Tres ermitas

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De la ermita vieja, la auténtica ermita vieja, de granito, ya no quedan ni las ruinas; y lo peor es que apenas queda ni la memoria: muchos de mis coetáneos, los más jóvenes, no llegaron a conocerla, y otros sencillamente no la recuerdan; la han olvidado. Y para ser sincero confieso que yo también, pues a mis años su recuerdo se remonta a una infancia ya tan lejana, tan remota, que ni el mayor esfuerzo de la memoria me permite evocarla; y si tengo la certeza de que existió es porque durante lustros la tuve presente, pues integraba es nutrido conjunto de los recuerdos de mi niñez en el pueblo.

Así que -digo- de aquella ermita de granito no quedan ni las ruinas porque fue sobre éstas donde se edificó una nueva, también de piedra, artesanal, recia y duradera, pizarrosa y pardusca como la tierra de la que parecía haber brotado. Una ermita nueva y esbelta que, empero, habría de jugar un papel muy breve en las romerías del pueblo, porque aquellos terrenos no eran comunales sino que pertenecían al Álamo, el cortijo de una familia local acomodada, de manera que cuando a los pocos años de haberse erigido llegó la modernidad (de la mano del cambio político) y el ayuntamiento adquirió la finca de El Quinto (quizá para emanciparse del caciquismo, aunque éste sólo fue reemplazado por uno casi peor), en ella se construyó una tercera ermita, ya más barata y simplona, sin gracia, de ladrillo enfoscado y pintada de blanco.

Y puesto que a ésta, como es natural, se la llamó la ermita nueva, la otra, la del Álamo, pasó a conocerse como la vieja, aunque no lo era ni por edad ni por uso; pero fue seguramente de este modo cómo, con el paso de los años, en la memoria popular fue difuminándose y desapareciendo todo rastro de aquella ermita original que sí merecía por derecho propio el calificativo de vieja; si bien ahora, para evitar confusiones, quizá podríamos decirle la antigua. Aunque, en realidad, ¿qué confusión puede haber, si ya nadie la menciona ni parece recordarla?