Revista Opinión

Turquía y la Unión Europea: la eterna espera

Publicado el 28 junio 2014 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Cuando en septiembre de 1963 la Comunidad Económica Europea y Turquía iniciaron los primeros contactos para la adhesión, nadie se imaginó que medio siglo después la integración turca en Europa seguiría en el aire. Desde entonces, dieciséis países han pasado por delante de los turcos y se encuentran formando parte de la Unión Europea. Desde las estructuras comunitarias, así como desde los países miembro, existen numerosas dudas, reticencias e intereses en juego con la intención de no dejar entrar a Ankara en el bloque comunitario.

Una historia entre dos continentes

La mayoría de mapas sitúan a Turquía fuera de Europa como primer país asiático tras el fin del Viejo Continente, o al menos sitúan el fin de Europa una vez se cruza el Bósforo. Sin embargo, hasta llegar al comentado estrecho y la ciudad que crece a sus orillas como es Estambul, Turquía también tiene territorio. Si el criterio geográfico bien puede arrojar un empate, éste podría ser resuelto con sólo mirar los acontecimientos históricos. Al decir por ejemplo que Rusia es Europa no es por el hecho geográfico – ya que la mayoría de territorio ruso se encuentra en Asia – sino por el hecho de que a nivel histórico, la mayor parte de dinámicas de Rusia – culturales, religiosas, políticas, económicas o bélicas. – han estado orientadas hacia el continente europeo. Algo así puede pasar con Turquía o al menos con su antecesor, el Imperio Otomano.

El conocido Imperio Otomano, vivo durante algo más de seis siglos, siempre estuvo a partes iguales entre Asia – la zona actual de Oriente Medio – y la Europa balcánica y oriental. En el continente europeo, su expansionismo fue dificultoso y no exento de guerras con los distintos reinos, ducados, condados y demás protoestados existentes entonces. Lo que hoy sería la península de los Balcanes fue una de sus primeras anexiones, seguida de otros territorios más centroeuropeos como la actual Hungría, Eslovaquia, parte de Polonia e incluso zonas de la actual Ucrania y Rusia. La presencia otomana esos territorios fue fundamental para la conformación político-religiosa de la región, ya que a pesar de la autonomía de la que disfrutaron muchos territorios bajo gobierno otomano, la presencia del extinto imperio duró medio milenio.

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A partir del siglo XIX, cuando las potencias europeas fueron lo suficientemente fuertes como para oponerse al Imperio Otomano y cuando éste estaba sumido en el caos de la inestabilidad política interna, el imperio comenzó a desgajarse. Surgieron entonces los movimientos independentistas en los Balcanes así como el colonialismo occidental, que empezó a presionar en África y Asia. Para 1900, los otomanos todavía mantenían numerosas posesiones en África y Oriente Medio, mas no así en Europa, donde los jóvenes y pequeños estados como Bulgaria, Grecia y Serbia intentaban ganar espacio a costa del poder de la antigua Constantinopla.

 

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Finalmente, la última esperanza del Imperio Otomano de mantener la influencia en Europa y Oriente Medio la apostó en la victoria que deberían conseguir las Potencias Centrales en la Primera Guerra Mundial. Lamentablemente para los otomanos, eligieron pelear en el lado perdedor, y las potencias vencedoras trocearon los restos del imperio entre los pequeños estados balcánicos que querían más territorio y las posesiones en África y Asia, que fueron a parar especialmente para Gran Bretaña y Francia. Así se acababa el poder real de lo que hoy en día es Turquía en Europa, fundada por Mustafá Kemal Atatürk en 1923 tras una guerra civil y tras expulsar a los países occidentales que habían ocupado partes de Turquía después del final de la Gran Guerra. De los vastos territorios que llegaron a ocupar los sultanes otomanos en siglos pasados, Turquía se quedaba en poco más que la península de Anatolia y un pequeño territorio en el lado europeo del Bósforo.

