Revista Opinión

Tuskegee, Guatemala y los límites de la ciencia

Publicado el 19 junio 2016 por Miguel García Vega @in_albis68
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Tuskegee-Syphilis-Experiment-Report_john CutlerEntre 1946 y 1948, la Secretaría de Salud Pública de los Estados Unidos llevó a cabo un experimento en Guatemala sobre la sífilis. En ese mismo momento se empezaba a establecer el tratamiento con penicilina como el más adecuado y efectivo para curar la enfermedad; en 1947 ya era el tratamiento habitual. En ese momento, también, el mundo empezaba a asimilar la barbarie nazi descubierta al finalizar la guerra y liberar los campos de la muerte. Entre su largo catálogo de atrocidades: terribles experimentos clínicos con prisioneros.

Es en esos años cuando médicos estadounidenses llevan en secreto en Guatemala su experimento. El objetivo es probar la eficacia de la penicilina a la hora de curar y prevenir la sífilis y la gonorrea. Pero como había pocos pacientes, decidieron infectar a más. Les inyectaron la bacteria de la sífilis, sin su conocimiento, a unos 700 guatemaltecos: prostitutas, presos en cárceles o manicomios y demás gente prescindible. Luego se les suministraba penicilina para curarlos, aunque se desconoce el destino de los conejillos de indias involuntarios.

Todos los médicos, que sí sabían lo que hacían, eran estadounidenses. Entre ellos se encontraba el doctor John Cutler, que ya había participado en otro experimento similar, en Tuskegee, Alabama.

Marta Orellana, superviviente de los experimento en Guatemala (foto del diario Clarín)
Marta Orellana, superviviente de los experimento en Guatemala (foto del diario Clarín)

Para los médicos estadounidenses parece que los guatemaltecos más que sujetos eran objetos de estudio. Como mínimo no parecieron mostrar mucha empatía hacia ellos. En el caso particular de Cutler, la misma empatía que había tenido con sus compatriotas afroamericanos de Tuskegee.

La única diferencia es que en Tuskegee no se les inoculó la enfermedad, sencillamente se ignoró el tratamiento a infectados de sífilis, a ver qué pasaba. Por la ciencia.

Por la ciencia se estuvo investigando en Tuskegee desde 1932 hasta 1972. Nada menos que 40 años, un franquismo o una eternidad, valga la redundancia. En aquel pueblo de Alabama, la América profunda y racista, unos 600 campesinos negros fueron estudiados durante años para ver cómo les afectaba la sífilis si no era tratada. Tan prescindibles como los guatemaltecos, a aquellos negros pobres no les informaron de su enfermedad, les dijeron que tenían “mala sangre” y que recibirían tratamiento gratuito, algo inalcanzable para aquellos hombres, un caramelo. También les daban comida caliente y transporte gratuito al hospital; y, en un alarde, un seguro para pagar los gastos del entierro.

El Nuremberg médico

Para ser rigurosos, hay que establecer dos etapas en el experimento, aunque ambas compartan el pecado original de engañar a los pacientes. Cuando se inicia el estudio en 1932 la sífilis no tiene un tratamiento eficaz. Únicamente salvarsanes que muchas veces hacen más daño que el que intentan evitar. La intención era ver si esos tratamientos merecían seguir utilizándose y si se podían explorar nuevos caminos contra una enfermedad que además de crónica era muy dolorosa. El argumento: no les podemos curar, así que estudiémoslos a su costa para conocer la enfermedad y encontrar un remedio.

Unidentified subject, onlookers and Dr. Walter Edmondson taking a blood test (NARA, Atlanta, GA)
Unidentified subject, onlookers and Dr. Walter Edmondson taking a blood test (NARA, Atlanta, GA)

Pero ese propósito deja de serlo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la comunidad médica mundial ya ha establecido la penicilina como un remedio eficaz. Es en ese momento cuando los responsables, un organismo público, se pasan por el forro cualquier principio ético y deciden seguir con el experimento. Podrían haberlo continuado valorando el efecto de la penicilina en los pacientes, pero prefieren ocultárselo a los pacientes, negarles la cura y seguir documentando su sufrimiento y cómo se propagaba entre sus familias. Pagándoles el entierro, eso sí.

