunar.
Extremidades Dormir a deshoras no contribuye a un clima de modélica felicidad familiar. Lees cuentos de Chéjov a las tres de la mañana y te acuestas más feliz, es cierto, pero te acuerdas de ellos durante el resto del día y te cuesta hilvanar el traje de las cosas, esa rutina diminuta de asunto irrelevante que, trenzado a otro y a otro, viste la vigilia. El insomnio es un estrago al que se le puede sacar provecho. Sucede incluso que el provecho sea el que provoque el estrago. Como el animal que se alimenta de sí mismo hasa que se vacía. Pienso en Rilke y eso de que todo a lo que se entregaba se hacía rico, dejándole a él pobre. No hay creación a la que uno se entregue que no lo merme. Todo lo que nos enriquece cobra peaje. Ahora mismo, a poco de salir a la calle y hacer la compra en el súper, pienso en Chéjov y en el altísimo placer que anoche me procuraron sus cuentos. Pienso en la derrota de hoy, en el sueño aplazado, en las cosas a las que me entrego y en cómo me desarman.


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