 Los porqués del “No” a Turquía

Como hemos dicho anteriormente, las reservas que existen en las estructuras comunitarias así como en los distintos países que integran la UE a que entre Turquía responden a bastantes factores de peso. Algunos son simplemente cuestiones “técnicas”, requisitos que se han de cumplir y negociar con la Unión para poder entrar; otros tienen mayor fundamento y son cuestiones en las que el gobierno turco debe seguir trabajando en favor de llegar a los estándares mínimos para obtener el visto bueno en la UE y otras argumentaciones son simplemente intereses políticos y económicos a los que les conviene una Turquía sin integrar en Europa.

Turquía no es Europa

El primer escalón con el que se topa el gobierno turco cada vez que quiere subir a Europa es el geográfico: Turquía no forma parte de Europa como continente y por tanto no tiene ningún sentido que un país no europeo forme parte de la Unión Europea. Normalmente, sacar relucir este argumento suele ser suficiente como para que se genere un debate tan extenso que acabe por cansar a todas las partes implicadas y por puro aburrimiento se zanja la cuestión. Históricamente hemos visto los lazos que Turquía tiene con la Europa “tradicional”, además de, efectivamente, tener una pequeña parte de su territorio en lo que se considera geográficamente Europa.

Los diversos tratados que han ido dando forma a la Unión Europea desde el Tratado de Maastricht en 1992 empiezan en su artículo 49, relativo al perfil de los países que deseen entrar en la UE, de la siguiente manera: “Cualquier Estado europeo que respete los valores mencionados en el artículo 2 – valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, etc. – y se comprometa a promoverlos podrá solicitar el ingreso como miembro en la Unión”. Las tres primeras palabras son clave. Cualquier Estado europeo. Si no eres un Estado europeo, las puertas de la UE están cerradas. Y como de si un círculo sin fin se tratase, la pregunta relativa a si Turquía es Europa vuelve una y otra vez al no quedar clara nunca la respuesta.

La gran mayoría del territorio turco, así como la capital, Ankara, están en lo que geográficamente ya se conoce como Asia, pero curiosamente, países más al este que Turquía como son Georgia o Armenia sí están consideradas geográficamente – y políticamente – Europa. Este argumento de la no europeidad de Turquía se acaba diluyendo si, quitando lo meramente geográfico, observamos la integración que a nivel político ha tenido y tiene Turquía en Europa. Por poner unos pequeños ejemplos, Turquía fue miembro fundador en 1949 del Consejo de Europa – del que estuvo excluido entre 1974 y 1984 por la dictadura militar –; forma parte de la OTAN; es integrante de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) e incluso en un ámbito tan aparentemente irrelevante a la hora de ser relacionado con la política como es el deporte o la cultura, Turquía es parte de la UEFA, sus equipos participan en la Euroliga de baloncesto y hasta 2013 ha participado en Eurovisión. Así pues, parece que los intentos por convencer de que Turquía no forma parte de Europa no se sostienen con demasiada firmeza, ya que de ser cierto, el país euroasiático no se encontraría en fase de adhesión, ya que por este criterio geográfico habría sido rechazado tantas veces como lo ha sido Marruecos.

La cristiandad de Europa

El factor religioso es otro lastre en las negociaciones de Turquía. Los sectores conservadores de la Unión y de muchos países miembro siempre han entendido parte de la idea de Europa como la Europa cristiana, por lo que un país musulmán como Turquía no tiene cabida en ese concepto. La idea de la cristiandad continental tampoco va más allá por el simple hecho de que sus defensores se meterían rápidamente en un barrizal histórico y argumentativo bastante profundo, ya que no debemos olvidar que en la Europa actual existen al menos tres grandes corrientes cristianas: la católica, la protestante y la ortodoxa, y durante muchos siglos las guerras y conflictos de religión han sido habituales en el continente, por lo que el hecho de “unión” cristiana es más excepción que norma. A esto, por supuesto, deberíamos incorporarle el hecho de que en muchos países comunitarios existen minorías religiosas numerosas proporcionalmente significativas, especialmente la minoría musulmana – además de los ateos –. Fuera de la Unión, aunque con interés en entrar en la misma, existen tres países de mayoría musulmana como son Bosnia-Herzegovina, Kosovo y Albania, por lo que el hecho de que un país musulmán pretenda entrar en la UE no es algo exclusivo de Turquía.