Está claro que a Cutler y el resto de responsables del Servicio Público de Salud de los Estados Unidos les había impactado la revelación de los experimentos nazis con los prisioneros, lo que no tengo tan claro es en qué sentido.  No parecieron darse por enterados del Código de ética médica de Nuremberg, llamado así porque se elaboró tras los juicios que destaparon los horrores nazis. Dicho código empezaba indicando que era esencial el consentimiento de la persona objeto del experimento, sin engaño, coacción o cualquier circunstancia que le impidiera una decisión libre. También que debe ser provechoso para la sociedad, justificado, y que debe evitar sufrimiento innecesario, entre otras cosas.

A Tuskegee -y al gobierno estadounidense– no les debió llegar ninguna copia en condiciones del código, ya que el estudio se alarga sin sentido, durante años. No produce informes concluyentes ni resultados prácticos.

Shatz y Buxtun

Es más, las autoridades se afanan en continuarlo, como si fuera normal. Por ejemplo, en 1964 se publica en una revista médica un articulo sobre el balance de los primeros 30 años del experimento. Y no hubo nada.

Irwin Shatz
Irwin Shatz

Bueno, no fue exactamente así, un joven cardiólogo, Irwin Shatz, envió una carta de protesta el firmante del articulo y primer director del estudio, Donald H. Rockwell, aunque en realidad fue entregada a la coautora, Anne R. Yobs. “No puedo creer lo que he leído”, decía Shatz. Y añadía “¿Cómo es posible que hiciesen dejación del principio básico del Código Deontológico en aras de la investigación?”. Ninguna respuesta, silencio administrativo y la sífilis siguió su curso.

Shatz no insistió, era un joven con una carrera prometedora y sus interlocutores una muralla infranqueable; imposible echarle un pulso al Servicio de Salud Pública de Estados Unidos. Además, era 1964 y las víctimas campesinos negros pobres.

Peter Buxtun
Peter Buxtun

Por su parte, Peter Buxtun, un investigador del servicio público de salud de San Francisco, también se interesa por el tema y protesta por carta contra la inmoralidad del experimento. La respuesta del Center for Disease Control (CDC) es reafirmar la necesidad de seguir el estudio. Pero Buxtun sí persevera y consigue que, en julio de 1972, la noticia sobre el experimento apareciese en el Washington Star. Al día siguiente es portada en el New York Times y todo el país se entera de lo que estaba pasando. En la investigación periodística posterior es cuando se descubre la carta de Shatz.

El escándalo hace que ese mismo año se cree un grupo de expertos que determina que el experimento debe cesar y en 1974 una comisión permanente dedicada a regular la investigación con humanos.

Supervivientes experimento de Tuskegee
Supervivientes experimento de Tuskegee

Es a raíz de la investigación sobre lo ocurrido en Tuskegee cuando se encuentran en los archivos documentos que revelan la experimentación secreta llevada a cabo en Guatemala. En 2010 el gobierno estadounidense pide perdón al de Guatemala por “tan horrendas prácticas”.

Evidentemente no es culpa de la ciencia. En este caso se hizo por la ciencia lo que en otras ocasiones se ha hecho por dios o por la patria. Es el peligro que tienen la palabras grandes cuando mezclan con mentes pequeñas, se produce un corte de digestión moral y se vomita lo peor que llevamos dentro. Tal vez sea mi tendencia pesimista pero me temo que, encima, esa gente acaba durmiendo a pierna suelta, abrazados a dios, la patria o, en este caso, la ciencia.

¿Alguien puede asegurar que en este mismo momento no esté en marcha otro Tuskegee?

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