Revista Diario

“¿Tú crees en la ley?”. Skopje.

Por Marikaheiki

El Old Bazaar de Skopje estaba desierto. Mediodía y Ramadán, y además el sol abrasándolo todo. El grupo y yo continuamos recorriendo la ciudad y recabando toda la información necesaria para escribir nuestra guía de viajes de Macedonia. Me he pedido las mezquitas (¿por qué? Ni idea, pero siempre me atrajeron los templos, sobre todo cuando los fieles los conciben como un lugar cotidiano y no solamente un lugar donde expiar la culpa) y voy ascendiendo la colina hasta la fortaleza, entrando en cada una de ellas, tomando fotografías, apuntando nombres en cirílico, preguntando a los hombres que descansan en los jardines si tal o cuál nombre es correcto, si saben de quién es la pequeña tumba del patio posterior y otras menudencias históricas de las que ya nadie se acuerda y se han perdido. Escribir una guía de viajes también es eso: uno se da cuenta de que algunas historias, leyendas, sobre todo un millón de pequeños datos históricos nunca podremos saberlos, porque la roca (los palacios, los museos, los templos, las fortalezas) dan pistas de los grandes hitos de una ciudad o de un país, pero nunca podrá hablar de las pequeñas cosas cotidianas. En fin. Una pena

Muy cerca de la fortaleza del zar Samuel, en lo alto de la colina, se encuentra la mezquita de Mustapha Pasha. Es el minarete quien me va señalizando el camino, ostentando una  bandera azul pintada con la luna creciente y la estrella, que generalmente simbolizan el Islam, pero que además proclama la identidad turca de una parte del pueblo macedonio que formó parte del Imperio Otomano durante 500 años (y se nota). La mezquita es impresionante, una de las más grandes de la capital. Los niños corretean por el jardín mientras los hombres descansan bajo los árboles, algunos en grupo, charlando, otros tumbados sobre la hierba durmiendo. Si algo me gusta de las mezquitas es que tienen ese espíritu de epicentro donde uno se encuentra con su comunidad de forma natural, confortable, donde cada uno puede ser él mismo y dormitar sobre la hierba a pies de templo si le da la gana, en una mezcla de fe y día a día que en el cristianismo no se entiende de la misma manera (la gravedad de la fe cristiana no es ningún secreto, a ver quién se atreve a descalzarse en una iglesia).

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Soy la única mujer. Era de esperar. Para entrar debo cubrirme la cabeza  y los hombros con los pañuelos que los niños me ofrecen. Están sentados en una esquina del interior del templo –blanco y azul, con un enorme mándala en el techo, del cual nace una lámpara lagrimada de hierro y cristal. La luz es todo un experimento y toca la alfombra por partes, y en los rayos, si se miran con atención, se intuyen las motitas de polvo del aire. Silencio absoluto, por supuesto. Juego con los niños a través de gestos y salgo afuera. Desde un banco contemplo el edificio blanco, erigido por primera vez hace cinco siglos, y reconstruido tras el terremoto que destruyó toda la ciudad en 1963. Entonces, llega Él.

Se sienta a mi lado, me observa escribir. Intuyo sus ganas de hablar conmigo. Se acerca –arrastrando su trasero sobre la el banco de granito- cada vez un poco más. Yo sigo tomando notas sobre la mezquita y su atmósfera y le miro de reojo. Al final me entra, en inglés. Me pregunta si soy periodista (vaya ojo) y sobre qué estoy escribiendo. Le explico lo que estamos haciendo y deja de escucharme. Lo que quiere es hablarme él. Se llama Martin y dice ser periodista él también. En realidad dice: “yo también escribo en los periódicos”, aunque  lo que yo intuyo primero como profesión, no es sino una obsesión creciente que Martin posee.