El think-tank Pew Research Center estimó que en el año 2010 en torno a unos 20 millones de musulmanes vivían en los países que comprenden la Unión Europea. En 2012, un 96% de los 74 millones de turcos se declaraba musulmán, por lo que de pasar a formar parte de la UE, el número de musulmanes en la Unión crecería un 370%, si bien a nivel proporcional, la cantidad de personas que profesarían el Islam en todo el territorio comunitario se situaría en torno al 6%, unas cifras muy alejadas de la deriva islámica que los partidarios de la cristiandad europea pretenden sostener.

La islamización de Turquía y sus problemas con la democracia y los Derechos Humanos

Al igual que el argumento de una Europa cristiana es poco plausible, el giro que en los últimos años ha dado Turquía hacia el islamismo de la mano del Primer Ministro Tayyip Erdogan es una realidad y no se ha visto con buenos ojos en Europa. Desde la revolución que lideró Atatürk en los años veinte del siglo pasado para fundar una república laica, Turquía se ha mantenido en ese rol hasta hace relativamente poco. Durante décadas se consiguió mantener una separación político-religiosa que para los países musulmanes se creía casi imposible. En la nación turca se promovió desde la laicidad del Estado o el voto femenino – en 1934 las mujeres turcas ya podían votar –; sin embargo, desde hará casi una década, el país euroasiático ha tomado un cariz nuevamente islámico.

Este paso atrás en la laicidad turca viene dado especialmente por los deseos de confirmarse como potencia regional en Oriente Medio, algo que irremediablemente pasa por ganarse la confianza y el respeto de los vecinos de la zona, todos ellos musulmanes – salvo Israel, potencia militar regional –. Así, pretensiones del premier Erdogan y de su Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) en cuanto al papel del islam en las estructuras del estado, la sociedad y su influencia en la legislación ha hecho que muchos países europeos no vean con buenos ojos esa retirada del tradicional laicismo institucional turco. Pequeñas acciones como la proliferación de escuelas islámicas, la prohibición de vender bebidas alcohólicas cerca de las mezquitas o el anuncio de Erdogan mientras respaldaba la candidatura de Estambul para los Juegos Olímpicos de 2020 de que habría piscinas separadas para hombres y mujeres en algunas disciplinas olímpicas no han sentado nada bien en las instituciones europeas ni en los países miembro.

Mención especial merece también la delicada y dificultosa relación existente entre democracia y el AKP. En realidad, los valores democráticos que ya están asentados completamente en Europa Occidental no han terminado de asentarse en el territorio turco. Cuestiones que en la Unión Europea damos ya tan normalizadas como son la libertad de prensa, las elecciones limpias o la no discriminación de minorías, en Turquía todavía son temas sobre los que trabajar al no ser derechos plenamente garantizados. No hay que remontarse demasiado en el tiempo para encontrar situaciones o noticias que ejemplifiquen esta situación. Muchos recordarán las numerosas protestas ocurridas en el parque Gezi y la adyacente Plaza Taksim en Estambul, cuando las manifestaciones para evitar la desaparición del comentado parque derivaron en enormes movilizaciones contra la política autocrática de Erdogan. Igualmente, en el 2014 se aprobó una ley en la que se prevé la aplicación de censura en Internet, que se plasmó momentáneamente en marzo de ese mismo año al quedar inutilizada la red social Twitter en Turquía para evitar críticas ante la inminencia de elecciones a finales de ese mes. Otros actores presentes en Turquía como Amnistía Internacional han denunciado que el Código Penal turco avala la detención de periodistas o personas que expresen sus discrepancias respecto al estamento político.

Todos estos factores son un terrible lastre para una posible integración turca en la Unión, ya que de ninguna manera se va a dejar entrar a un país que viole de un modo tan flagrante derechos tan básicos, por lo que Turquía, si realmente desea ingresar, va a tener que volver sobre sus pasos en materia de libertades y derechos civiles.

Acaparamiento de los Fondos Estructurales y de Cohesión

Si tuviésemos que elegir un elemento característico de la integración en la UE, los Fondos Estructurales podrían ser un ejemplo perfectamente válido. Dentro de la idea de ayudar a equilibrar la economía de la Unión y reducir las desigualdades, esta política ha sido uno de los buques insignia. Su función a grandes rasgos: incesantes flujos de inversiones desde Bruselas hacia las regiones más pobres de la Unión con el fin de crear el tejido productivo suficiente, especialmente en infraestructuras, como para que estas se igualen con el nivel medio de vida comunitario.

Históricamente, los receptores principales de estas ayudas se han situado en la periferia europea. Especialmente durante los años 90 y en los primeros años del siglo XXI, los mayores beneficiados fueron Portugal, España, el sur de Italia y Grecia. Por aquel entonces, la lógica de que los países ricos del norte ayudasen a desarrollarse a los del sur y que esto sería bueno para el conjunto de la Unión no se discutía. Cuando la UE movió sus fronteras hacia el Este de Europa, las ayudas también empezaron a cambiar de destino. Del sur europeo al este, economías que por su tradición en la órbita socialista necesitaban práctica en la economía de mercado y los niveles de renta y riqueza estaban lejos de la media de la Unión, mientras que los países del sur, aunque sus diferencias no estaban completamente salvadas, sí se habían reducido.

Así pues, uno de los miedos existentes en los países receptores de estas ayudas es que Turquía, en caso de entrar en la Unión, se llevase gran cantidad de dichos fondos dadas las enormes diferencias económicas existentes en algunas regiones respecto a la media europea. El sur no quiere ver reducidas aún más las inversiones de Bruselas y el este continental no quiere ver cómo pueden cambiar de rumbo las ayudas en infraestructuras, ya que ellos hace menos de una década que las llevan “disfrutando”, por lo que el objetivo a alcanzar con las mismas todavía está lejos de cumplirse.

Hasta ahora, los Fondos Estructurales – un 70% de los 250.000 millones que maneja la UE para abordar esta cuestión – iban a aquellas regiones con un PIB per cápita inferior al 75% de la media comunitaria, mientras que los Fondos de Cohesión iban destinados a aquellas zonas con una renta nacional bruta un 90% inferior a la media de la Unión Europea. En 1999, cuando se aprobó la candidatura turca para entrar en la UE tras la cumbre de Helsinki, se elaboró también un informe en el que se comentaban ciertos aspectos relacionados con el tema de la situación económica del país, las diferencias entre regiones y los puntos clave que desde la Unión y desde el propio estado turco se debían abordar para paliarlas. Dicho informe señalaba que el PIB per cápita turco era un 33,4% del de la media de la Unión – entonces Europa de los 15, sin ampliación hacia el este –; también que existían notables diferencias entre el oeste y el este del país, así como entre las zonas costeras y el interior de Turquía. En términos medios, las zonas costeras del país y más al oeste – la región de Estambul o la que linda con el Mar Egeo o el Mediterráneo – tendían a ser más ricas, mientras que cuanto más al interior y más al este, el nivel socioeconómico se agravaba. Igualmente, el comentado documento apuntaba que a pesar de que Turquía tenía notables cifras de crecimiento, el también alto crecimiento de la población hacía que la riqueza creciese bastante menos en términos reales. Aunque bien es cierto que han pasado casi veinte años, las cosas no han cambiado especialmente en cuanto a las desigualdades económicas de Anatolia.

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El mapa representa la división que haría la Unión de cara a repartir regionalmente los fondos estructurales y de cohesión. Como hemos dicho, si alguna de estas unidades territoriales – que como tal en Turquía no existen – tuviese un PIB per cápita inferior al 75% o al 90% de la media comunitaria, recibirían las comentadas ayudas económicas de Bruselas. La pregunta que procede aquí es si estas regiones son lo suficientemente pobres como para que los actuales países que perciben la mayoría de las ayudas – Hungría, Polonia, Rumanía, Bulgaria, Portugal, etc. – no quieran saber nada de una posible entrada turca en la Unión.