“Yo escribo en los periódicos sobre grandes crímenes. ¿Tú crees en la ley?”, me pregunta. No sé qué responder y le dejo continuar: “Esto es lo que el Estado lleva haciéndome toda la vida: intentos de asesinato, relacionarme con redes de narcotráfico que ahora no dejan de perseguirme…incluso han raptado a mi novia. He escrito al Pope tantas cartas, pero la última los de Correos no quisieron cogérmela. Yo sé por qué: el Ministerio del Interior va tras de mí, está reteniendo todos los textos que envío, porque el Estado tiene que defenderse pero yo no voy a rendirme hasta que triunfe la ley. Mira la carta que le he enviado a Benedicto XVI”

Martin toma su maletín de piel del suelo y se lo pone sobre las rodillas. Lo abre y me enseña su archivo de cartas mecanografiadas al Papa, al New York Times, a los periódicos locales, a los gobiernos de Macedonia e internacionales. Tiene copia de todo. Me va entregando algunas y las leo. Hablan de todos los crímenes de los que dice haber sido blanco. Implora ayuda, investigación, que pongan fin al acoso que llevan perpetrando contra su persona toda la vida. Al acercarme a él noto el olor a hollín y a sudor reseco y bajo las uñas, los restos de polvo almacenados durante largo tiempo. Supongo que cree que yo soy periodista de las que escriben en los periódicos importantes, pero no. Se lo explico: “yo escribo sobre viajes, Martin, pero cuéntame qué ha ocurrido que lo quiero saber igual.”

Martin respira y empieza:

“Hará unos seis años, la mafia raptó a mi novia. Era preciosa – dice sacando dos fotos de una chica rubia, de pelo muy largo, con un vestido rosa muy corto, una de ellas recortada, como para obviar que en la imagen no estaba sola-. En aquel momento denuncié a la policía su desaparición, pero no me prestaron demasiada atención. Ella no aparecía. Comencé a escribir a los periódicos, pero después de un tiempo, nada, no había manera de encontrarla. Mi preocupación crecía. ¿Tú crees en la justicia?”

Ahora sí respondo:

“¿Quieres decir en el valor, o en la justicia como poder?”

“Quiero decir en la ley del Estado. A mí me parece que debería estar por encima de todo, pero los gobiernos nos tienen cautivos, ¿no te parece?” Asiento. Es difícil intuir hasta qué punto esta conversación puede llevarme por mal camino.

Le pido a Martin que me lleve a ver otras mezquitas. Atravesamos el bazar y cruzamos hacia el barrio albanés. Las mezquitas son de nueva construcción, edificios sin mucha gracia, casi todos en ladrillo y a medio construir. Entramos en algunas, apunto sus nombres, Martin me guía. Los hombres en la calle nos miran al pasar y ven en nosotros la rareza: yo soy un elemento extraño, no hay duda, pero más extraño aún es ver a la extranjera paseando con Martin, al que todos deben conocer pues lleva ocho años viviendo en casas ajenas, de quien le acoja, comiendo lo que le dan, sin un hogar ni un sueldo, aunque por su apariencia nunca habría pensado que fuera un sintecho. Me lleva de vuelta al bazar. Está atardeciendo y la luz incide de una forma muy especial sobre el adoquinado del antiguo barrio turco. Se lo explico y me dice que nunca se había dado cuenta. Supongo que tiene otras cosas en la cabeza más importantes, qué sé yo, pero la luz es maravillosa.

Es hora de marchar. Martin me produce una mezcla entre compasión y algo de temor, aunque parece inofensivo, escondido tras su bigotillo canoso. Le había pedido que me dejase hacerle una fotografía, pero se había negado con voz grave, como si resultara muy importante darle algo así a un desconocido. Al despedirnos, me dice: “ahora sí, puedes fotografiarme si quieres”. Le pido: “mírame”. Estamos al borde del callejón de las flores, donde esa misma noche bailaremos salsa sobre los adoquines traspuestos. Martin me mira dulce. Disparo.

Skopje (20)

Supongo que lo que quería es que una periodista como yo contara su historia. Esto no es un gran periódico, poca gente la leerá y creerá –y con razón- que es literatura. He aquí lo que Martin me contó una tarde de verano en Skopje. Yo no soy quién para poner en duda una obsesión que lleva años pesándole. Que juzgue, entonces, la ley.


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