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Al igual que lo era en 1999, en 2007 las zonas económicamente más desarrolladas de Turquía son las que lindan con el Mediterráneo “europeo” y la zona circundante al Bósforo. El resto del país es a priori más pobre que cualquier otra región en la UE; de hecho, una tercera parte del territorio turco tiene un PIB per cápita inferior a 4.000 dólares, por lo que todavía son más profundas la pobreza y la desigualdad de lo que el mapa puede mostrar. En este sentido, la media europea de riqueza por habitante se situaba en unos 33.000 dólares el comentado año 2007. Los países centrales de la Unión se situaban ligeramente por encima de la media mientras que los estados de la periferia presentan cifras por debajo de la misma. Así, de cara a asignar los fondos estructurales y de cohesión, los primeros serían recibidos por las regiones con 3.300 dólares o menos de PIB por habitante mientras que los fondos de cohesión irían a parar a las zonas con 8.250 dólares o menos de riqueza por persona. Actualmente, Rumanía y Bulgaria son los dos países en peor situación, además de algunas zonas en Hungría, Eslovaquia o Polonia, pero dentro de la comparación, las regiones turcas estarían en el vagón de cola. En aquel año 2007, de las 26 regiones que contemplaba la OCDE en Turquía, 21 se encontrarían en situación de recibir ayudas comunitarias frente a una región húngara y tres polacas – sin contar con las regiones rumanas y búlgaras de las que no se disponen de datos –.

Parece entonces que las sospechas y dudas de la actual periferia europea están fundadas. Es casi seguro que de entrar Turquía en la Unión, muchas inversiones cambiarían de rumbo hacia el Bósforo, dejando con la miel en los labios a más de un estado comunitario que todavía necesita de esos fondos para mejorar la situación económica de su país. Como es lógico, esas inversiones serían un auténtico maná para Turquía, que vería cómo sus fondos para estructuras o medio ambiente aumentan enormemente.

Las fronteras de la Unión Europea no pueden llegar hasta Oriente Medio

Uno de los beneficios que se disfrutan en un país miembro de la UE es el poder desplazarse libremente por el territorio comunitario. La libertad de movimiento para personas, trabajadores y capital es algo básico dentro de la construcción europea. Así, se intenta que las fronteras interiores sean lo más difusas posibles, situando la verdadera frontera en el límite de la Unión con terceros países – especialmente para controlar la entrada de mercancías y personas –. Cualquier ciudadano europeo debería poder ir libremente de punta a punta de la Unión sin que ninguna autoridad o frontera se lo impidiese. A día de hoy, tanto los ciudadanos turcos como los europeos sufren las consecuencias de la existencia de esa frontera para ambos. Económicamente, Turquía se encuentra en una unión aduanera con la UE, por lo que en ese aspecto es la misma zona, mas no así para el libre tránsito de las personas.

Los argumentos en esta cuestión para rechazar a Turquía giran en torno a que de entrar este país en la Unión, las fronteras comunitarias pasarían a situarse en el límite con países como Siria, Iraq o Irán, algo que ni muchos partidos europeos, ni los estados ni las instituciones comunitarias están dispuestos a que ocurra. El mayor problema reside en la porosidad de estas fronteras. Miles de kilómetros que controlar con países débiles que tampoco pueden vigilar sus límites, haciendo que aumenten las probabilidades de que por ellos se puedan filtrar elementos perjudiciales para la Unión como terroristas, inmigrantes en grandes cantidades o drogas. También, el hecho de dotar de ciudadanía europea a más de setenta millones de turcos provocaría sustanciales migraciones hacia la Europa continental, algo que por el simple derecho de libertad de movimiento no se podría contener ni restringir, mientras que con una Turquía fuera de la UE sí.

Hace años incluso era más viable la expansión de los límites comunitarios hasta las fronteras de Anatolia, pero dada la situación actual en Oriente Medio es algo muy poco recomendable. De los países con los que Turquía tiene frontera en Asia, dos están en guerra – Siria e Iraq –, uno es considerado por Occidente como una amenaza dado su programa nuclear y sus deseos de hacerse hueco como potencia regional como es Irán, otro no mantiene relaciones con Turquía y su frontera común está cerrada, caso de Armenia y el último, Georgia, es uno de los países más corruptos de Europa y ha tenido recientemente serios conflictos armados en base a las reclamaciones independentistas de dos de sus regiones, Osetia del Sur y Abjasia. Así pues, no es que Turquía tenga un vecindario demasiado amigable en el este y los miedos existentes en cuanto a trasladar las fronteras comunitarias hasta allí no desaparecerán hasta que la situación y la estabilidad en la región no mejore, cosa que en el medio plazo no se contempla.

Turquía y sus malas relaciones con los vecinos europeos

Casi podría decirse que no han existido dos estados europeos que alguna vez a lo largo de los siglos no hayan luchado entre ellos. Si por algo ha sido prolífica Europa ha sido por sus conflictos y sus guerras. En el comentado vínculo otomano y turco con Europa, ellos también promovieron guerras, persecuciones y todo tipo de tropelías en sus intentos por dominar el continente. Aunque ya no existan estos conflictos como tal, la herencia de las malas relaciones y las rivalidades pasadas le siguen pasando factura a Turquía en el presente. Si antes decíamos que sus vecinos del este no podían ser peores, con los del oeste no es que se lleve especialmente bien. Durante el siglo XIX y XX, todos los países balcánicos consiguieron su independencia a base de luchar contra el Imperio Otomano y con los años se aprovecharon de la debilidad de este para ir ganándole terreno y construir así sus estados.

Las relaciones con su vecino terrestre al norte, Bulgaria, podríamos decir que son cordiales, mientras que con sus vecinos “helénicos”, caso de Grecia y Chipre, se mantienen unas relaciones muy difíciles como consecuencia de los innumerables conflictos a lo largo de la Historia. Con el estado griego, las rivalidades y resquemores son evidentes: guerras por norma, ocupación otomana, independencia griega, más guerras, revancha helena en la Primera Guerra Mundial… Todo un sinfín de pulsos grecoturcos que han hecho que ambos estén en una situación de tensión y el cariño por el vecino sea más bien escaso. Uno de los conflictos principales afecta a la delimitación de las fronteras marítimas entre ambos países en el Mar Egeo. Estas aguas plagadas de islas dominadas sobre todo por Grecia han provocado que las aguas territoriales turcas estén casi arrinconadas contra su propia costa, algo que a Turquía no le agrada y siempre ha pedido trazar una línea más “justa” – aunque sea contraria al Derecho Internacional – y que básicamente parta las aguas territoriales del Mar Egeo en dos. De momento, el Estado turco ha fallado en sus pretensiones, ya que las sucesivas decisiones del Tribunal de La Haya siempre le han dado la razón a los griegos. En su frontera terrestre, los roces también existen. La decisión griega de fortificar su frontera en 2012 para prevenir la entrada masiva de inmigrantes turcos con fosos, alambradas e incluso un hipotético muro no le ha gustado al gobierno de Ankara, como tampoco ha sido visto con buenos ojos en la UE semejante obra teniendo en cuenta la precaria situación de la economía griega.

Como segunda relación complicada, tan complicada que es inexistente, destacamos la cuestión de Chipre. Para resumir la situación, diremos que tras la independencia chipriota en 1960 de Reino Unido, existían tres comunidades: chipriotas, grecochipriotas y turcochipriotas. En los años siguientes a la independencia, las tensiones entre las comunidades, especialmente entre los de procedencia griega y turca, se agravaron hasta tal punto que la ONU tuvo que mandar una misión de paz a la isla, misión que a día de hoy todavía existe como fuerza de interposición. A pesar de esta intervención de las Naciones Unidas, las rivalidades no cesaron y se empezó a temer que la entonces dictadura griega pudiese actuar con el fin de anexionar Chipre a Grecia. Para evitar esto, en 1974 el gobierno turco, con el pretexto de proteger a la comunidad turcochipriota de la isla, puso en marcha la Operación Atila, una invasión anfibia del norte de Chipre. Así, en julio de ese año, las tropas turcas ocupan algo más de un tercio del total del país en la zona norte, aquella en la que se situaba la población de origen turco. Se estableció entonces una zona desmilitarizada, la llamada Línea Verde, que cruzaba el país de este a oeste. Al norte, el estado que Turquía ayudó a desarrollar la República Turca del Norte de Chipre; al sur, la República de Chipre, que es el país internacionalmente reconocido salvo por Turquía, que sólo reconoce al país afín del norte.

 

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Como es lógico, si Turquía no quiere recibir dos rotundos vetos de sus vecinos mediterráneos en una hipotética votación para entrar en la Unión, estos problemas deben ser resueltos con anterioridad, ya que además en la zona norte de Chipre no se aplica ningún tipo de legislación ni poder comunitario, por lo que esa reunificación chipriota también sería otro tema a abordar.

Si esto ya parecen suficientes obstáculos para la Turquía actual, todavía hay más. Actualmente el país turco no mantiene relaciones formales con Armenia, además de estar cerrada la frontera entre ambos. El motivo principal gira en torno a la cuestión del llamado genocidio armenio. Se calcula que entre 1915 y 1923, millón y medio de armenios murieron en la deportación de esta población desde los restos del Imperio Otomano ya derrotado en la guerra mundial hasta la Armenia actual, que nada tenía que ver con la Armenia que se pactó en 1920 por el Tratado de Sèvres – que incluía gran parte del este de la actual Turquía –. Como tal, el gobierno turco nunca ha reconocido que tales muertes fuesen un genocidio, sino que alega que Turquía y Armenia estaban en guerra. Por la otra parte, Armenia, además de muchos estudios, han logrado convencer a numerosos países, especialmente europeos, de que aquello se trató del exterminio sistemático de la población armenia y que al igual que Alemania tuvo que reconocer el Holocausto, Turquía debe hacer lo propio con el genocidio armenio.

Turquía tendría mucho poder dentro de la Unión Europea

Las últimas ampliaciones de la Unión se han caracterizado por incluir países no demasiado grandes ni poblacional ni económicamente. Los más extensos como podrían ser Polonia o Rumanía no han supuesto un cambio drástico en la población o la economía comunitaria. Entre los dos suman unos escasos 50 millones de habitantes y 700.000 millones de dólares de PIB. Si no han supuesto un antes y un después en este sentido dentro de la UE, tampoco los países más pequeños lo han hecho. Sin embargo, una hipotética entrada de Turquía en la comunidad europea sí traería cambios considerables. Poblacionalmente se añadirían 76 millones de ciudadanos europeos y algo más de 800.000 millones de dólares de peso a la economía comunitaria. Proviniendo de un solo país, es una aportación considerable.

La cuestión con esta situación es que dentro de la UE existe una relación entre el peso económico, la población y el poder en el seno de la Unión. Por ejemplo, dentro del Parlamento Europeo, Turquía tendría derecho a 99 eurodiputados, por lo que sería el segundo país, igualados con los germanos, con más representantes. Esto deriva en que Turquía, al igual que los países “grandes” como Alemania, Francia, Italia, Reino Unido o España, tendría numerosos puestos de responsabilidad dentro de las estructuras europeas. Resumiendo, Turquía tendría mucho poder en la UE.

Se puede entender que los países que verían perjudicada su cuota de poder – esos grandes, especialmente – no quieren ceder ante una hipotética entrada turca. Del mismo modo, los países comunitarios en general y las instituciones europeas en particular tienen serias dudas de que los políticos comunitarios de origen turco desempeñasen correctamente su labor. La política turca, enormemente corrupta y clientelista, no da demasiadas garantías como para dejar los asuntos de 500 millones de habitantes en sus manos, al igual que se presupone que la en teoría neutralidad de los cargos comunitarios respecto a los estados – seas del país que seas actúas por y para la Unión, no para tu país de procedencia – se vería comprometida con la delegación turca.

Así pues y aunque las negociaciones avanzan con cierto ritmo, la integración turca no se contempla para los años venideros, sino que se situaría más en el medio o largo plazo. A Turquía, en su nuevo papel de potencia emergente y regional, no parece preocuparle excesivamente la entrada inmediata; por el otro lado, como hemos podido ver, ni la Unión ni los estados comunitarios están plenamente convencidos sobre lo que se podría aportar desde Ankara a la UE. A pesar de que llevan medio siglo esperando, parece que Turquía tendrá que esperar un poco más.


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